martes, 2 de agosto de 2022

La tragedia de Espartaco, de André Prudhommeaux

 





Una muy buena noticia editorial dentro del mundo libertario en 2021 fue el rescate por parte de Milvus y El Salmón de algunos de los escritos más interesantes y clarificadores del pensador francés André Prudhommeaux -amigo e introductor de Albert Camus en los círculos ácratas de mediados del siglo pasado-, ya que los más conocidos de este editor hasta ahora eran los textos dedicados a la Revolución Española y otros de ámbitos revolucionarios de los años treinta. Con algún que otro ángulo que hoy podría ser malinterpretado o que quizá ha quedado obsoleto, el grueso de los juicios que despliega este ingeniero agrónomo aquí -enmarcados dentro del contexto de las décadas de los cuarenta y cincuenta- están más vivos que nunca, en un entorno como el actual acorralado por pandemias, guerras, desabastecimientos, injerencias elitistas, pésimas planificaciones y desconciertos ideológicos.

La Historia, configurada a través de sus hechos, tiene en la leyenda y -nos permitimos añadir-, a su vez, en el acomodo embellecedor y/o interesado de los mismos, el sostén fundamental de sus relatos y de sus propósitos. Bajo este aserto Prudhommeaux canaliza en el escrito “La tragedia de Espartaco” su crítica al marxismo (finalmente más incisiva que la de otros pensadores libertarios ocupados en dicha faena como el alemán Landauer o la paisana de aquél Simone Weil), y en el que nos recuerda el carácter puramente dogmático y catequizante de dicha filosofía, más ocupada en el moldeado disciplinador de la masa homogeneizante -con el progreso como acto de fe raramente sustituible y el proletariado como casi único actor protagonista- que en el análisis, impulso o enmienda constructiva de los diferentes estratos y sensibilidades en sus múltiples combinaciones pasadas, presentes y futuras… Una vez cristalizada en experiencias teóricamente tangibles, la propia costumbre nos demuestra que la desarticulación transformadora e incluso la privación del mandato “sagrado” se imponen, quedando reducidos los propósitos a una desvirtualización de lo prometido con gran pompa en pos de la empecinada autoridad reductora, la propaganda del mal menor y el continuo remiendo de las posibilidades frente a los movimientos del “antagonista” y sus aparatosos encontronazos con este. En definitiva, la supuesta propulsión del proletariado como maquinaria protagónica del curso de los acontecimientos queda adelgazada por otra más inflexible, “posible” y persuasiva: la de la burocracia armada con la voluntad de ese conjunto de cuya liberación dependía el porvenir de cada uno de los integrantes de la especie humana.





Es esa consecuencia belicista la que le sirve a Prudhommeaux en el artículo que da título genérico a esta recopilación para tratar someramente la correspondencia entre el movimiento espartaquista alemán de 1919 y su empeño liberador con la fuente inspiradora que fue propiamente la rebelión esclava hacia Roma del siglo I a. C. protagonizada por el famoso gladiador del que se aprovechó su nombre para bautizar la propuesta. La conclusión desnuda la asimetría irresoluble entre herramientas destinadas a la mera contienda (efecto negativo, nihilista) y las destinadas a la creación, el alimento y la cooperación (efecto positivo, libertador). La conjunción de ambas, tan hiper-representadas en desfiles a modo de tótem “izquierdista”, nos vendría a decir Prudhommeaux, no es más que un forzado fracaso y una aberración sistémica si las primeras no se erradican del devenir planetario revolucionario.

“Necesidad de la autarquía” sustenta en su etimología la defensa del gobierno de uno mismo. Para ello hay que desprenderse del significado manido que siempre se tiene en mente, que no es otro que el del Estado aislacionista, escasamente aperturista y atiborrado del síndrome de Estocolmo. Para que, además del individuo, una sociedad más amplia pueda aspirar a una autarquía higiénica, serena y próspera, es necesario que dicha sociedad ostente los recursos naturales suficientes para poder funcionar y eliminar el militarismo de su autoconciencia. Las prácticas autárticas que más se han acercado a estos presupuestos, indica Prudhommeaux, han sido en aquellas zonas donde el sector primario se ha mantenido fuerte o al menos se ha intentado devolver su vigor de antaño, poniendo como ejemplos la España Revolucionaria de 1936 o la Ucrania de 1917, territorios casualmente con contextos donde las prácticas libertarias y de autogestión fueron la vanguardia. Una opinión que en la actualidad mantiene su vigencia si miramos los ejercitamientos, por ejemplo, en Rojava -al norte de Siria, granero de aquel país-, o en la Ucrania actual -gran proveedor europeo-, campo de batalla por los bienes más elementales para la supervivencia -en medio de las ansias de colonización imperialistas- que aún mantiene ciertas estrategias e intenciones marcadamente anarquistas. En consonancia con los textos anteriores, y apelando por la lucha contra el abuso y la violencia ejercida por el entorno -representado en su principal bestia, el Estado- está el “Principio de autonomía”, entendido como autodefensa y resistencia positivas ante el atavismo estatal.





Pone en “¿Marxismo o anarquismo?” ambas posturas frente a frente. Al comunismo (insertado en su figura teórica principal) le otorga los términos de control, autoritarismo, totalitarismo ideológico -si lo criticas mucho eres directamente ‘anti-comunista’, ya saben- y aptitudes como la compra de voluntades (escaseando las de los propios anarquistas, que han sido masacrados o encarcelados por los marxistas en cuanto estos han tocado algo poder onmímodo) así como la falsa transitoriedad de sus (con)cesiones, algo que se seguirá manteniendo hasta nuestros días. Es el sumum de las ideologías, la táctica revelada según el sacrosanto “Capital”…: nada más devoto y, por defecto, aniquilador. Es anti-científico desde el mismo momento en que el Estado marca las pautas desde posiciones cerradas, indiscutibles y violentamente desafiantes. La confrontación podría resumirse de la siguiente manera: “ciertamente el marxismo, como el catolicismo, el judaísmo, o la religión mahometana, tiene respuesta a todas las preguntas; pero el anarquismo tiene una pregunta para cada respuesta”. El anarquismo es reivindicado como lo que siempre ha pretendido per se: ser un pensamiento libre, abierto, en constante (re)creación, ajeno a impulsos dogmáticos y completamente alejado de tentaciones abusivas.

En “Sobre el concepto de norma económica” habla sobre “la dominación de los [grupos] improductivos sobre los productivos”, algo evidente -hoy lo improductivo estaría rediseñado y sistematizado como especulativo- y posible siempre fundamentalmente desde la superioridad bélica y, por ende, desde el sometimiento vorazmente destructor de las clases parasitarias a las que el comunismo dictatorial no ha sido nunca ajeno a través del colapso en las relaciones restrictivas que ha impuesto en sus experimentos de mando.






En otros artículos, como “Las uvas de la ira”, reivindica la agricultura y las pequeñas sociedades creadas a su albor, ajenas a interferencias tecnocráticas y a la estructuración militar. Dentro de “La lucha de clases en 1956” se incide en la misma idea: la burocratización del trabajo productivo sólo puede conducir a una automatización fría y desnaturalizada de recolectores, campesinos, etc., en pos del dogma de una eficiencia que enmascara un control férreo de los medios por parte de aquellos que no intervienen de facto en la producción. Algo que, como indica nuestro protagonista, se encargaron de disciplinar los bolcheviques en todos aquellos territorios que necesitaban ser “proletarizados”, para sentenciar: “el futuro de la burocracia está en contradicción con el futuro de la humanidad”.

La recta final de la compilación está destinada a reflexionar sobre el alcance de la ciencia y el recurso doctrinal a la que ésta se adhiere en último término en demasiados casos. Prudhommeaux reivindica su esencia en constante transformación, evitando el encajonamiento divino -y por tanto indiscutible- de sus conquistas a menudo susceptibles de volver a debatirse y reconfigurarse. Una ciencia prudente que no dé por inamovibles ni sus descubrimientos ni sus deducciones.

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