domingo, 14 de enero de 2018

Monsieur Venus, de Rachilde





“Se comportaba como un hombre que no está ante su primera aventura, aunque sí ante su primer amor”

Rubén Darío, en sus Raros, dijo de ella –Marguerite Vallette-Eymery, aka Rachilde- que era una “satánica flor de decadencia” y “mala como un pecado”. No murió joven como Lautréamont, ni abandonó la escritura en los albores como Rimbaud; su vida conoció el éxito exorbitado en los salones literarios y en los artísticos en general y el olvido más indiferente al final de su larga vida (muere con 93, a mediados del siglo pasado): el insolente escándalo de un Verlaine y el abandono de un Villiers. Sin embargo, no obtuvo la ansiada posteridad de ninguno de ellos, en parte por su trayectoria especialmente dilatada –que suele restar puntos en el ránking del malditismo-, en parte por una capacidad para la provocación –por ejemplo vestir públicamente como un hombre, en la línea de una George Sand- gradualmente neutralizada por el paso de las modas y la –siempre superficial- asunción de muchas de sus osadías. En el periodo de entreguerras llegó a ser un personaje tan conocido, tan presente y tan reprobado que de vivir hoy en día no nos hubiera extrañado verla prestada en programas de televisión a cual más abisal en cuestiones de dudosa catadura expositiva.






Aparte de incansable editora y escritora de fondo en cuestiones simbolistas y provocadoras, Rachilde ha pasado a la historia –fundamentalmente- por “Monsieur Venus”, prácticamente su debut literario y obra cumbre del decadentismo finisecular, reivindicada con fruición sobre todo en su país de origen –Francia- desde la década de los noventa del siglo pasado y reeditada felizamente en castellano con el habitual esmero lujoso del que siempre hace gala la editorial KRK en su colección Tras 3 Letras.

“Monsieur Venus” –avisemos- no es una novela pornográfica. Incluso diríamos que tiene lo justo de erótica, por lo que quizá esté más cerca de los tratados de dominación y mutabilidad de roles de Sacher-Masoch y del esteticismo ideal de Huysmans que de la escatología de Sade, por mucho que la propia Rachilde titulara posteriormente otra de sus obras “La marquesa de Sade”. Aquella cuenta fundamentalmente la historia de una mujer de la alta sociedad francesa –Raoule, Mademoiselle de Vénérande, una traslación en la ficción de Rachilde: andrógina atezada- que se enamora de un pintor de poca monta –cuadros de flores- y de la más baja condición social –Jacques Silvert, andrógino rubicundo-, haciendo de esa relación un intercambio de papeles considerados en la época de su publicación de lo más malsano y diabólico pero que obtuvo estéticamente el reconocimiento explícito del citado Verlaine, de Oscar Wilde o de Jules Barbey d'Aurevilly y la admiración de Alfred Jarry, entre otros. La mujer se convierte en hombre y el hombre se convierte en mujer, aprovechando las tácitas fisonomías de ambos, prestas a subvertir los roles anteriormente asumidos. El círculo se completa con la activa participación de Monsieur Raittolbe –militar amigo de la familia Vénérande e implícito pretendiente de Raoule- y Marie Silvert, hermana de Jacques, incitadora de la relación entre Jacques y Raoule –huele el abultado montante que hay por en medio, además del ilusionante salto de condición social- y convertida en amante de Raittobe con el fin de contraponer el amor “desviado” en el que se ve envuelto su hermano con una relación más convencional, pero de una sordidez a juego con la primera.






Novela materialista –así se subtitula-, dedicada a la belleza física –esa es su dedicatoria inicial-, “Monsieur Venus”, ya desde su título, busca constantemente el cruce de apariencias y experiencias, juega al equívoco al determinar él o ella transgrediendo constantemente la cuestión de género,  socava la divergencia ya de por sí considerable entre las diferentes clases sociales en cuestión –en el inicio de la novela nos encontramos ante una Raoule cercada por la náusea solo con visitar la primera vivienda de Jacques y Marie-, juguetea con la sensualidad, la perversidad soft y la fantasía –carnal, afectiva o decorativa- hasta quemarse en los abismos de un cierto vampirismo atravesado por los celos, los duelos a muerte y la necrofilia. Un combinado explosivo que puso en el mapa –año 1884- a la que es quizá la dama por antonomasia del movimiento decadente francés –ahí el bueno de Darío, con una clarividencia à la page corrigió a Verlaine, que había incluido en sus Poetas Malditos a la deliciosa Marceline Desbordes-Valmore como única fémina de su selección, definitivamente más apegada al Romanticismo-, todo un personaje que ayudó a su manera a empezar a normalizar conceptos como el travestismo y la libertad sexual y a desencorsetar lo relativo a las convenciones y las pautas de comportamiento tanto en sociedad como en privado. Épater le bourgeois, en definitiva.



viernes, 12 de enero de 2018

Hanyo (Kim Ki-young, 1960)





No hay más que ver el remake ostentoso, convencional y considerablemente innecesario de esta película (traducida como “La doncella”) para darse cuenta de que los cincuenta años que separan la original del homenaje equivalen más o menos a los que separan virtuosamente la transgresión, la valentía y la crudeza de Kim Ki-young de la lasitud, el conformismo y la pulcritud de la cinta de Im Sang-soo en 2010.

Si algo me ha quedado claro de las cuatro obras visionadas hasta la fecha de Ki-young es que no se trata de un director que provoque la indiferencia o de un autor que pueda recrearse en un hermetismo etéreo o un naturalismo metafísico de tres al cuarto. Tanto “Goryeo jang” (“Burying Old Alive”, 1963), algo parecido a una versión shakesperiana, escarpada y hechicera del clásico japonés “Narayama bushiko” (“The Ballad of Narayama”, Keisuke Kinoshita, 1958) sobre la tradición ancestral de abandonar en una montaña a aquellos ancianos que recién cumplen los setenta años (gracias, Laura Maza), como “Iodo” (“Io Island”, 1977), especie de thriller-folk erótico que bordea el fantastique (tiene algo de hammeriano) sobre una isla poblada exclusivamente por mujeres donde los hombres han desaparecido misteriosamente víctimas de hechizos funestos, como “Sunyeo” (“Water Lady”, 1979), melodrama con cuadrado amoroso, ascensión social y la femme fatale pertinente o el film que protagoniza esta entrada dan fe una forma vehemente de dirigir, hurgando al máximo y en todo momento en las flaquezas y desventuras del ser humano.






“Hanyo”, aparte de estar considerada casi unánimemente como una de las películas imprescindibles del cine coreano de todos los tiempos, da carta de naturaleza al grand guignol cinematográfico del país asiático. Mucho más que el triángulo amoroso entre un respetable profesor de piano que se ve involucrado en un desliz sexual con la criada recién contratada y la abnegada esposa de aquel, cohabitando todos –incluidos los hijos de la pareja, que también reciben lo suyo- en una nueva y próspera casa, “La doncella” supura insania, esquizofrenia y mal rollo.
Tenemos a la doncella (una radiactiva Eun-Shim Lee), metaforizada en la rata que hace acto de presencia en la cocina como ser incómodo y desagradable que viene a perturbar la delicadeza y la buena vibración del entorno –se mete hasta en la comida-. O al pianista, centro de todos los dardos de seducción –previamente tendrá que vérselas sentimentalmente con una alumna de su conservatorio- que poco a poco va perdiendo los estribos y la cordura. Es un film que ejemplifica a la perfección la especial significación en todo el cine de Kim Ki-young del universo femenino como productor de desgracias: la mujer como embaucadora irremediable y criatura turbulenta de la que resulta imposible deshacerse. Es decir, adaptando el mito de Lulú (“La caja de Pandora”) o Mildred Rogers (“On human bondage”) a la idiosincrasia oriental que flirtea con el concubinato más tóxico e impredecible, algo que también se reproduce en la citada “Sunyeo”.




“Hanyo” se adelanta un par de años a una película con no pocas similitudes: “What Ever Happened to Baby Jane?” (Robert Aldrich, 1962): ambas comparten el uso llamativo del travelling, la densidad claustrofóbica –ergo gótica- in crescendo –se percibe ya desde los primeros planos en la escuela de música: pasillos estrechos, sensación de calor asfixiante, recelos por doquier- o el uso grandilocuente del terror psicológico en un poroso blanco y negro. Pero también bebe de un cine norteamericano anterior a su realización: el desenlace sin duda remite a “La mujer del cuadro” (Fritz Lang, 1944) y no diremos exactamente en qué –aunque no es muy difícil deducirlo- para evitar en la medida de lo posible el spoiler.


Un blockbuster como “La mano que mece la cuna” ("The Hand That Rocks the Cradle", Curtis Hanson, 1992) es un (ingenuo y edulcorado) juego de niños al lado de “Hanyo” y su amoral tejido de relaciones afectivas y pasiones conducidas al paroxismo.



viernes, 5 de enero de 2018

Mario el epicúreo, de Walter Pater






Pater, timonel esteticista de autores imprescindibles como Oscar Wilde –alumno suyo- o W. B. Yeats –creyente pateriano-, se propuso en 1885 una empresa titánica: trazar un fresco sobre la vida, los intereses, los miedos y los descubrimientos de Mario, un habitante de clase alta instalado en las afueras de Roma en época de la estirpe de los Antoninos –mayor periodo de esplendor del Imperio- con Marco Aurelio –del que Mario acabará siendo una especie de secretario- en pleno despliegue de poder, tanto político como filosófico. Es en base a este último aspecto donde se desarrolla la columna vertebral de una novela compleja, que apunta el foco hacia los diferentes actores en escena –que incluyen entre otros a Lucio Vero, hermanastro natural de Marco Aurelio-, sus posicionamientos teóricos y, en el caso de Mario, su evolución del epicureísmo al primer cristianismo –burdo mejunje de paganismo y judaísmo desembocado en humanismo-, pasando por el estoicismo –originalmente cinismo; esta última, tendencia filosófica promocionada desde la jefatura del Estado: desprecio por el cuerpo e interés centrado exclusivamente en el pensamiento y el espíritu-.






Por tanto, en “Mario el epicúreo” confluyen filosofía, libro de autoayuda y texto religioso. Todo ello pulsado con sobriedad, pedagogía y, como decíamos, sentido pictórico de un tiempo donde los gobernantes eran, además de gestores, seres cultivados. Como no podía ser de otra manera, el relato está trufado de anacronismos con el fin de comparar etapas diferentes –la más socorrida: el periodo victoriano en el que se escribió este texto, pero también la época de Virgilio, la de Dante, el Romanticismo alemán o el eufismo inglés del XVI- y así fijar correspondencias e identificaciones respecto a un periodo lejano y documentado a menudo, como es bien sabido, con cierta dificultad. Lo contrario habría sido un texto rayano en lo abstracto, aspecto que el profesor y crítico Walter Pater elude con sabiduría y fino sincretismo retórico.

Mario crece auspiciado tanto por la “Doctrina del movimiento” de Heráclito –la constante mudanza de todo lo existente- como por la “Filosofía del placer” –base fundamental del hedonismo y del epicureísmo- a cargo de Arístipo de Cirene o el politeísmo –“ceremonioso”, en el caso de Aurelio- heredado de Grecia, como sabemos de sobra asumido, interiorizado y versionado a su manera por los romanos (“siempre algo que hacer, en lugar de algo que pensar, creer o amar”). Pero nuestro protagonista también se divertirá con el gracejo saltimbanqui del platónico escéptico Apuleyo y la impertinencia metafísica –“ese arte consistente en asombrarse uno metódicamente”- del escritor griego Luciano de Samósata, a los que Pater hace entrar en escena como chispeantes personajes de la obra, dando la contrarréplica al tono solemne del libro.






Destacar el capítulo XIV, referente a la “imperceptibilidad del dolor” respecto a “la crueldad de los espectáculos públicos” realizado con seres humanos, donde se experimentaban con ellos todo tipo de atrocidades: torturas, vejaciones, etc. Pater nos hace reflexionar sobre la mentalidad de la época –que vale para cualquier otra- respecto semejantes injusticias que, sin embargo, estaban a la orden del día y se vivían como algo natural –algo que podemos trasladar en tiempo pasado, presente y futuro a la esclavitud, al martirio con animales, al extractivismo furibundo de los recursos naturales, a la persecución política, social o religiosa o a la explotación indiscriminada en general- extrayendo una enseñanza fundamental: “no falsificar tus impresiones”.

También es importantísimo el episodio XXI, pues es ahí donde Pater traza al principio del mismo algunas de las bases fundamentales del esteticismo: “sin distinción entre lo exterior y lo interior”, con la luz o la flor “no tanto objetos aprehendidos como poderes de aprehensión” y “las facultades para captar la materia que está más allá de las capacidades del espíritu y los sentidos”.

martes, 2 de enero de 2018

Taiguara






Decir de Taiguara Chalar da Silva (1945-1996) que fue un verso suelto dentro del complejo y heterodoxo espectro de la música popular brasileña del siglo pasado quizá sea, además de inexacto, un pelín redundante. Comprometido con la lucha social y los derechos civiles además de contra el totalitarismo y la represión, compaginó su integridad política –dentro de los parámetros del marxismo- y filantrópica con una obra musical meticulosa –diez álbumes en treinta años, a los que añadir contados discos colaborativos, alguna que otra banda sonora y el inevitable material inédito post-mortem- de una belleza y personalidad absolutamente fuera de toda duda.

Como el Conde de Lautréamont, Taiguara nació en Montevideo, pero al igual que en el caso del escritor de “Los cantos de Maldoror” se trató de un hecho claramente accidental –ambos se desarrollarán creativamente en sus respectivos países de adopción-, habida cuenta de que el padre de Chalar da Silva se hallaba en aquel momento (1945) dando clases y actuando esporádicamente –el instrumento paterno fue, aquí sí, el bandoneón, objeto referencial dentro de la tradición tanguera uruguaya- en los escenarios de la capital.






Taiguara empieza a actuar en su juventud en audiciones universitarias y en todo aquel recital que se le ponga por delante, hechos que determinarán su visibilidad como músico y la posibilidad de debutar primero en single -“Samba da mulata”, 1964- y un año después con todo un álbum. “Taiguara” (Philips, 1965) se publica en un momento de gran agitación política en Brasil –golpe de estado, algo que marcará a fuego en el futuro del músico paulista-, con el grueso del repertorio compuesto por él mismo, y la sombra de Jorge Ben –“Samba de copo na mão”- flotando en el ambiente: no en vano va a producir este primer disco Armando Pittigliani, responsable ya entonces de algunas producciones del carioca, así como de Tamba Trio o Nara Leão. Las loas de Edu Lobo en la portada y la contra del disco –a modo de bautismo de fuego- están plenamente justificadas: la voz de Taiguara da algo más que la talla en canciones como “Preciso aprender a ser só” (con autoría de los hermanos Valle). Ya desde este primer aldabonazo llama la atención el gusto por vestir las canciones con generosos y atrevidos arreglos de cuerda y viento, reflejando una incipiente y determinante madurez. Ropajes jazz de densa y cinematográfica factura –“Cecília”- o de samba sorpresiva –“Eu não sou do morro” o “Formosa”, la segunda del cancionero de Powell y De Moraes-, terminando con una “Samba de verão” (otra de los Valle) fundida –una especie de remezcla artesanal- con “Garota de Ipanema”. Arranque extraordinario.




Taigura y Chico Buarque: dos absolutos gigantes



De cara al año siguiente, Taiguara se embarca en dos proyectos colectivos: por una parte la banda sonora para la comedia episódica “Crônica da Cidade Amada” (Philips, 1966) del argentino Carlos Hugo Christensen junto a otros músicos como Rio 65 Trio, Paulo Autran o Dialogo Dos Pombos y por otra “Primeiro Tempo: 5 X 0” (Philips, 1966), junto a Claudette Soares y Jongo Trio. En “Crônica da Cidade Amada” tiene el honor de marcar el paso con la canción que da título a la película –un robusto y contundente samba-, de seguir con una bossa excelente como “Aparição” y de cerrar con la tierna “Receita de Domingo” -que también es interpretada en el siguiente corte por Autran- y con un “Retrospecto” que funciona como medley de todo el material contenido en esta bso.
“Primeiro Tempo: 5 X 0” fue uno de tantos shows de la televisión brasileña –en este caso dedicado al fútbol, en concreto al mundial de Inglaterra de ese año- que potenciaba y mimaba el repertorio y los sketches resultantes durante las emisiones –al estilo de la serie “Dois na Bossa” de Elis Regina y Jair Rodrigues, “O fino do fino” de Elis y The Zimbo Trio o “Teleco Teco”, con Cyro Monteiro y Dilermando Pinheiro. “Primeiro Tempo” se nutre de composiciones de Baden Powell y Vinicius, de Roberto Menescal, Ronaldo Bôscoli –a la sazón co-productor del invento-, Carlos Lyra, Ruy Guerra o Francis Hime, intercaladas con diálogos, improvisaciones y demás presentaciones jocosas extraídas del programa.
Como broche a este periodo de mayor exposición mediática publicará “O Vencedor dos Festivais” (Odeon, 1968), que coincide con el comienzo de su persecución política, no solamente por sus ideas expresadas públicamente en entrevistas y apariciones de toda índole, sino por las composiciones propias que le empiezan a censurar, lo que le obligará para “O Vencedor” a echar mano solamente de otras ajenas (muchas de ellas defendidas en diferentes certámenes, como el 1er festival de música popular brasileira de Juiz de Fora, en Minas Gerais: de ahí el título genérico), en especial del primer Chico Buarque y su efectiva e irresistible colección de bossa novas a la cabeza, como atestiguan las lecturas de “Benvinda” y “Até pensei” (esta última más escorada al género modinha, como en el caso de la propia “Modinha”, de Sergio Bittencourt), también incluida en “O Vencedor”). También hay espacio para las más románticas y barrocas “Visão” -de Tibério Gaspar-, “Um novo rumo” o “Madrasta” -llevada al estrellato ese mismo año por Roberto Carlos-.






“Hoje” (Odeon, 1969) vuelve a estar plagado de composiciones ajenas y apenas la composición titular, el “Tributo a Jacob do Bandolim” y una “Frevo novo” a medias con Novelli y los hermanos Valle llevan la autoría de Taiguara. Pero es otra lección de interpretación sentida y soberbia desde los primeros compases.  Las arrebatas “Fim de caso” y “Castigo”, ambas de Dolores Duran, son otras destacadas, y la pre-psicodélica “Mônica, Mônica” de Ivan Botticelli tuvo en esta versión del paulista su salto a la eternidad. El clásico de Michel Legrand “La valse des lilas” es adaptada al portugués con la consiguiente sobriedad y presteza, y la “Serenata do Adeus” de Vinicius es cantada con el admirablemente con el patetismo que se le presupone al autor original. Milton Nascimento está representado con “Tarde” –llevada en volandas por nuestro protagonista-, que el carioca incluyera en su tercer disco, del mismo año.

“Viagem” (Odeon, 1970), además de estrenar década y retomar la fuerza autoral del propio Taiguara (hará siete de las once incluidas en el álbum), está considerado por parte de la crítica como su mejor disco, o por lo menos el que comparte semejante honor junto al posterior “Imyra, Tayra, Ipy”. En palabras del reputado periodista y escritor Luiz Américo, “Viagem” contiene alguna de la páginas más bellas no solamente de la carrera de Taiguara, sino de la música popular brasileña de todos los tiempos, practicando un romanticismo exento de alienación o proselitismo barato, centrado en su maestría a la hora de cantar y componer. Además, es conveniente destacar las pinceladas más sociales en canciones como la muy jovem guarda “Geração 70” (haciendo hincapié en los ánimos a la resistencia antifascista tanto interior como exterior que trataba de desestabilizar la dictadura que asolaba aquellos años Brasil), o la impresionante “Gente humilde”, originalmente un instrumental del legendario guitarrista Garoto, con letra para la ocasión de Vinicius y Buarque, que pone irremisiblemente el vello de punta, tanto en música como en letra. Otro himno –orquestal-, esta vez suyo, es el inicial “Universo no teu Corpo”, en una línea no muy lejana de The Walker Brothers. La sensual “María do Futuro” o “Prelúdio Nº2 (Paz do meu amor)” –escrita por Luiz Vieira, componente de Som Imaginário, aquí como grupo de apoyo- también se benefician del molde tipo crooner que anega buena parte del disco, y el instrumental “A Transa” -recuperado por Françoise Hardy un año después, y con letra, en el imprescindible "La Question"- habla por si sola a través de su insondable melancolía. También merece destacarse la fantasmal “Día 5”, compuesta por Ruy Maurity y Jose Jorge.







A excepción de “Bicicletas, etc” (escrita por los compositores para cine Eduardo Souto Neto y Geraldo Carneiro), el resto del material de “Carne e Osso” (Odeon, 1971) sale de la inspiración de nuestro hombre. Mezclando contenidos puramente amorosos –“Momento do amor”, “Amanda”- con reivindicativos, propició auténticos quebraderos en la censura militar de la época, que en su ceguera y estupidez infinita decidía las más de las veces tirar por la calle del medio y cargarse canciones solamente por sospechas o intuiciones más propias de cerebros dañados, fanatizados y acomplejados que de gente medianamente sensata. “Carne e Osso” fue mutilado vergonzosamente, y no fue años después, en la era del cd, cuando pudo retomar su concepción original. ¿Las más “polémicas”?: “A Ilha” -¡anatema!- estaba dedicada a Cuba y a la revolución castrista –entre ritmos caribeños y apuntes de efluvios aflamencados-, y “Sarro de 30’”, que parece el inicio de una canción como tal y al que Taiguara parece meterle intencionadamente la tijera para denunciar todos los males que sufrían tanto el pueblo brasileño como artistas de su categoría.
Destaca sobremanera la apasionada y rotunda canción que da título al disco, oscilando en sobre una cuerda sin red entre la conflagración poética y el puro armisticio sentimental. Un disco desesperadamente hermoso.







Compuesto íntegramente por Taiguara, “Piano e Viola” (Odeon, 1972) vuelve a contar con los arreglos de Eduardo Souto Neto y ahonda en su particular toma de postura respecto a la canción melódica brasileña, rica en armonías, cambios de tempo y algunas guitarras ácidas. Incluye la premonitoria “Manhã de Londres” –un año después Taiguara acabará exiliado a la capital inglesa- y la muy explícita “Luzes”. “Fotografías” (Odeon, 1973) tiene como única composición ajena la muy dulce “Não tem solução” –de Dorival Caymmi y Carlos Guinle- y el resto vuelve a dar en la llaga: hablar de libertad y hacerlo alentando a los más vulnerables siempre es molesto para el fascismo –sea legal, constitucional o medio pensionista-. Es un álbum que allana de alguna manera el terreno al disco siguiente, influenciado ya de lleno por la psicodelia y los pasajes más o menos experimentales, más o menos oníricos –incluso bordeando el free jazz, como en “Nova York”-, pero siempre por delante con la dulzura y prestancia cadenciosa del autor de “Gotas”, quizá la mejor del lote.






“Imyra, Tayra, Ipy” (EMI-Odeon, 1976), considerado en los últimos tiempos la cima creativa de Taiguara, recoge toda la experiencia londinense en el ostracismo (con disco prohibido por la filial brasileña incluido: “Let The Children Hear The Music” (inédito hasta la fecha). Y no es para menos: los breves –pero densos- instrumentales orquestales en el inicio –“Pianice” y “Delírio transatlântico e chegada no rio”- nos predisponen a un “Público” henchido de saudade enfebrecida. Acompañado por una nómina que quita el hipo: Hermeto Pascoal, Toninho Horta, Jaques Morelembaum o Ubirajara Silva -padre de Taiguara-, “Imyra, Tayra, Ipy” tiene alma de disco histórico, inabarcable. Bossa nova flotante que no para de crecer –“Terra das palmeiras”, “Situação”-, tropicalismo –“Sete cenas de Imyra”, “Primeira batería”-, latin jazz presuroso –“A volta do pássaro ameríndio” o directamente apremiante -“Aquarela de um país na lua”, además de samba cinematográfica “Samba das cinco” conforman un crisol –complejo melódica e instrumentalmente- difícil igualable en su país  en la década de su confección. Incluye “Três Pontas”, primera del primer disco de Milton Nascimento.
El lío se arma con canciones del tipo “Como em Guernica” –interpretado en perfecto castellano- que, entre otras perlas, acusa de manera cristalina la represión existente –Brasil había pasado en esos días a una “dictablanda”: toma eufemismo-. Resultado: disco completo censurado a los tres días de publicarse (reeditado por fin hace apenas un lustro). Sea como sea, su obra maestra y también el comienzo del malditismo que no dejaría de acompañarle prácticamente hasta su muerte. Tras este trabajo Taiguara pasa a ser totalmente silenciado –volvió a ‘auto-exiliarse’ a raíz de este bonito recibimiento- y tan solo irá reapareciendo gracias a algún single suelto –“Porto de Vitória/Sol do Tanganica” (1981), adelanto de su siguiente disco- y ocasionales compilaciones.







El retorno en forma de álbum completo con nuevas composiciones se produce ocho años después con “Canções de amor e liberdade” (Alvorada-Continental, 1984), su única intervención discográfica en la década de los ochenta. Durante los años anteriores Taiguara ha vivido en varios países como Francia, España o Tanzania –donde trabaja como periodista-, pero no deja nunca de componer, como prometía en “Como em Gernica”. Aires de fado –“Índia”, “Mais valia”-, de canción porteña –“Tchê Tajira”, cantada en castellano o “Estrela vermelha”, refiriéndose a la explícitamente a la violencia institucional y las ansias de una libertad definitiva en su país-, de ranchera -“Voz do leste”-, o de bolero –“Anita”, ¡con arreglos robóticos!-. El lp, como se expresa desde la misma portada, es un homenaje a América Latina, a su fascinante diversidad y a su necesidad de una emancipación –son los años de transición democrática brasileña-, y en muchos momentos recuerda en tono al “Fina Estampa” de Caetano Veloso… solo que una década antes y casi todo ello con autorías propias. Un disco mucho más que digno: otra joya a cargo de un tipo con una infatigable sensibilidad siempre a prueba de bombas.








“Brasil Afri” (Movieplay, 1994), publicado en otro impasse de diez años con respecto a la grabación anterior, será el último disco en vida de Taiguara. Editado un par de años antes de su muerte, se trata de una colección que no ha perdido inspiración musical ni interés por la canción-protesta y cántico responsable: en “Samba de amor”, por ejemplo, habla encarecidamente de “reconstruir el país”. “Brasil Afri” tira de clasicismo formal y más que efectivo –bolero, bossa, mambo, trova, cool jazz-, con la capacidad acostumbrada para tocar la fibra, sin flaquear con experimentos contemporáneos o huecos caprichos conceptuales. Recupera en una nueva versión “Hoje”, uno de sus clásicos indispensables, del mismo modo que es rescatada la misma –esta vez en una toma en vivo, en los bonus tracks y acompañada de otros clásicos- dentro de “Ele vive” (Kuarup, 2014), el disco que recoge muchas de las composiciones censuradas en su día –a lo largo de varias décadas- y en muchos casos actualizadas con nuevos arreglos sobre el esqueleto confeccionado por el propio Chalar da Silva, con sonido de demo. Títulos como “Guerra pra defender” o “Tomou rebeldía” dejan muy a las claras el discurso de Taiguara, siempre implicado en un izquierdismo tenaz, transparente e idealista, además de otras destacadas como las proto-feministas “Moça da noite” y “Sexo escravo”. Un grande que, como se ve en los últimos tiempos, está siendo 'reconstruido' a nivel creativo y recolocado en el lugar de honor del que nunca jamás debieron despojarle.