Siendo mayormente autobiográficos (“Confesiones de
un inglés comedor de opio” de Thomas De Quincey, “Morfina” de Mijaíl Bulgákov),
puramente analíticos (“Los paraísos artificiales” de Charles Baudelaire) o una
mezcla de ambos enfoques (“El vino y el hachís”, del autor de “Las flores del
mal”), tanto los precedentes como alguno de los posteriores escritos literarios
relacionados con la adicción se topan casi a mitad de camino con los relatos de
Jean Lorrain, el denominado “Oscar Wilde francés”, más propensos a profundizar
en una narración hasta cierto punto distanciada y efectista, eso que el propio
De Quincey denominó como “literatura del poder”, en contraposición a la
literatura de la experiencia, didáctica y puramente utilitarista. Si en la obra
de este último asistimos a la prospección vital de una evolución toxicómana
marcada por la necesidad de apaciguar una dolencia fisiológica súbita
(perfectamente estudiada a su vez por Baudelaire en su pasquín) que conseguirá
atenuar con el paso del tiempo, y en la de Bulgákov, por ejemplo, a la imposibilidad
completa (más bien orientada al cálculo puramente científico) por muy similares
presupuestos que desembocará en una catástrofe inevitable, la colección de
relatos de Lorrain -con la inhalación como leitmotiv- cuartea sutilmente la
implicación del autor en sus supuestas servidumbres drogodependientes. Queda
para su semblanza personal la morbidez insistente que terminaría arruinándole físicamente.
Así sus relatos adquieren, en la mayoría de los
casos, una pátina de ficción que prioriza las virtudes puramente artísticas en
detrimento de la crónica y la (auto)exculpación que llegaron a protagonizar los
ejemplos arriba descritos. Para situar los de Lorrain, con el fin de alejarle
de la tradición terrorífica más añeja, se ha hablado a menudo de Edgar Allan
Poe como conductor de una nueva sensibilidad en el claroscuro, pero en
narraciones como “Una noche turbulenta” se advierte una puesta al día de los presupuestos
góticos de Lewis o Maturin a través de estancias cerradas y ensoñaciones
truculentas bajo el palio de una explicación convincente con un feliz punto de
desaliño de apariencia cabal.
“La casa siniestra” (dedicada a Joris Karl Huysmans,
el autor de la refinada “A contrapelo” o la satánico-costumbrista “Allá lejos”)
antecede (o recuerda más bien) al “Golem” de Meyrink, gracias a esa descripción
huraña no solamente de la dependencia de su principal inquilino, sino
principalmente por la que se hace de las habitaciones y los alrededores de la
vivienda en cuestión en medio de una potente querencia onírica.
Los personajes de Lorrain (hay que adivinar qué
grado de autobiografía encubierta hay en cada uno) se encuentran poseídos por
un hábito ya descontrolado la mayor parte de las veces, que origina agudas
visiones fantasmagóricas y amenazantes.
“Un crimen desconocido” es quizá la más
paradigmática de las aportaciones. Entre el voyeurismo y las dosificadas
muestras de planteamientos policiales (cercanos a la crónica negra) cumple con
el referido distanciamiento para conminar una serialización de los propios
abusos.
Para los amantes de los cuentos relacionados con la
figura de “el doble”, con título homónimo podrán asistir aquí a otra de esas
desasosegadas narraciones donde el delirio y la ambigüedad se apoderan del
ritmo de las pulsaciones.
Los “Relatos de un bebedor de éter” transpiran una
perniciosa claustrofilia, ya sea a través de hogares urbanos, casas de campo,
bares turbulentos, locales con espectáculos de moral disipada (una constante en
los textos de Lorrain) o espectrales recorridos por la ciudad. Tienen la
duración perfecta (van directos al corazón del método), están escritos con suma
exquisitez –guiños de esteta por doquier- y acaban de manera tajante y
estilosa. Al final, como diría Baudelaire en su tratado sobre moralidad, “la
voluntad, la más preciada de las facultades, es, principalmente, quien ha
sufrido mayores estragos”. Aquí semejante aserto también se cumple
convenientemente, dejando una sensación de hormigueante indefensión tanto en
cuerpo como en espíritu.
¿Unas gotas?
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