jueves, 20 de enero de 2011

Aguas turbias (André De Toth, 1944)



Uno de los atractivos de cierta serie negra de los años cuarenta está en la suplantación de determinados valores del cine de horror de la década anterior, en declive tras la sobreexplotación de sus arquetipos. Así, y hasta la llegada de las “nuevas olas” de regeneración cinéfila (ciencia ficción de los años 50, la Hammer y el resurgimiento del suspense de los años sesenta en Inglaterra, por poner algunos ejemplos), la década en la que tiene lugar “Dark Waters” funcionará como mantenedora de ingredientes específicos del terror “universal” pero con formas más sutiles, eludiendo planos evidentes y sosteniéndose mayormente en esos argumentos detectivescos, “negros”, para dar salida a los más recónditos temores e insinuaciones.

Antes de pasar a la historia con “Los crímenes del museo de cera” y dedicarse en el tramo final de su carrera a innumerables westerns, André De Toth, también conocido como el Pirata, realizó esta discreta –para la crítica- cinta de malos sueños, obsesiones, sospechas y poética sombría. Una joven superviviente del hundimiento de un barco donde han perecido sus padres, tras una temporada convaleciente en el hospital, va a encontrarse con unos familiares a los que no conoce y que son en ese momento la única tabla de salvación tras la debacle. De Toth la traslada a los fangosos e impredecibles latifundios de Luisiana, en una atmósfera tan falsamente apacible como el comportamiento de cada uno de los habitantes de la casa donde irá a parar para conocer a esos tíos lejanos. Metáfora sobre el a menudo desconcertante e inconsistente destino de una labor cinematográfica como la de André, alma libre en la rigurosa estructura de Hollywood.




La clave de la película no está ya en el desenlace a tanto entuerto, a tanta angustia y a tanta molestia, sino en la sensación de que ni siquiera el médico que pretende a la protagonista –otra Rebeca indefensa y desamparada- y que se comporta como su ángel guardián durante todo el metraje parece trigo limpio. Ni tan siquiera –afortunadamente- en ese final más bien abierto donde la ambigüedad del galeno se mantiene intacta.

“¿Han estado alguna vez en un funeral en el que el oficiante olvidara el sermón?, ¿han estado?. ¿Y que la persona que estuviera a su lado muriera, y la echaran por la borda, y que su único pensamiento fuera que hay más agua para beber?. Y que no le importara si estaba muerta, y que un marinero se levantara y dijera: "Oh, Dios, entregamos este alma a tu cuidado". Y que no pudiera recordar más. Y que entonces el hombre que estaba a su lado dijera: “… a las profundidades…”. Alguien había muerto.”
Es lo que pregunta la protagonista mirando a cámara al comienzo de la cinta y que, en un maquiavélico y perverso cierre de círculo, parece devolverle De Toth en la última escena de la película. Eso es lo que hace de “Aguas turbias” un thriller psicológico más que respetable, reconfortante y efectivo. Y es que además de una nómina de actores convincente –con tanto oficio como su director-, un guión esquemático pero bien perfilado y sin fisuras, una atmósfera inquietante –pueden sentirse los mosquitos y las interminables lianas que se confunden con el pantano- y una fotografía eficaz, no hay nada como una última sugerencia antes de los créditos: siempre podría haber otra película.

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