miércoles, 14 de agosto de 2013

Relatos de un bebedor de éter, de Jean Lorrain





Siendo mayormente autobiográficos (“Confesiones de un inglés comedor de opio” de Thomas De Quincey, “Morfina” de Mijaíl Bulgákov), puramente analíticos (“Los paraísos artificiales” de Charles Baudelaire) o una mezcla de ambos enfoques (“El vino y el hachís”, del autor de “Las flores del mal”), tanto los precedentes como alguno de los posteriores escritos literarios relacionados con la adicción se topan casi a mitad de camino con los relatos de Jean Lorrain, el denominado “Oscar Wilde francés”, más propensos a profundizar en una narración hasta cierto punto distanciada y efectista, eso que el propio De Quincey denominó como “literatura del poder”, en contraposición a la literatura de la experiencia, didáctica y puramente utilitarista. Si en la obra de este último asistimos a la prospección vital de una evolución toxicómana marcada por la necesidad de apaciguar una dolencia fisiológica súbita (perfectamente estudiada a su vez por Baudelaire en su pasquín) que conseguirá atenuar con el paso del tiempo, y en la de Bulgákov, por ejemplo, a la imposibilidad completa (más bien orientada al cálculo puramente científico) por muy similares presupuestos que desembocará en una catástrofe inevitable, la colección de relatos de Lorrain -con la inhalación como leitmotiv- cuartea sutilmente la implicación del autor en sus supuestas servidumbres drogodependientes. Queda para su semblanza personal la morbidez insistente que terminaría arruinándole físicamente.





Así sus relatos adquieren, en la mayoría de los casos, una pátina de ficción que prioriza las virtudes puramente artísticas en detrimento de la crónica y la (auto)exculpación que llegaron a protagonizar los ejemplos arriba descritos. Para situar los de Lorrain, con el fin de alejarle de la tradición terrorífica más añeja, se ha hablado a menudo de Edgar Allan Poe como conductor de una nueva sensibilidad en el claroscuro, pero en narraciones como “Una noche turbulenta” se advierte una puesta al día de los presupuestos góticos de Lewis o Maturin a través de estancias cerradas y ensoñaciones truculentas bajo el palio de una explicación convincente con un feliz punto de desaliño de apariencia cabal.
“La casa siniestra” (dedicada a Joris Karl Huysmans, el autor de la refinada “A contrapelo” o la satánico-costumbrista “Allá lejos”) antecede (o recuerda más bien) al “Golem” de Meyrink, gracias a esa descripción huraña no solamente de la dependencia de su principal inquilino, sino principalmente por la que se hace de las habitaciones y los alrededores de la vivienda en cuestión en medio de una potente querencia onírica.





Los personajes de Lorrain (hay que adivinar qué grado de autobiografía encubierta hay en cada uno) se encuentran poseídos por un hábito ya descontrolado la mayor parte de las veces, que origina agudas visiones fantasmagóricas y amenazantes.

“Un crimen desconocido” es quizá la más paradigmática de las aportaciones. Entre el voyeurismo y las dosificadas muestras de planteamientos policiales (cercanos a la crónica negra) cumple con el referido distanciamiento para conminar una serialización de los propios abusos.


Para los amantes de los cuentos relacionados con la figura de “el doble”, con título homónimo podrán asistir aquí a otra de esas desasosegadas narraciones donde el delirio y la ambigüedad se apoderan del ritmo de las pulsaciones.





Los “Relatos de un bebedor de éter” transpiran una perniciosa claustrofilia, ya sea a través de hogares urbanos, casas de campo, bares turbulentos, locales con espectáculos de moral disipada (una constante en los textos de Lorrain) o espectrales recorridos por la ciudad. Tienen la duración perfecta (van directos al corazón del método), están escritos con suma exquisitez –guiños de esteta por doquier- y acaban de manera tajante y estilosa. Al final, como diría Baudelaire en su tratado sobre moralidad, “la voluntad, la más preciada de las facultades, es, principalmente, quien ha sufrido mayores estragos”. Aquí semejante aserto también se cumple convenientemente, dejando una sensación de hormigueante indefensión tanto en cuerpo como en espíritu.

¿Unas gotas?

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