Pobre Maddin. Quizá aún esté soñando con la reputación de otros totémicos autores de las últimas décadas. No en vano comparte el talante onírico y oblicuo de Lynch, la inmediatez tenebrista de Burton o la impúdica dramatización de Von Trier. Actrices fetiche como Isabella Rossellini, el gusto por las adaptaciones más o menos libérrimas de clásicos “góticos” como Drácula, o la fijación por la ciudad entendida como un cuerpo presente, palpitante y hosco. Su estrategia está en alterar modales contemporáneos y revolverlos con influencias extemporáneas –el blanco y negro del mudo, la edad dorada del film noir o la cinefilia ‘cultista’ de Hans Richter y los sueños que el dinero pueda comprar-. Mestizaje fílmico postmoderno para últimos mohicanos de ese arte tan ferozmente acorralado y comatoso como es el cine de hoy.
Winnipeg, emblema fantasmagórico y mutante de las ocurrencias de Maddin y objeto de la más cáustica ucronía, como lo será después en el ‘psicodocudrama’ de título homónimo que tuvo a bien ser protagonizado por un auténtico mito del celuloide como Ann Savage –la pérfida embaucadora de la imprescindible “Detour” de Ulmer-, concita un curioso proyecto de festival alternativo –“¿es esto un establo o una sala de conciertos?”- para tratar de dilucidar La Música Más Triste del Mundo, con el prosaico anzuelo de una siempre necesaria y sana embriaguez, más que justificada si estamos dejando los momentos más duros de la Gran Depresión. “La tristeza es el trasero de la felicidad. Es el espectáculo”.
La crueldad teñida de humor pragmático, el humor horneado de amarga turbulencia donde se comercia con el dolor, convertido en moneda de cambio. La nostalgia, siempre caprichosa, de la cual nos vamos a reír al final aunque nos pese, si con ello podemos salvar una bonita melodía, cínica y reconstituyente. Ocupar y amputar: música sentimental y grotesca. Desfile de personajes a un lado indefensos, al otro perversos, enredados en relaciones disparatadas, debatiéndose y pugnando por establecer su tragedia y personificarla en una banda sonora pertinente y brumosa. “Esto sí que es triste”.
El cine de Maddin tiene que estar “lleno de efectos”, rebosante de acción, planos y contraplanos –aunque en cierta manera “The saddest” sea en ese sentido de sus obras más contenidas- peleándose por ocupar sitio en un metraje, aquí también, afortunadamente recogido a la vieja usanza.
La música más triste del mundo es un tributo a la pérdida, a los desaparecidos, a los que dejaron su alma en el campo de batalla, no importa muy bien cuál ni de qué naturaleza está compuesta. Puro espectáculo. Se expresará con ritmos tribales o salves, ecos tailandeses o cante jondo, folk con aromas de Broadway o lamentos balcánicos: campeonato mundial de la pena.