De los tres libros de la pensadora francesa Simone Weil (1909-1943) que he tenido oportunidad de leer hasta ahora ("Echar Raíces", "Opresión y Libertad" y "Sobre el Totalitarismo", los dos últimos editados por Página Indómita) es el tercero el mejor, el más lúcido y el más incisivo en sus juicios políticos. Una colección de pequeños ensayos y columnas realizados principalmente en el periodo de entreguerras, cuando el supuesto antagonismo entre fascismo y comunismo de Estado estaba en su máximo apogeo.
Weil desmonta dicho antagonismo contrastando el modus operandi tanto de los perros guardianes de las élites -Hitler, Mussolini- como del capitalismo "rojo" o izquierda del capital -este último ya sea amaestrado bajo el paraguas de la socialdemocracia o bajo el cesarismo bolchevique- que comparten, por ejemplo, su desprecio por los mecanismos en favor de la libertad tanto del individuo como del colectivo, bajo la disciplina policial, militar y la de los centros de trabajo.
"La revolución no es una religión para la cual un mal creyente es preferible a un incrédulo; es una tarea práctica. Con las meras palabras no se puede ser revolucionario, como no se puede ser albañil o herrero", sentencia en el capítulo IX de "La Situación en Alemania", donde Weil nos recuerda, entre otras cosas, la responsabilidad de los comunistas alemanes en el ascenso de nazismo en aquel país, tras una serie de juegos tácticos conservadores y reacciones tardías que dejaron gran parte del camino expedito de cara al asentamiento de la escoria nacionalsocialista.
Enrolada en la Columna Durruti, en 1936
El Estado, confeccionado siempre para subordinar a las clases trabajadoras en favor exclusivo del capital, también es para Weil una trampa mortal o lacerante a la que no nos queda más que tener enfrente a perpetuidad: "Preparémonos para confiar en nosotros mismos. Nuestro poder es muy pequeño; cuando menos, no dejemos lo poco que podemos hacer en manos de aquellos cuyos intereses son ajenos al ideal que defendemos. Pensemos al menos en preservar nuestro honor". Weil, como sabemos, apostó siempre por una actitud insobornable con el Espíritu como guía indeleble.
Para tratar la emancipación de las clases subalternas, en "Perspectivas: ¿nos dirigimos hacia una revolución proletaria?" nos recuerda: "la humanidad ha conocido hasta la fecha dos formas principales de opresión: una -la esclavitud o servidumbre- ejercida en nombre de la fuerza armada y otra ejercida en nombre de la riqueza transformada del capital". Casi cien años después, todavía continuamos en la segunda manera, sin habernos desprendido tampoco del todo de la primera. Y, ¿cuál sería una hipotética tercera vía?. Desde luego no un Estado Obrero: "Por mucho que veamos muy bien cómo una revolución puede 'expropiar a los expropiadores', no se ve cómo un modo de producción basado en la subordinación de los ejecutantes a los coordinadores podría hacer otra cosa que producir automáticamente una estructura social definida por la dictadura de una casta burocrática". La tomadura de pelo marxista-leninista nos ha demostrado, una y otra vez, que en la práctica esa Dictadura del Proletariado luego no da lugar a una liberación íntegra, sino a otra forma de capitalismo, a otra forma de sometimiento y adoctrinamiento funcionarial, aunque se barnice con hoces y martillos hasta el infinito: "así es como cayó el feudalismo, no bajo la presión de las masas populares que se hubiesen apoderado de la fuerza armada, sino mediante la sustitución de la guerra por el comercio como principal medio de dominación". Nada de mandos intermedios, de jerarquizaciones castrantes: "Habrá socialismo cuando la función dominante sea el trabajo productivo mismo; pero eso es lo que no podrá ocurrir mientras perdure un sistema de producción donde el trabajo en sí se encuentre subordinado, mediante la máquina, a la función consistente en coordinar el trabajo", que solo conduce a "un fanatismo cuidadosamente cultivado, apropiado para hacer que, a ojos de las masas, la miseria no fuese una carga pasivamente soportada, sino un sacrificio voluntario (...); una mezcla de devoción mística y de brutalidad desenfrenada; una religión de Estado que ahogaría todos los valores individuales."
Mientras tanto, nos hacen vivir, bajo cualquier forma de poder que se precie, a expensas de idolatrías de diverso cariz, "nos sacrificamos a nosotros mismos y sacrificamos a los demás en virtud de abstracciones cristalizadas, aisladas, imposibles de relacionar entre sí o con cosas concretas".
Las palabras de Simone Weil siguen adquiriendo un cariz estremecedoramente contemporáneo desde cualquier ángulo: "lo que un país llama interés económico vital no consiste en aquello que permite a sus ciudadanos vivir, sino en lo que le permite librar la guerra", o la supeditación tanto de fascistas, conservadores o socialdemócratas (en las llamadas democracias burguesas el comunismo de Estado es una antigualla conceptual, casposa) a los férreos mandatos de las élites económicas, con las armamentísticas en primera línea de combate.
Resumiendo, en "fascismo y comunismo (...) se da el mismo control del Estado sobre casi todas las formas de vida individual y social; la misma militarización frenética; la misma unanimidad artificial, obtenida por la fuerza, en beneficio de un partido único que se confunde con el Estado (...); el mismo régimen de servidumbre impuesto por el Estado a las masas trabajadoras", ya sea en la Alemania nazi, en la URSS, en Corea del Norte, en Cuba o, añadimos, en cualquier democracia actual, que bajo una apariencia de libertad de decisión a través de conjuntos y subconjuntos de partidos políticos amarrados al vasallaje estatal creen desarrollar los más acabados mecanismos de participación: "Mientras exista una jerarquía social estable, cualquiera que sea su forma, los de abajo tendrán que luchar para no perder los derechos de un ser humano". A propósito de la Grecia clásica o del Imperio Romano, este último precedente directo del III Reich, "la autoridad absoluta del Estado no podía ser cuestionada, porque no se basaba en una convención, en una concepción de lealtad, sino en el poder que la fuerza tiene, el poder de congelar las almas de los hombres, (...) el mismo efecto que produce hoy incluso en su forma democrática, el efecto de absorber desde el capital la vida del país". Ahí también tiene un recado para las familias profundamente coloniales o imperialistas, sea cual sea la época en la que se desplegaron como tales, y que aún hoy renuncian a asumir su parte de culpa en el latrocinio y la barbarie: "si hoy admiro o incluso disculpo un acto de brutalidad cometido hace dos mil años, falto hoy, en mi forma de pensar, a la virtud de la humanidad".
El ojo clínico de Simone Weil, casi un siglo después, nos sigue revelando de manera admirable la substancia de la dominación, que no solamente no ha sido borrada de la faz de la tierra, sino que permanece incólume bajo otras formas y en base a trampantojos diversos de liberación, que siguen produciendo frustración y tratan de coagular la rebelión total a la que toda sociedad debe aspirar, inmune al desaliento.
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