De
las cinco películas de John Farrow que he tenido oportunidad de ver (“Night Has
a Thousand Eyes”, “The Big Clock”, “Where Danger Lives”, “His Kind of Woman” o
la que encabeza esta entrada), verdadera columna vertebral noir del director, en todas ellas se desarrolla uno de los
arquetipos del thriller: aquél en el
que el protagonista poco a poco se ve envuelto en una serie de acontecimientos
que apenas puede controlar y que le tienen todo el tiempo a merced de su evolución,
con escaso espacio para la rebelión de la propia voluntad.
En
“Mil ojos tiene la noche” Edward G. Robinson podía predecir el futuro pero
jamás cambiarlo o apaciguarlo, en “El reloj asesino” Ray Milland era un falso
culpable resignado a sobrellevar un escándalo ficticio alrededor de un contrato
de guerra; en “Donde habita el peligro” Robert Mitchum huye de un crimen que no
ha cometido pero que le involucra sentimental y neurológicamente y en “Las
fronteras del crimen” el mismo Mitchum se limita a recibir órdenes sin entender
nada mientras espera a ver qué pasa. La femme
fatale de Farrow también es indispensable en casi todas ellas: es un
personaje trastornado, al borde del suicidio (“Night Has a Thousand”, “Where
Danger Lives”) o como mínimo con el cometido de manipular al protagonista, sin
darse excesiva cuenta de que ella misma es otra marioneta más incluida en el
pack de los terceros, sean personajes de carne y hueso o elementos tan poderosos
como aquéllos.
Pero
afortunadamente, en medio de tanta fatalidad (los protagonistas de “Mil ojos
tiene la noche” o “Donde habita el peligro” tienen un pésimo final) siempre hay
pequeñas gotas de humor para desengrasar: humor que acaba dándose un festín en
“Las fronteras del crimen” para quitarle hierro al asunto.
En
mitad de todas ellas –periodo que se ciñe a los últimos cuarenta y principios
de los cincuenta- se encuentra “Alias Nick Beal”, donde el pulso entre la
indefensión y los hechos inexplicables que tanto y tan bien desarrolló el padre
de Mia Farrow alcanza aquí indiscutiblemente su cenit. No en vano el guión
(basado en una novela del escritor de fantasía y ciencia ficción Mindret Lord)
corre a cargo de un habitual de Farrow como es Jonathan Latimer, que se
ocuparía de alguno de los títulos arriba citados. Vuelve a contar con Ray
Milland (Farrow y él también trabajarían conjuntamente en westerns), uno de
esos actores que, gracias a esa fisonomía tan característica, siempre me causó
una acusada inquietud, independientemente del género que interpretara.
Foster
(Thomas Mitchell: uno de los secundarios más requeridos de la época) es un
fiscal que se ve tentado a optar al puesto de gobernador gracias a la
información privilegiada que le proporciona un misterioso personaje, a través
de la cual puede meter para siempre en la cárcel a uno de los más importantes
mafiosos del país.
El
inicio, más que de rabiosa actualidad (que también), rebosa intemporalidad:
Foster es aconsejado para optar a tan goloso puesto por otro mafioso –primo
hermano del aquél- siempre y cuando el juez acceda a los tratos de favor de La
Familia –“un buen sponsor”-,
incluidas quemas de documentos. ¿Les suena de algo?. Exacto: con lo que
desayunamos todos los días.
Milland
es aquél misterioso personaje. Un diablo moderno, de elegante percha porteña (no
es un chiste: además de aparecer en la película entre las brumas de un muelle
escondido, nuestro moderno Lucifer sabe colocarse tan bien el sombrero que
pareciera en algún momento querer emular cierto porte “gardeliano”).
Tenemos
el género perfectamente ensamblado, por tanto: noir fáustico. O cine negro fantasmagórico post-expresionista (la
misma socorrida niebla que, se me ocurre, el “Out of the fog” de Litvak) con
toques de terror blanco: Milland no tolera que le toquen o que le sermoneen,
sugiriendo una maldad fascinante en lugar de mostrarla en su fácil y
pirotécnica encarnación. Como un cruce entre Val Lewton, Billy Wilder y Fritz
Lang.
Tampoco
falta la chica (Audrey Totter): de buena familia pero sobrepasada por la mala
suerte, ve en Milland una inesperada tabla de salvación a sus problemas: éste
le da todas las comodidades (un lujoso apartamento que incluye un cuadro
surrealista de clara influencia daliniana, lo que subraya el carácter irreal de
la historia en medio de un entorno realista) si, a cambio, acepta a su vez otro
pacto diabólico: seducir a Foster para llevar a cabo su definitiva degradación
política y humana –en su discurso de investidura es uno de esos mafiosos quien,
condescenciente, ocupa la primera fila: como se sigue haciendo hoy en día
mismamente- y así comprar su alma. A pesar de que Foster intenta hacer gala en
todo momento de su integridad, se ve abocado irremediablemente a seguir el
juego de Milland hasta ver el abismo a sus pies –incluido un susto final en
forma de accidente- y el consiguiente envilecimiento: una fábula moral sobre la
fascinación del éxito y los medios para conseguirlo aunque, por otra parte,
arruinen la vida de los que están alrededor.
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