El
diario ácrata de Sawa, o lo que es lo mismo: Max Estrella, el personaje
inmortal creado por Valle basado en su persona. Comienza el 1 de enero de 1901,
pero podía haberse escrito ayer mismo: huelgas, pobreza, una ralea política
paupérrima e impresentable basada en un bipartidismo escleroso (estopa de la
buena tanto a Sagasta como a Cánovas); una visión de España tan hondamente
escéptica -cuando no directamente beligerante- fundamentada con ojo clínico en el
ejemplo de una autoridad incompetente, necia y saqueadora enaltecida con la
complicidad de tantos. Terroríficamente actual.
La
entrañable y caótica crónica de un pecador “cuyas
pupilas quedaron abrasadas por su afán de mirar frente a frente a lo Infinito”.
Militante del decadentismo parisino (a través del cual nos obsequia con alguna
que otra anécdota quizá insuficiente para el receptor parnasianista) que tan eminentes amistades le proporcionó -allí vivió siete años- y tanta
viva nostalgia le provocó (pues estuvo presto a enfatizarlo a la mínima
oportunidad), fue en la figura elefantina de Paul Verlaine donde concentró la
mayor parte de su admiración y referencial entusiasmo.
Prologado
póstumamente por su compañero de fatigas Rubén Darío (Sawa siempre tuvo a bien
el presumir de grandes talentos a su alrededor), que destaca sus dotes
escénicas, su afrancesamiento y, como Villiers (con quien compartía, como
mínimo, una semejante ficisidad), ese tramo final de su existencia impelido por
la vejez y la ceguera, dictando a las santidades profanas que más cerca tenía
sus últimos chispazos literarios.
“Iluminaciones
en la sombra” (que Valle deseó tanto verlo publicado) funciona ante todo como
la amena radiografía de una época y de un spleen
castizo que amplía y reordena su particular santoral de justos y refractarios
en el delicioso apéndice “De mi iconografía”, donde reparte parabienes y
mandobles sin que en cualquiera de las dos situaciones le temblara nunca el
pulso. Y no tan desgarrada aquélla como hacían presuponer sus últimos días, los mismos
donde engendró esas líneas.
Muy
atento como involuntario valedor al entonces pujante anarquismo, se curó en
salud (intelectual) al reclamar “que la
humanidad marche dirigida por los más inteligentes y no por los más numerosos”
y que cada cual sacase las correspondientes conclusiones de semejante máxima.
“Conciso en un volumen y prolijo en una línea”, Sawa siempre aspiró por
naturaleza a ser saberlo todo y, por consiguiente, a temerlo y esperarlo todo.
Lúcido
analista de la decadencia y el neo-esclavismo post-industrial (“hemos quedado reducidos a las angostas
proporciones de nuestro viejo hogar”) en el que cien años después todavía
seguimos inmersos, Alejandro Sawa, que pasó a auto-incluirse entre los que
sostienen que “la Leyenda vale más y es
más verdadera de la Historia”, quedará para la posteridad como el máximo
exponente del decadentismo vivencial donde se entremezcla pulsión periodística,
reflexión iridiscente y soflamas esteticistas.
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