Admirado por autores posteriores tan dispares como Sthendal, Baudelaire, Gérard de Nerval o Paul Valéry, y censurado por su bestia negra contemporánea, que no fue otro que el Marqués de Sade, Rétif de la Bretonne puede considerarse hoy en día como un precedente de autor todoterreno, periodista a pie de obra y, en definitiva, ejemplar bizarro de la más confusa calaña.
Practicó la novela erótica –espoleado por los arrebatos del autor de “La filosofía del tocador”- y fue entre otras muchas cosas una involuntaria correa de transmisión milenaria en el arte de la inscripción, en las superficies más insospechadas y variadas, también a menudo las más cercanas. La historia del graffiti o de los epigramas del más variado pelaje, desde los egipcios o romanos a los actuales en cualquier urbe, pequeña o grande, tiene en Rétif un eslabón nada desdeñable. Esparció por su querida isla de San Luis, en París, muchos pensamientos, fechas, sentencias o sospechas.
Pero en lo que ha tenido el honor de ser muy reivindicado en los últimos tiempos ha sido en la voluminosa serie de correrías que tituló genéricamente “Las noches de París” (donde las dos obras de esta entrada están incluidas), donde realiza un sintomático trazado por la evolución de una ciudad primero dominada por el Antiguo Régimen, ya entonces exhausto, y la creciente intensidad de una Revolución Francesa que logrará dar una vuelta de campana a una sociedad hambrienta de cambios y voces hasta entonces inéditas.
El proceso es sencillo, tosco y entusiasta: nuestro autor se echa literalmente a la calle y recoge el pálpito de un pueblo que pasa de un encierro inmemorial al festín del atropello y la insubordinación más acuciante, mezclando los acontecimientos con una mutación personal desde el punto de vista político, que pasa de un liberalismo que aún hereda la férrea defensa de unos valores hasta entonces inamovibles –monarquía, nobleza-, hacia el abrazo de una insurrección estamental no exenta de la comprensible incertidumbre, una mutación aun así siempre sostenida por el amor a la patria francesa y su inmarchitable identidad. Así, su lectura nos asalta con pequeñas historias dentro de la Gran Historia a cada esquina que dobla, a cada acontecimiento que hace saltar por los aires su compromiso con Luis XVI y su creciente advenimiento al ala jacobina, aunque siempre con reservas.
En “El espectador nocturno” Rétif aún procede como un gentleman emotivo, ataviado con sus sempiterna capa y su inseparable talismán y más preocupado por exclusivas preocupaciones estéticas, literarias –él y su pulso con el antagonista Sade-, anotando al final del mismo esas suspicacias que tomarán definitiva forma en “Las noches revolucionarias”, donde se institucionalizará el asalto y donde las cabezas empezarán a rodar de manera inevitable, teniendo a nuestro hombre como un corresponsal por cuenta ajena siempre atento y dispuesto a robar horas al sueño a cambio de “fotografiar” instantes expeditivos. De la noche cerrada y supersticiosa del primer volumen a la aurora explosiva y brutal del segundo.
Rétif es un espíritu inestable, a menudo contradictorio, siempre marcado por la invencible necesidad de expresarse, sea donde sea y, con el escaso pudor del qué dirán, reconvertido en perfecto representante de la convulsionada y confusa sociedad de su tiempo. El privilegiado paparazzi de un nuevo orden.
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