viernes, 17 de mayo de 2024

Jessica Pratt, "Here in the Pitch"

 




Stephen Immerwahr, de Codeine, en una entrevista de hace 30 años se autodenominaba "un vampiro de los buenos cantantes folk". Esa frase, para hablar de Phil Ochs, Nick Drake o Syd Barrett, se me quedó grabada en la retina -en una época en la que, quitando algún artista brasileño, apenas salía uno del pop convencional de guitarras o teclados con más o menos distorsión-, y desde entonces se ha convertido en un pequeño objetivo para mí: descubrir esos cantautores -sean de la orientación que sean- que nos invitan a sumergirnos en las profundidades del alma; esos discos que, en sí mismos, encierran un mundo aparentemente delicado, quebradizo, y a los que nos debemos para no escatimarnos una caricia sobrecogedora, un recogimiento grave o un arrullo estratosférico.

Dejando a un lado a esos músicos clásicos antes citados -a los que podríamos añadir a Ruthann Friedman, Vashti Bunyan, Linda Perhacs, Leonard Cohen, Sibylle Baier, Bridget St. John, Wanda Warska o Nico-, en el presente siglo se pueden contar en realidad con los dedos de una mano trovadores de semejante calibre: los que primero me vienen a la cabeza -y que dispongan de una discografía solvente a todas luces- son John Southworth, Lotte Kestner, Marissa Nadler, Ichiko Aoba o Jessica Pratt.




Difícil tesitura en la que se encontraba nuestra protagonista tras haber firmado un disco tan excepcional como "Quiet Signs", su anterior registro en el ya lejano 2019. Y "Here in the Pitch", pese a no lograr alcanzar por muy poco el impacto de aquél, lógicamente cumple con nota altísima. "Life is", la canción que sirvió como adelanto hace unos meses, nos hizo recuperar de inmediato los dientes largos. Con esos tonos descoloridos en la producción -algo que se mantiene ejemplarmente a lo largo de la misma, gracias a Pratt y su mano derecha Al Carlson-, como de recuerdo cuasi-mitológico entre Roy Orbison y The Drifters, dando paso a "Better Hate" que, como en "Quiet Signs", se deja acunar por cadencias bossa nova (quien piense que esto es una novedad en ella está francamente despistado) y una exultante permutación de acordes y tonalidades, otorgándole esa riqueza armónica que solo saben escanciar las elegidas. Ese regusto brasileño, de hecho, se acrecentará definitivamente en "Get Your Head Out", "By Hook or by Crook" o la ingrávida "Nowhere It Was", como tras los recios pasos de un primer Carlos Lyra, por ejemplo.

"World on a String" o "Empires Never Know" son otras gemas de cajita de música de impecable ejecución -el trabajo de percusión, de tan sutil, parece transportarnos fuera del tiempo-, siendo la primera quizá la más importante del disco.

La espera mereció la pena. La sangre que añorábamos continúa siendo de calidad premium.

lunes, 13 de mayo de 2024

Pet Shop Boys, "Nonetheless"

 




Me temo que, como en el caso de Depeche Mode el año pasado, hoy tampoco voy a ser demasiado original. Si los de Martin Gore, hasta la publicación de "Memento Mori" no firmaban un disco reseñable desde "Ultra" (1997), PSB han hecho algo muy similar con "Nonetheless" desde "Yes" (2009): hacer un disco que superara dos absolutos desastres como fueron "Elysium" (2012) y "Electric" (2013), además de otros dos artefactos completamente insulsos y desfondados titulados "Super" (2016) y "Hotspot" (2020). Los dos primeros respondían al intento desesperado de -supuestamente- tratar de no perder el tren de los tiempos, echándose en brazos de la electrónica de baile más fútil para camuflar lo que era no más que inoperancia, y en los dos anteriores al nuevo "Nonetheless" a la preocupante escasez de talento (llámalo quizás simplemente agotamiento) aun queriendo volver a los sonidos más inmediatamente discernibles del dúo maravillas.






"Nonetheless", también hay que decirlo, no sorprende en absoluto y, afortunadamente, arriesga lo mínimo o incluso menos que eso. James Ford, el productor, como en el caso de otros trabajos en los que ha sido requerido, caso del citado "Memento Mori" -o "The Ballad of Darren" de Blur, otra apetecible recuperación- ha preferido con buen criterio ensalzar los mejores atributos de Neil Tennant o Chris Lowe antes que lanzarse a aventuras inquietantes que, a estas alturas, se ha comprobado ya que no tendrían demasiado sentido. Son diez canciones cuyas construcciones remiten caminos ya sobradamente transitados, pero no por ello menos celebrables o gratificantes. "Behaviour" o "Very" están en su ADN: opulentos arreglos orquestales, melancolía revitalizante y un retorno a las melodías y los dramas 'bigger than life', ahora de nuevo bien engarzadas, que tanto seguimos necesitando. Ya lo adelantó "Loneliness", el primer single de la última singladura, un más que resultón reinicio de las fantasías pop a las que nos tenían muy bien acostumbrados en su reinado, que se corresponde desde la segunda mitad de los ochenta a la primera de los noventa.






Pero también hay guiños manifiestos a los primeros discos (incluida la portada, en la onda de "Please" o "Actually"): el rapeado y el tono costumbrista de "New London boy" aluden de algunas maneras a "West End Girls", y "Dancing Star" al italo-disco sabrosón de "Domino Dancing". Pero son sobre todo las transiciones sinfónicas de "A new bohemia" y la triada final las que terminan de empoderar esta feliz reentré en nuestros corazones: "The secret of happiness" (más que posiblemente la mejor de todo el conjunto), con su desarmante mecedura brill building coloreada de easy-listening; "Bullet for Narcissus", entre el Hi-NRG, el restallido funk y esas guitarras a lo New Order (además de los dardos en la letra a los bufones de la extrema derecha que en tiempo real campan con total impunidad); y la tensional "Love is the law", que concluye sin remilgos y con pulsión de film neo-noir un álbum mucho más que digno.

viernes, 10 de mayo de 2024

El amanecer de todo, de David Graeber y David Wengrow

 




Los apellidos Graeber y Wengrow, entrelazados en un monumental ensayo (más de 700 páginas, provechosas notas incluidas) sobre una esforzada reinterpretación de los orígenes en los comportamientos y en la búsqueda de órdenes sociales del ser humano, comportan un estimulante mestizaje, cuerpo a cuerpo, entre arqueología y antropología (y no una relación sojuzgada de una respecto a la otra), donde sus vasos comunicantes tratan de desmitificar lugares comunes y asumidas teorías etnocentristas totalizadoras.

Esta "nueva historia de la humanidad", cuyo principal objetivo es hacer recapacitar a todo crítico sobre una linealidad a menudo indiscutida (o poco flexibilizada), se basa por otra parte en reivindicar el "work in progress" al que se ve inexorablemente sometida la recogida de elementos que nuestros ancestros fueron dejando en los subsuelos. Admitiendo las limitaciones que siguen existiendo para dar con los escenarios completos en toda la evolución hasta el día de hoy -por desaparición de pruebas- y reconfigurando valores y sentencias previas, a través de los descubrimientos recientes, de una disciplina todavía joven como es la arqueología.
Si a esto le añadimos la orientación marcadamente anarquista de al menos uno de los autores -Graeber, fallecido en 2020, cuando este trabajo que llevó diez largos años estaba prácticamente acabado, y que no pudo ver publicado-, orientación que se deja translucir en muchos de los pasajes del libro, las expectativas de un vuelco conceptual y doctrinal quedan más que colmadas.





Partiendo de la reprobación de la dualidad hobbesiana/rousseauiana que marca estancadamente -al menos en Occidente- la toma de partido entre la moral del poder y del deber ser, Graeber y Wengrow someten los darwinismos sociales e igualitarismos varios a una inspección exigente. Pero también a los a menudo ambiguos conceptos de libertad o propiedad privada, y cómo culturas y sociedades a lo largo de los tiempos -y muchas de ellas menospreciadas por poco analizadas o tenidas en cuenta- han podido gestionar dichas concepciones. Y aquí reside la revolución del estudio: en acercarse a estas ideas tratando de extirpar en la medida de lo posible el prisma al que, investigadores del "primer" mundo, siguen sujetos prejuiciosamente. En definitiva: abrir el campo de juego.

A partir del capítulo 10 la cosa se pone especialmente potente. Bajo el título "¿Por qué el Estado no tiene origen?", Graeber y Wengrow nos recuerdan para empezar que "el Estado debía definirse como toda institución que reclame el monopolio sobre el uso de la fuerza coactiva dentro de un territorio" y cómo algunas sociedades mesopotámicas, mesoamericanas o del Extremo Oriente, basándonos en descubrimientos arqueológicos actualizados, apenas contaron con dicho condimento que, deberíamos convenir, en la actualidad y desde hace al menos 200 años tiene en los Estados modernos su principal anclaje. Si partimos que el Estado en sí mismo es herramienta de control social a través de la violencia -explícita o implícita-, en muchos momentos del pasado no fue así, lo cual abre posibilidades de futuro -expectativas-  de otros tipos de organización y convivencia. Se demuestra cómo los reinados de antaño ejercían un poder a menudo bastante restringido y cómo, gracias al veneno de la burocracia, aglutinaron otro mando todavía más pernicioso por extenso y sumamente invasivo. Y cómo "la mezcla de soberanía con sofisticadas técnicas administrativas para almacenar y tabular información introduce todo tipo de amenazas a la libertad individual -crea la posibilidad de estados de vigilancia y regímenes autoritarios-". Si a eso añadimos toneladas de carisma político tenemos el menú completo del que se compone el Estado moderno. Aunque, como nos recuerdan los autores, se vistan todos ellos aparentemente de cuidado, devoción y filantropía. Esto no fue siempre así, y lo que es más esperanzador: demuestran en estas páginas que la sucesión de los acontecimientos -de la que, probablemente, no tendremos nunca la secuencia completa- invitan a pensar que las actuales concepciones no tienen por qué ser la consecuencia lógica en la concreción social humana.




Igualmente se alude a la sacrosanta democracia como "variante de las antiguas competiciones aristocráticas (...) en forma de elecciones" bajo el manto del "sacrificio (...), sombra que acecha tras este concepto de civilización: el de (...) la vida misma, siempre en nombre de algo incalcanzable, sea un ideal de orden mundial, el Mandato Celestial o bendiciones de dioses insaciables". Por el contrario, "las pruebas físicas que dejaron atrás formas comunes de vida doméstica, ritual y hospitalidad nos muestran (otra) profunda historia de la civilización. En cierto modo es mucho más inspirador que los monumentos. (...) los hallazgos más importantes de la arqueología moderna  (son) esas vibrantes, extensas redes de parentesco y comercio, en las que quienes se apoyan principalmente en especulaciones habían esperado ver tan solo "tribus" aisladas y atrasadas".

Una nueva reinterpretación de la historia -basada en rigurosos hallazgos materiales- es factible, nos hace calibrar de una manera menos melancólica las transformaciones que han llevado hasta aquí y afrontar con menos pavor el futuro. De eso va este regalo.

miércoles, 8 de mayo de 2024

KCIDY, "Quelque chose de bien"






Pauline Le Caignec es teclista y segundas voces en Satellite Jockey, grupo afincado en Lyon con disco también en este 2024. A los segundos los podemos situar en la onda de Orwell, aunque por derroteros más ásperos que los del combo de Jérôme Didelot. Por otro lado, y bajo el apelativo de KCIDY, este "Quelque chose de bien" es la tercera entrega en solitario de Le Caignec y, sin lugar a dudas, la más rotunda hasta la fecha, con o sin compañeros de por medio.

Su andadura individual comienza con "Lost in Space" (AB, 2017), bajo parámetros dream-pop y considerable carcasa electrónica, lo que ya entonces hizo distanciar su propuesta de la de Satellite Jockey en los modales juguetones y la limpieza de arreglos. "Les gens heureux", de 2021, la resituó en estándares más new wave -siempre entendidos bajo la muy particular idiosincrasia francesa, claro-, algo que en "Quelque chose de bien" se ha subrayado aún más. En este sentido, su decidida apuesta por recuperar los sonidos y la instrumentación de finales de los setenta me hace emparentarla con la finlandesa Litku Klemetti de hace un lustro, aunque sin la sana enajenación de esta.




Fundiendo las enseñanzas de Elli & Jacno o los Taxi Girl más pop con la afectación de las cantantes ye-yés de los sesenta -France Gall es lo que primero que viene a los oídos- fluye el arranque del disco, desde "Mon sac est lourd" y el hit "Soudain une envie" hasta, pongamos, "Collier de pluie". Pero la energía y la frescura, unidas a una perfecta delineación melódica, no cesan o se vienen abajo en ninguno de los catorce cortes que componen la obra, intercalando esa efervescencia con baladas de sentido y añoranza en la mejor tradición pop gala, como es el caso de  "J'ai tant attendu", "Camille" y "Octobre". En medio se cuela, a modo de incentivo extra, el guiño tropical de "Mélodie", que siempre colorea y da esplendor.

Un artefacto dulzón y magnético de afanoso clasicismo que debe tenerse muy en consideración: resuelve con creces su perseguido efecto placebo.