Es uno
de los grupos más infravalorados –sí, ese adjetivo tan desgastado ya- de los
últimos veinte años. Ya sea porque su fórmula nunca se ha distinguido por la
originalidad, la rareza o la anécdota –y, por tanto, siempre han sido blanco
fácil a la hora de minimizarlos con respecto a otros próceres del ramo- o
porque sus lanzamientos se han movido siempre entre la discreción –han pasado
por diferentes (y exquisitas) compañías, pero la promoción siempre ha quedado en lo justo-, casi nunca les
habrán visto aparecer en las dichosas listas de fin de año y rara vez habrán
escuchado a alguna estrella del indie citarles como referencia y/o tesoro
oculto a reivindicar.
Sin
embargo, es una de las células creativas más poderosas y consecuentes en todo
ese tiempo. Liderados por los hermanos Navin, funcionan como dúo
que-se-acompaña-de-otros-músicos. No son los Pet Shop Boys pero bien podría
tratárseles como precursores de formaciones con presupuestos similares del tipo
Junior Boys. Desde luego, para los que apreciamos cada día más la calidad de
vida del pop sofisticado más o menos clásico, además de necesarios se nos
antojan superiores a otros grupos de semejante “savoir faire”.
Después
de formar parte de la escena art-punk de Chicago en los años ochenta con
diferentes agrupaciones de breve existencia, a principios de los noventa
deciden dulcificar su sonido y bautizarse con un nombre acorde a sus
intenciones. The Aluminum Group es también una línea de mobiliario de rancio
abolengo desde los años cincuenta ideal para congresos, parlamentos y demás
reuniones en la cumbre.
El
primer disco (que luego reeditaría su primer sello, Minty Fresh) se lo tuvieron
que pagar de su bolsillo debido a la indiferencia general en la escena de su
ciudad de adopción (ellos son realmente de la depauperada Detroit) que, por una
parte andaba aún con la resaca del grunge y por otra ya empezaba a atizar con
el deplorable post-rock que tantas vidas y revistas de tendencias arruinó.
“Wonder Boy”, de 1995, pertenece a su, digamos, etapa acústica. Muchos tiempos
lentos conducidos por la cadencia del jazz más lluvioso e intimista –piensen,
por ejemplo, en los Style Council de “Blue Cafe”- y grandes canciones como “In
The Age Of Fable”, “Pink Chanel” –dedicado, sí, a una de sus musas: la misma
Cocó Chanel- “The Smallest Man In The World” –la oscuridad rugosa de Morrissey-
o “Pretty Mouth And Green My Eyes. La fórmula, tanto a nivel compositivo como
en cuestión de arreglos, está más que asentada ya desde este debut, dejando
entrever no sólo muchas horas de ensayo detrás, sino también horas de escucha
de Burt Bacharach, Steely Dan, Stan Getz o los grupos más elegantes de los
ochenta.
“Plano”
(1998) posiblemente sea su obra maestra. A pesar de no haber grandes
diferencias respecto a “Wonder Boy” sí es cierto que, en cambio, optan aquí por
vestir todas sus canciones, dejando a un lado ensimismamientos acústicos,
dotándolas en conjunto de una mayor riqueza de recursos. El ejemplo más claro
de todo ello sea “Chocolates”, recuperada y reinterpretada respecto a “Wonder
Boy”: si en el primer disco abría de manera tímida y poco más que
introductoria, en “Plano” abre el disco con contundencia y próspero sentido del
ritmo. Se advierten los primeros coqueteos serios con la electrónica –“A Boy In
Love”, “Sugar & Promises”, por ejemplo- y, en general, se muestran
tremendamente inspirados en melodías y capacidad de seducción. Las letras, como
en toda su carrera, hacen explícitas referencias al amor entre hombres,
despejando cualquier ambigüedad sobre la condición de los hermanos. Lo que en
otros artistas es motivo para el ocultamiento, la metáfora pusilánime o el
equívoco trasnochado, en los Navin sirve de sana y natural reafirmación. Todo
ello se ejemplifica en títulos tan meridianos como “Sad Gay Life” y conforman,
junto con Stephin Merritt, la avanzadilla desprejuiciada en el ámbito literario.
El disco que le hubiera gustado firmar a Sean O’Hagan y sus High Llamas, más
que nada porque consiguen rematar mejor las melodías y darle a su música una
vigorosidad que cuesta a menudo detectar en los irlandeses, excesivamente
preocupados por la formalidad y el guiño melómano, no dejando que respiren
muchas de sus composiciones sus composiciones.
Como en
el caso de estos últimos, The Aluminum Group siempre se han sabido rodear de
otros nombres ilustres del panorama alternativo. Así, en “Pedals” (1999)
recurren al ubicuo Jim O’Rourke, además de contar con las colaboraciones de
John McEntire (de los sobrevalorados Sea And Cake, entre muchos otros) y, ajá,
el mismo Sean O’Hagan, no sabemos si ejerciendo de involuntario padre putativo
del dúo o, quién sabe, para aprender un poquito de ellos.
En
“Pedals” hacen engrandecer aún más su sonido recurriendo incluso a técnicas
cercanas al cut-up –“Rrose Selevy’s Valise”- y, en definitiva, tirando de
suntuosidad hasta las últimas consecuencias. Es por ello que los arreglos
sintéticos se hacen cada vez más pronunciados y que las colaboraciones se
suceden, así la habitual Geri Soriano se hace con la ‘steelydanesca’
“Paperback” o la cantautora Edith Frost participa en "Easy On Your
Eyes" y "Miss Tate". Lo que se llama tirar la casa por la
ventana. “Pedals” es, sin duda, todo un precedente de los siempre recomendables
Coloma. El disco mantiene el tipo, a pesar de ciertas irregularidades -,
debidas –sospechamos- mitad en parte a la libertad que los Navin le darían a
O’Rourke tras la mesa de mezclas, mitad a lo deseos de éstos de hacer aún más
atmosférica su oferta.
“Pelo”
(2000) continúa en la senda del sonido hiper-gomoso, donde su vena más folkie
se integra entre ruiditos digitales –“Good-Bye Goldfish, Hi Piranha”-
pretendiendo así cerrar el círculo. Sonidos acústicos retozando sobre
programaciones impetuosas –“Pussycat”-, dotando a su pop de cámara de una
contemporaneidad afortunadamente poco o nada forzada. Poco a poco van haciendo
un poco más experimentales sus arrebatos pop –como unos Stereolab sin
psicodelia-, sin perder su consustancial clasicismo por ello en capacidad
cognoscible. Intercalando con confianza instrumentales con piezas cantadas
abundando eso sí, las primeras. ¿Quiere decir eso que tenían dificultades para
contar cosas?. En absoluto: en canciones como “Worrying Kind” o “Sermon to the
Frogs” siguen con el lápiz afilado a base de radiografías emocionales donde el
despecho y la derrota aparecen perfectamente sintetizados.
“Happyness”
(2002) inicia la trilogía –completada con “Morehappyness” (2003) y “Littlehappyness”
(2008)- sobre ese estado de ánimo menudo tan volátil y escurridizo y conforman
hasta la fecha los últimos registros del grupo. El primero de ellos es el disco de madurez que deberíamos haber exigido en todo momento a Green Gartside y que jamás hizo. La tecnología sigue rigiendo el
conjunto de sus composiciones y aparcan parcialmente los instrumentales. Las
portadas, como es habitual en ellos, juegan con las superposiciones de partes
de rostros, consiguiendo un efecto perturbador y un tanto anómalo. Ha sido con
esta serie cuando los loops han casado casi mejor que nunca con los
presupuestos armónicos de los Navin. Canciones increíbles como “Two Lights”,
“Youth Is Wasted On Nothing”, “Beautiful Eyes” o “The World Doesn’t Spin On Us”
certifican que, finalmente, no se dejaron llevar por los cantos de sirena de la
por entonces pujante y definitivamente flácida ‘indietronica’, sino que
redoblaron si cabe aún más sus esfuerzos por encontrar la canción pop perfecta:
sexy, emocionante y refinada.
¡Se les
echa de menos!
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