Muchísimo antes de que
vendedores de humo de la talla de Adrian Lyne o Stanley Kubrick hicieran
teorizar a los más incautos sobre el juego psicológico de las relaciones de
poder en pareja con el sexo y la atracción como campo de batalla (“Una
proposición indecente”, “Eyes Wide Shut”), con resultados que iban de la
puerilidad al ‘quiero y no puedo’ freudiano, el eminente ocultista Albin Grau –socio
circunstancial de Aleister Crowley-, conocido principalmente por su buen hacer
en el “Nosferatu” de Murnau -tanto en la teoría como en la práctica de la
producción- y con la complicidad de Arthur Robison, supo plasmar en “Sombras”, de
una manera más perturbadora y mágica –y desde luego que mucho menos pretenciosa
o artificiera-, aquel planteamiento de concupiscencia y de tácticas que dan una
vuelta de tuerca a cuestiones como el honor o la libertad del sujeto.
Robinson, norteamericano de
nacimiento y alemán de adopción –no olvidemos que el Hollywood de los años
veinte aún andaba a la retaguardia de lo que se cocía en la República de
Weimar, verdadero faro de la cinematografía occidental- tuvo en Fritz Arno
Wagner –con el que habían hecho juntos “Between Evening and Morning” o “Peter
the Pirate”- al aliado perfecto en las labores de fotografía que repercutirían
tan positivamente en el logrado trabajo estético de “Sombras”. No en vano
Wagner fue uno de los maestros de su tiempo, requerido por esenciales de la
talla de Lang o Pabst en muchas de las películas de éstos.
“Warning Shadows” sólo tiene un
subtítulo en la versión restaurada que fideliza la original teutona: “Una
alucinación nocturna”. Nada de los postizos carteles explicativos que tuvieron
oportunidad de visionarse en la correspondiente versión francesa. Mejor: así
potenciará la multiplicidad de interpretaciones del film. Una pareja de buena
posición asiste a una fiesta de sombras chinescas, siendo atrapada desde muy
pronto por la perversa tela de araña que despliegan el mago anfitrión, un joven
enamoradizo y vehemente, tres caballeros suspicaces y un servicio elemental y
feroz donde destaca la siempre poderosa interpretación de Fritz Rasp
–“Metrópolis”, “Spione”, “La mujer en la luna”-, haciendo aquí de mayordomo
pérfido y pervertido.
Al contrario de lo que indica su
título, no es una película especialmente oscura. La luz restallante
se afana en mostrarnos los sentimientos, las pasiones y la incertidumbre de los
personajes. Su potencialidad hará desestabilizar a los participantes como si de
una ilusión malsana se tratara. En cambio, las sombras juegan una baza no tan determinante, más preocupadas por dotar a la película de un concepto
significante en la subtrama espiritista y conspiratoria: los personajes son meras
marionetas de una pulsión superior –la propia dirección- en un universo
inexpugnable y caprichoso. Y también entre aquellos, propiciando un encadenado
de dominación. La oscuridad, entre tanto, funciona como telón entre secuencias.
Las sombras subrayan cuando es
necesario el protagonismo y la intención de la cámara a la hora de focalizar la
atención del espectador. Crecen, disminuyen, se fortalecen o debilitan en
función del miedo o el paroxismo en cada una de las evoluciones. Se valen de
composiciones para enfatizar artimañas con el fin de desactivar al contrincante
o acercarlo a sus propósitos.
El punto de vista es
eminentemente masculino: la mujer deseada por todos y cada uno de los
integrantes de la fiesta disfruta de la velada, de los requerimientos y
atenciones desde un exclusivo interés por empatizar con los juegos y la
despreocupación festiva, y acaba siendo víctima en sacrificio de la brutalidad y los manejos insolentes de los demás,
incluido su marido.
Es un continuo carrusel de
intrigas erotizantes, despiadadas y existencialistas: Alexander Granach,
desconfiado y acomplejado esposo, tiene que bregar con su moralidad al tiempo
que ve desfilar antes sus ojos un pequeño ejército de impenitentes lascivos
compitiendo en procacidad y bajos instintos. Acabará siendo incitador de la más
insensata de las represalias respecto a su amada, vencido por la enajenación y
el oprobio.
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