“Crime Does Not Pay” (“El crimen no compensa”), aparte de serial comiquero, fue en los años 40 del siglo pasado serial radiofónico (sin tener ambos nada en común) y también serial de cortometrajes de la compañía MGM que, aquí sí, fue inspiración del radiofónico, que trató de adaptarlo escrupulosamente. El de películas cortas se implantó a mediados de los años treinta, en un momento clave: el advenimiento reaccionario del código Hays en el cine estadounidense, que cortaba el paso a cierto progresismo que había funcionado a modo de desahogo conductista en Hollywood con la aparición del sonoro. Este Crimes Does Not Pay del celuloide aguantó hasta 1947, y si en sus inicios fijó su conservadurismo en -entre otras muchas cosas- desmitificar la imagen romántica y amoral del gángster que había tenido el favor del periodo anterior, en su última etapa declinó impotente ante el empuje imparable de un film noir ya asentado en perfiles de una ambigüedad no exenta de cierta complejidad especulativa y de una crítica social solapada que, de alguna manera, solo pudo tratar de ser cercenada de raíz posteriormente con la caza de brujas del macartismo. En medio de todo ello, una sucesión de trabajos fuertemente aleccionadores donde el orden y la ley se acababan imponiendo siempre frente a aquellos “parias” que, de muy diferente manera (es de rigor reconocer la versatilidad temática de la serie), trataban de transgredir las buenas costumbres y los mejores comportamientos del buen ciudadano medio yanki.
“The Luckiest Guy in the World” fue la última muestra del ciclo -y, de momento, la mejor con diferencia del lote gracias a la loable y denodada labor de la web especializada Noirestyle, que ha subtitulado en los últimos meses la mayor parte de los cortometrajes- como consecuencia de una atmósfera que subrayaba la mórbida fatalidad del protagonista a través de una sucesión de incidentes azarosos que, de casi pura chiripa, le colocaban en una posición de ventura ilusoria. La historia no era original, y ni tan siquiera el tratamiento: al visualizar los 21 minutos con flashback fantasmal acompañado de música incidental inquietante, con una muerte inesperada y una turbia suplantación de identidad no podemos evitar pensar en la quintaesencial “Detour” de Edgar G. Ulmer perpetrada dos años antes. Y esta referencia, créanme, hace ganar muchos puntos a poco que se logre, como es el caso, “intranquilizar” al espectador. Desempeñada en el papel principal por Barry Nelson -futuro James Bond televisivo-, su rostro aniñado imprimía además al episodio un matiz muy convincente para quien oficiaba de malogrado comisionista inmobiliario carcomido por las deudas y la adicción irrefrenable a las apuestas de las carreras de caballos. Arrastrado por los acontecimientos, se verá envuelto en una pugna, esta sí, cuyo desenlace vendrá del lado y en el momento más imprevistos, después de sortear con alfileres un destino irreal.
Fue dirigida por un todoterreno de la época, Joseph M. Newman, que a partir de 1939 se incorporó a la nómina de realizadores de la serie -incluyendo pesos pesados como Jacques Tourneur, Joseph Losey o Fred Zinnemann- convirtiéndose en asiduo y prácticamente vertebrador del producto. Aprovechó la frecuencia para experimentar temáticas entonces casi inéditas como los alumbramientos clandestinos en el caso de “Women in Hiding” y que años más tarde desarrollaría en uno de los más audaces film noirs de finales de los 40: “Abandoned”. Y es que fue más o menos a partir de “The Luckiest Guy in the World” cuando comenzó la época más fructífera en términos artísticos de Newman: a la citada “Abandoned” (1949) habría que destacar la policiaca “711 Ocean Drive” (1950) o la perturbadora “Dangerous Crossing” (1953), perlas exclusivas en una trayectoria estajanovista que trabajó en muy diversos géneros, pero que tuvo en el western el filón alimenticio principal.
Precisamente es la muy efectiva y ágil “711 Ocean Drive” la que comparte recursos de guión con “The Luckiest Guy”: la desempeñada como primer espada por Edmond O’Brien también está ambientada en el mundo de las quinielas hípicas, su actor principal igualmente sucumbe a la tentación que genera la ambición desmedida por las triquiñuelas y el dinero fácil y, de nuevo, es la fe ciega en el papel protector de la policía la que tiñe a modo de escamosa moraleja los títulos finales de crédito.
Porque, como dice Charles Vurn en “The Luckiest Guy” a modo de coda mefistofélica: “lo único que necesitas es un par de oportunidades, y nada puede detenerte”.
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