“Tan sólo a partir de una gran destrucción pueden aparecer de nuevo
elementos vivientes, y junto con ellos, elementos nuevos: lo nuevo emerge de
los materiales de desecho y deshechos.”
Esta proclama en favor de una
deseable purificación del ser humano la escribió Mijaíl Bakunin en la introducción
de su “Dios y el estado” poco tiempo después de que, supuestamente, escribiera
a cuatro manos, junto con su cómplice revolucionario Serguéi Nechayev, este “libro maldito de la Anarquía”, que
incluye mandamientos complementarios del tipo: “La meta es la misma: destruir lo más rápida y seguramente posible esta
ignominia que representa el orden universal”.
De alguna manera, sobre esta
presunción (¿participó realmente Bakunin en este elemental y furibundo texto?) flota
el desarrollo de este tratado y su leiv
motiv que, sincerémonos, es lo menos destacable de esta, por otra parte,
exquisita edición de La Felguera (¿la gran sensación editorial de los últimos
tiempos?: desde luego este volumen y las “Ilustraciones al Libro de Job” de William Blake, entre
otros, dan buena fe de su elocuente criterio). Mucho más interesante resulta el
prólogo de Alberto Eiriz y Servando Rocha que nos pone en antecedentes sobre la
turbulenta relación entre ambos autores (y donde, a través de las propias
palabras de Bakunin, parece deslizarse una historia de amor más allá de
componendas estratégicas: “desearía no
solo estar unido a usted, sino también hacerlo de modo más estrecho y firme”).
Relación que incluso hace repensar las posibles analogías con otras famosas
“guerrillas” sentimentales y contemporáneas –como acertadamente se apunta en
dicho prólogo- del tipo Verlaine-Rimbaud, para –concédannos la licencia- sustituir
al segundo por un Conde de Lautréamont quizá aún más acorde con el espíritu
volcánico y enigmático de Nechayev.
En este sentido son
fundamentales las cartas reproducidas más adelante del autor de “Estatismo y
anarquía” -sobre todo la dirigida directamente a su impenitente acólito-,
además de otras de Fiódor Dostoyevski, testigo de excepción de la bulliciosa
vorágine terrorista y conspirativa en esos años en Rusia, unos cuantos antes
del triunfo de la revolución socialista. Un Dostoyevski –que describió con su
acostumbrada tenacidad psicológica a Nechayev en la novela “Los Demonios”- que,
dicho sea de paso, ostentó una evolución ideológica que desgraciadamente nos
recuerda tanto a otros plumillas de la actualidad devenidos en “transversales”
de un conservadurismo atroz y deleznable. Menos mal que aquél, al contrario que
éstos, es un escritor dotado sobradamente, muy por encima de filias o fobias
“contractuales”.
“El Catecismo Revolucionario”
–más bien parte de lo que rodea al escrito- también pone el énfasis en las
maniobras de Nechayev –al que nunca veremos tomar la palabra para defenderse de
tantas y tan duras críticas: Bakunin acabó renegando de él- y la eterna
sospecha de su fraudulento papel en proyectos, revueltas y demás
consideraciones de la acción directa, sirviendo un poco como prototipo para esa
idea de que la Historia es, las más de las veces, poco más que una
concatenación de falsedades, heroicidades impostadas y biografías postizas
bastante probable.
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