Romántica, parnasiana y
finalmente modernista, la uruguaya María Eugenia Vaz Ferreira fue la gran pionera
de la poesía latinoamericana femenina allá por finales del siglo XIX y
principios del XX. Entusiasta del soneto y del romance, volcó todas sus espectativas
líricas en el amor, el sino y la muerte. Quizá consciente de una situación
excepcional dentro de la escena literaria de su país, escribió en un entorno y
un tono a salvo de amenazas libertinas e injerencias colectivas, concentrada en
la pureza de sentimientos primigenios y perennes.
“La isla de los cánticos”, su
libro póstumo e indiosincrásico, como dice Sylvia Puentes de Oyenard en el
prólogo de esta edición “alerta sobre la
vocación del canto y un destino de soledad y aislamiento. Una isla refiere al
espacio de dificil acceso, es símbolo de un centro espiritual, de entorno
sagrado”.
Aunque cometa el error de
circunscribir la belleza poco menos que a una mera cuestión visual (“Aunque el ciego te ignore”, dice en
“Oda a la Belleza”) su poesía se sobrepone gracias al rigor métrico y a la ortodoxia
de su imaginario, comprometido con la independencia que da ese carácter tenaz que
le acompañara toda su vida.
“El ataúd flotante” habla de un
destino inmanejable, fatal (“veo la
sombra de tu mancha negra”) que sólo puede tener un desenlace más allá del
tiempo y la conciencia.
“Invocación”, llena de imágenes
poderosas, reduce a su protagonista -la noche- a símbolos retóricos como el
escenario pragmático, mundano e ilusorio o el único refugio inexpugnable al que
aspirar. “Invitación al olvido” exhorta de manera brillante y en escasos versos
la separación; “Heroica” el deseo de un soporte sobrehumano que pueda casar con
“el corazón de la rebelde fémina”, es
decir, compartir en armonía el fuego interior de la autora.
Cómo no sentir un hormigueo
ante esa mezcla de amenaza y deseo en “La estrella misteriosa”, fascinante e
inalcanzable. El poder arrollador de la palabra es el leiv motiv de “Canto verbal” para después “Enmudecer” pues:
“Quien no sabe estar alegre
rime a sí mismo su mal.
Por eso enfundo mi flauta,
La del ambiguo cantar,
Y quien me escuche, oiga sólo
Mi paso en la soledad"
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