jueves, 14 de noviembre de 2013

Flipper's Guitar





Además de los suecos y los holandeses hay que añadir a los japoneses como maestros en el noble arte de mimetizar el pop de raíz anglosajona. Llegan a interiorizar hasta tal punto dicho material que, en el caso de los últimos, son hasta capaces de crear sucedáneos indiscernibles y cosmopolitas en natural diálogo con el imaginario de origen.

El shibuya-kei quizá no sea mucho más que la sublimación de diferentes herramientas al servicio de un efecto placebo explosivo y plástico hasta la extenuación: el pop de los sesenta, el bubblegum, el easy-listening, la bossa nova o hasta el rock ácido y el hard-rock, siempre pasados por la túrmix de las programaciones de los años noventa o el jazz-pop de los ochenta, pero sus producciones, centradas en la mayoría de casos a la pista de baile, se mueven entre una más que contrastada competencia y una exhuberancia siempre al límite.




Flipper’s Guitar, el dúo formado por Keigo Oyamada y Kenji Ozawa son, junto con Pizzicato Five, el grupo que más acertadamente supo plasmar ese estado de excitación, esa descarada anglofilia gracias a canciones deliciosas, a una desbordante melomanía y un fetichismo icónico a prueba de bombas.

Las escuchas compulsivas de los primeros Aztec Camera (“Boys Fire The Tricot” o la canción que le hubiera gustado escribir a Andy Pawlak), The Monochrome Set (“Sending To Your Heart”) o Sarah Records (“My Red Shoes Story”, “Goodbye, Our Pastels Badges”) pilotan sobre su álbum de debut (“Three Cheers For Our Side”, 1989), vitaminado y repleto de melodías de fantasía y arreglos adictivos (“Happy Like A Honeybee”), paradigma de estreno cargado de ideas, apropiaciones y fervor adolescente.




Paralelamente a los tres álbumes oficiales que llegaron a completar, publicaron un buen puñado singles de similar destreza, todos ellos reunidos convenientemente en el recopilatorio “From Colour Me Pop”, esencial para tener la foto completa de su andadura. Los guiños empezaban directamente por los títulos de las canciones. “Friends Again” hacía alusión al -a todos los niveles- discretísimo grupo escocés de mediados de los ochenta que, por cierto, jamás llegarían a hacer una canción tan buena como esta en toda su discografía y “Haircut 100” –del más recomendable grupo homónimo-, que venía incluido en el segundo de Flipper’s Guitar “Camera Talk”, son dos de los ejemplos del cariño de fan con el que bautizaban sus obras. En “From Colour Me Pop” se observa a la perfección la evolución tomada por el dúo, desde las hasta cierto punto ingenuas y radiantes del principio hasta llegar a las complejidades conceptuales y la pretensión gradual (“Slide”, “Big Bad Disco”) que cristalizaría en “Doctor Head’s World Tower”, su último disco, y la abrupta disolución de la sociedad.




Ya en “Camera Talk” (1990) hay novedades en forma de electrónica regurgitada (“Camera! Camera! Camera!) o psychobilly cinematrográfico (“Cool Spy On A Hot Car”). Caricias tropicales y ritmos que van abandonando el indie-pop para abrazar la música de baile de coctelería ocasional (“Big Bad Bingo”) en un segundo disco un tanto más dispar que el anterior pero que consigue mantener el tipo sin problemas.

“Doctor Head’s World Tower” (1991) fue el trabajo donde el grupo se esforzó en mostrar su evolución y permeabilidad a los sonidos del presente (el inefable Madchester) y el que los imbuyó en la discordia definitiva. Iré directamente a las canciones que salvo entre todas esas intenciones: “Dolphing Song” (con una intro emulando a los Beach Boys de “Pet Sounds” o “Friends”) hoy sería el colmo del hipsterismo gracias a esa muestra de collage estructural con voces a lo Brian Wilson. “Groove Tube”, como su propio nombre indica, va a hasta arriba de dopaje buggy y se beneficia de un estribillo determinante. “Blue Shinin’ Quick Star” y “Going Zero”, pese a las cargantes secciones rítmicas, nos retrotraen a los primeros y gloriosos días por culpa de otras tantas líneas melódicas sumamente clarividentes. “Aquamarine” contiene el mismo recurso sonoro que el “To Here Knows When” de My Bloody Valentine (curioso: ambas son del mismo año) y el resto del disco se pierde directamente en la psicodelia fantoche de The Stone Roses y otras monadas varias, además preconizar muchas de las imposturas de futuros como Animal Collective o Panda Bear. Una lata, vamos.





Luego vendrían las carreras en solitario: Keigo Oyamada como Cornelius (sólo parece interesante su iniciático “The First Question Award”, que todavía mantiene parte del espíritu Flipper’s Guitar antes de convertirse en ese chamán de revista de tendencias al uso a base de poliédricos muzaks electrónicos más próximos al tostón pseudo-experimental que a otra cosa). De los caminos inescrutables de la otra mitad, Kenji Ozawa, por el momento no podemos hablar ni mal ni bien.

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