martes, 5 de mayo de 2009

Le Corbeau (Henri-Georges Clouzot, 1943)



“¿Dónde está la oscuridad?, ¿Dónde la luz?, ¿Dónde la frontera del mal?, ¿Está del lado bueno o del malo?... Desde que sopla un torbellino de odio y desolación, los valores están corrompidos. Está afectado como todos los demás. Caerá como ellos.”

Son tiempos sombríos: la batida de un cementerio, un parto prematuro donde de apunta un chiste negro de doble (o triple sentido), el hospital atestado… Se quiso interpretar su planteamiento como una metáfora sobre la ocupación nazi en Francia… o en un lugar cualquiera. Lo cierto es que la puesta en escena es antológica y maestra: cómo Clouzot va mostrando a cada una de las piezas del rompecabezas (y las que ofician como meras comparsas) en el momento justo, con un ritmo perfecto.

A pesar de la enfermedad, de las penurias y del estado de excepción que sufre el pequeño pueblecito galo donde se desarrolla toda la acción, queda tiempo para intrigas amorosas, desafiantes, de control y de poder, de ahí la metáfora política.

Al igual que en su película más lograda y famosa, “Las diabólicas”, Clouzot opta por una partitura argumental donde la intriga se instala en un ambiente costumbrista, prisionero del momento y las circunstancias prosaicas que lo rodean. Una capa superpuesta que combina perfectamente con el escenario, las gentes y los comentarios aparentemente livianos. La inserción del terror, sin esfuerzo, en lo cotidiano.
En “Le corbeau”, sin embargo, el protagonista sobre el que gira toda la acción y sus maquinaciones, es omnipresente, tanto física como psicológicamente. Es un doctor imperturbable, que castiga con una máscara rígida a quien se cruza por delante. Un Poe europeo insertado en un complot propio de Leroux. El resto del coro actoral no le va mucho a la zaga. Parece como si mostrar otros sentimientos que no fueran el miedo y la culpa, en época dura, fuesen una frivolidad que sólo se pudieran sacar a la luz mediante pistas y amenazas escritas. La literatura como liberación pasional, como una minúscula ventana desde donde dejar escapar los deseos más inconfesables. Un buen día todos reciben cartas anónimas. Nadie escapará a la sospecha, a la vigilancia. Quizá toda la ciudad se pueda infectar.

A pesar de subyacer una trama sencilla, Clouzot logra transgredirla jugando al equívoco, embadurnando y acumulando guiños entre cada uno de los afectados. Un triunfo basado en un silogismo intachable.



Después de presentar el pueblo y a sus habitantes más proclives, surge la anécdota, el acontecimiento fortuito que hará que se despeñen por fin todos los demás, hasta dar con la solución al problema. Hasta entonces las debilidades habían ido formándose en la pantalla, a modo de globo que nunca alcanza su tamaño real, como inflándose gradualmente, pero sin explotar. A modo de círculo dentro de un círculo, la película terminará como empezó a gestarse la curvatura.

Para la posteridad, no solamente la escena final, sorpresiva, que va más allá de una sentencia unitaria, sino también el desarrollo de ese entierro, silencioso pero lleno de señales, donde la acción se disparará irremediablemente. También, y clave, la secuencia de la escuela, donde a través de la escritura se pretenderá descubrir al culpable y provocará la filosófica escena de la lámpara, bajo cuyo recorrido cualquiera puede implicarse.

Clouzot, un maestro del desasosiego y el suspense en mitad de la rutina.

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