martes, 10 de mayo de 2016

The Frogs, "The Frogs" (1988)






¿Qué tienen en común The Raincoats, Beat Happening o Daniel Johnston? Exacto: todos ellos son artistas reivindicados por la crème de uno de los movimientos no solo más nefastos de la historia de la música popular, sino también uno de los más sobrepasados por el tiempo. Estoy hablando del grunge, evidentemente. Además, he citado adrede estos tres ejemplos porque siempre me han parecido especialmente sobrevalorados en términos generales, independientemente de quién les cite.

La cosa se pone especialmente sangrante cuando todos aquellos a quienes se les llena la boca con los nombres arriba indicados ningunean a los Frogs o directamente desconocen su existencia. El grupo de los hermanos Flemion (Jimmy y Dennis) puede considerarse otro de esos grupos fetiche de los chicos y chicas de la camisa de leñador: oscuros, independientes, con un punto friki e imprevisible. Si a esto le añadimos una especial predisposición por parte de los de Milwaukee a colaborar o acompañar a algunos de aquéllos que les reivindican (The Breeders o los grotescos The Smashing Pumpkins, por sacar a colación solo un par de casos), resulta extrañamente sintomático que no sean más mencionados por los alternativos de postal.

¿Será por sus letras abiertamente provocadoras, por su retorcido sentido del humor –generalmente impío- o por su profundo activismo homosexual?. Lo cierto es que tienen muchas papeletas para haberse convertido en objeto de culto entre quienes añoran las cassettes inaudibles, los chistes esquinados o el sonido guarro ‘à la page’. Quizá precisamente por eso es hora de defender con todos los honores su disco más limpio, comercial y melódico: el primero de todos –si descontamos sus primeras cintas autoeditadas-, de título homónimo y publicado igualmente con los exclusivos medios del grupo.





Tocado y producido íntegramente por los Flemion es necesario situar “The Frogs”, más que en la órbita del rock americano del momento, al lado de otros exponentes de la psicodelia pop al otro lado del charco. Paul Roland, Robyn Hitchcock, Colin Lloyd Tucker, The Chrysantemums, Cllive Pig, The King Of Luxembourgh, Cleaners From Venus y hasta los XTC menos sobreproducidos estarían de alguna u otra manera en las coordenadas del disco. Melodías ‘victorianas’ –“"And So You're the King"- new wave vs. folk –“"C-R-Y"- pop veraniego –"Layin' Down My Love 4 U", "I'm a Jesus Child"-, hard rock jocoso –“F’d Over Jesus”- son algunas de las irresistibles facetas que podemos encontrar dentro de las magníficas piezas que, siempre basculando entre la brevedad y la eficacia armónica, y haciéndose acompañar de precisos arreglos de teclado, xilófono o cuerdas programadas, componen el álbum -al parecer grabado con especial mimo durante un buen montón de meses-.


No volverían a acercarse a las excelencias de este disco prácticamente hasta llegar al final de su carrera en 2012, año en que Dennis es encontrado ahogado en un lago donde solía ir a pasar los fines de semana. Son los discos póstumos “Squirrel Bunny Jupiter Deluxe” y “Count Yer Blessingsz” que bien valen su atención gracias a la frescura recuperada.

lunes, 9 de mayo de 2016

Albert Lewin






Productor y guionista bregado en la década de los años 30 dentro del ámbito de la llamada ‘comedia sofisticada’ (“Las tres noches de Eva”, “Confesión sincera”, “What every woman knows”) y con algún que otro título mayor dentro del drama fantástico (“Smiling’ Through”), le norteamericano Albert Lewin ha pasado merecidamente a la historia sobre todo por su faceta de director. De filmografía breve, su trayectoria se compone tan solo de seis títulos, la mayoría de ellos obras maestras dentro del cine literario y sensible. Es uno de los más finos estetas de la historia del séptimo arte. Aún no lo suficientemente valorado o reconocido, está a la altura –por citar otros directores más o menos contemporáneos- de Welles, de Huston o de Mankiewicz. Sin lugar a dudas. La posteridad acabará dándonos la razón.






The Moon And Sixpence (United Artists, 1942)

Cuenta la historia de Charles Strickland, un gris corredor de bolsa inglés que un buen día decide dejarlo todo (esposa, hijos, empleo) y dedicarse por completo a la pintura. Como se ha dicho a menudo, está basada parcialmente en la vida de Paul Gauguin, de tal manera que podemos ubicarla como un biopic libre y algo iconoclasta del francés. 

También conocida como “Soberbia” (no confundir con el idéntico título alternativo para The  Magnificent Ambersons, del mismo año), está basada en la novela tristemente olvidada de W. Somerset Maugham del mismo título (“La luna y seis peniques”) y de cuyo guión adaptado se hizo cargo el propio Lewin, que quiso controlar en la medida de lo posible cualquier detalle de su debut tras la cámara.  La novela de Maugham –que en la orientación de la trama puede recordar algún que otro título propio del escritor como “The Razor's Edge”, también adaptada al cine- es lo suficientemente potente, poliédrica y fascinante para llevarla a la gran pantalla con un mínimo de interés, pero ya veremos que Lewin es un director dotado, capaz de trasladar con inusitada fortaleza las páginas del autor británico.

Lewin optó por condensar de manera escrupulosa el libro de Maugham, sin salirse de lo expuesto por Maugham, sintetizando las evoluciones más trascendentales y despojándolo de los pasajes más accesorios. Es decir, lo que se suele entender como un guión perfecto, serio y a la vez totalizador, resumiendo por ejemplo ya en los primeros 7 minutos lo que otros habrían tenido que explicar hoy en una hora.







El papel del pintor fue a parar a George Sanders, ya toda una celebridad gracias a su aparición en títulos de Hitchcock como “Enviado especial” o, sobre todo, “Rebeca”, además de su intervención en la saga de El Santo bajo las órdenes de Jack Hively (“Street of Chance”). Y lo borda: primero fugazmente como ese hombre de negocios tirando a mediocre y sin personalidad, y luego como el idealista y cínico artista en que se acaba convirtiendo. Un personaje, no sería nada descabellado pensarlo, con el que el propio Sanders empatizara de alguna manera, habida cuenta de la decisión de éste al final de su vida de suicidarse, abandonando los conflictos, la basura y la mierda fertilizante a que  alude en la nota que dejara antes de atiborrarse a barbitúricos.

“The Moon And Sixpence” es un brutal alegato anti-burgués, en el que constantemente se torpedean los convencionalismos de esta especie. La posición social, la familia o la edad adecuada con la cual iniciarse en el arte son puestas en entredicho con fina elegancia, llegando al paroxismo en el momento en que la mujer de Strickland reconoce preferir una infidelidad conyugal antes que un abandono por exclusivos motivos estéticos.

De su experiencia previa dentro del ámbito de la comedia quedan puntuales requiebros jocosos para ir desengrasando un drama que poco a poco irá cobrando tintes cada vez más sombríos y terribles. Incluso en los más desagradables –como cuando Strickland hecha de su propia casa a Dirk, el artista francés que le idolatra y le cuida de manera totalmente altruista y abnegada, quedándose aquél incluso con su la esposa de éste-.

Strickland acude primero a París en busca de inspiración y posteriormente a Tahití, donde dará con la libertad definitiva largamente ansiada. El sentimentalismo solo funciona para él como mera munición artística, dejando a las claras una misoginia galopante, a pesar de que son varias las mujeres que inevitablemente no pueden dejar de caer rendidas a su magnetismo.






La llegada a la Polinesia coincide con el cambio de tintado en el metraje, haciendo separar convenientemente fases entre la vulgar vida europea y la exótica vida al sur del Pacífico. Cabe destacar un empleo muy similar de dicha técnica en otra película pictórica, la posterior “Portrait of Jennie” (1948) de Dieterle.

Como anécdota, aparece al final de la película el entrañable Rondo Hatton como gigante de la isla aquejado de lepra, justo un poco antes de convertirse en figura de culto gracias a títulos de terror psicólogico como “The Brute Man” o “House of Horrors”.

“Soberbia” es una aventura ‘bigger tan life’ , más grande que el arte, la pintura y la insignificante tragedia diaria de los hombres.


“¿Por qué te empeñas en pensar que todos pueden apreciar la belleza?
La belleza es algo maravilloso y extraño que un artista crea en el caos cuando está atormentado.
No es fácil reconocerla al principio.
Hay que tener conocimientos, sensibilidad e imaginación”






The Picture of Dorian Gray (Metro-Goldwyn-Mayer, 1945)

Tres años después, Lewin repite tanto guión como dirección. Esta última es mucho más estilizada que la anterior, y se nota desde la profundidad de la fotografía o los movimientos de cámara, con travellings más ambiciosos. La (archiconocida) historia de Oscar Wilde lo merece: de nuevo la pintura vuelve a ser leiv motiv: (y de nuevo va a jugar con el color en mitad de una película concebida en blanco y negro) esta vez como maldición y extensión corpórea de la degradación de un pianista de la clase pudiente de Londres, inmune al envejecimiento propio, mientras su retrato evoluciona hacia una espiral de degradación, vileza y senectud.

Repite George Sanders, esta vez como el cáustico Lord Henry Wotton, prolongación del propio Wilde en la obra. A él le corresponde el arsenal de frases mordaces y a menudo impertinentes:

“Uno de los encantos del matrimonio es que hace una vida de engaños absolutamente necesaria para ambas partes.”

“Ser natural es solo una pose, la pose más irritante que conozco”

“Defiendo la inteligencia de mis observaciones: había olvidado que es un miembro del parlamento”







Con Lewin se estrena Angela Lansbury, que volverá a aparecer en su siguiente película (al igual que Sanders, su actor fetiche) y quien se va a encargar de representar aquí la pureza y bondad de una muchacha de los bajos fondos londinenses de la cual se enamora Dorian Gray, un acertadísimo Hurd Hatfield cuyo físico encaja a la perfección con la ambigüedad del personaje. Si en “Soberbia” era Geoffrey Wolfe -amigo de la familia Strickland- el que iba contando la historia (a veces en off, otras directamente mirando a la cámara), en “El retrato de Dorian Gray” se recurre al narrador omnisciente (el propio Oscar Wilde). Lewin sabe dosificar una vez más tanto la trama puramente literaria como los highlights de tensión y horror, siempre sugiriendo más que mostrando, o mostrando solo cuando es realmente oportuno.

Se habla de Albert Lewin a menudo como de un director adelantado a su tiempo: para corroborar esa opinión, como curiosidad baste citar la transformación final de Dorian Grey en el ser corrupto del lienzo al desintegrarse el mismo en una figura digna del splatter  más certero y estiloso. Evitando estridencias, pero perturbando de manera infalible.

Huelga decirlo, pero allá va: la mejor adaptación cinematográfica de la novela de Wilde.






The Private Affairs of Bel Ami (United Artists, 1947)

Nueva adaptación literaria: Guy de Maupassant. Georges Duroy (George Sanders de nuevo, tan eficaz como carismático) es un rebotado ex-militar de los húsares que regresa al París finisecular para reciclarse –vía gacetillero de postín- en un don Juan tan seductor como talentoso, tan cruel como sincero, tan irresistible como egoísta y ambicioso. Y mordaz: Sanders sentado a la mesa, con esa actitud entre displicente e irónica, parece revivir el personaje de Henry Wotton mientras se dedica a seducir a toda mujer que se cruce en su camino y/o de la que pueda sacar rédito pecuniario o social. Lo que se dice un trepa gigoló tan canalla como entrañable.
Lo custodian el todoterreno John Carradine –en un papel más breve de lo que desearíamos- y Angela Lansbury, que hace un papel fundamental como ‘mejor amiga del mundo’.







Lewin rueda todo con diseño de interiores, inclusive las puntuales escenas al aire libre, dando un sentido especialmente teatral a estas últimas. La sensación es de espacios cerrados, ajustados, un tanto opresivos. Y la decoración abigarrada, desbordante de geometrías (mosaicos, empapelados a rayas) que impactan y persisten inevitablemente en la retina del espectador.

El mundo del periodismo y su utilización como herramienta puramente especulativa, amarillista, caprichosa y lucrativa están convenientemente delineados. La perversidad e hipocresía del magnate de turno –algo que no ha perdido un ápice de actualidad vistos los desmanes en tiempo real- podrían sintetizarse en la siguiente sentencia al escuchar que acaba de morir uno de sus mejores periodistas: “hubiera preferido perder 20.000 francos”. Respecto al sensacionalismo: Duroy abre la (despiadada) veda de la prensa del corazón en el diario del que acaba siendo jefe de redacción con una columna donde poder masacrar a todo bicho viviente.





En el trayecto donde Duroy se convierte en un imparable ascensor social se perfilan personajes como la viuda joven casada anteriormente por interés y que ahora cree haber encontrado el amor verdadero (Lansbury), una precursora del feminismo - Ann Dvorak, primera esposa de Carradine- resuelta, independiente y con amante imprevisible, o una esposa insatisfecha que cree resucitar sus encantos sin pensar que está siendo vilmente utilizada - Katherine Emery, mítica de la serie B gracias a títulos como “The Locket” (1944), “La isla de la muerte” (1943 o la curiosa “The Maze” (1953)-. La última ultrajada será la hija de ésta, una Susan Douglas Rubes que tendría su otro gran papel en la cinta post-nuclear  “Five” (1951) –de la que ya se dio buena cuenta en este blog-, a quien corresponde simbolizar  el amor platónico por encima de meros intereses económicos y de posición.

Por último, decir que la pintura vuelve a tener su protagonismo. Somero, bien es cierto, pero significativo: por tercera vez Lewin, rodando fundamentalmente en blanco y negro, a la hora de filmar el interés de un cuadro –aquí el motivo es el mártir San Antonio- lo hace apoyándose en el color. Y una vez más a través de unos tonos agresivos que parecen crepitar a ojos del asistente y de los propios actores.







Pandora and the Flying Dutchman (Romulus Films - Metro-Goldwyn-Mayer, 1951)

Primera película de Lewin en color. Un color desvaído, como de postal antigua que esconde secretos inmarcesibles y abisales. Enclavada en la costa mediterránea, en una España mágica, atávica y un tanto disfuncional –si no fuera por el personaje del torero Montalvo podríamos decir que casi parece un escenario griego-, la película practica una suerte de mestizaje legendario –explicitado en el título de la cinta- entre la Antigua Grecia y las leyendas marítimas centroeuropeas.

Si en su anterior obra Lewin hacía de George Sanders un castigador implacable respecto al género femenino, en “Pandora y el Holandés Errante” es Ava Gardner quien personifica el mito de la mujer que impregna de fatalidad a todo aquel que posa en ella sus ojos. Tan inalcanzable como retadora.

“El amor se mide según lo que uno está dispuesto a abandonar por él” será el aforismo principal sobre el que se toparán una y otra vez los cuatro personajes principales de la película. La historia de un deseo, de un sueño o fascinación que quiere ser vivida.







No abandona Lewin su obsesión por la pintura. Aparece cuando James Mason (el holandés errante que aparece en un buque abandonado, sin tripulación pero con todas las comodidades a su alcance) recibe a Pandora (Gardner) en su barco mientras está pintando a alguien muy parecido. Un cuadro un tanto surrealista, en la onda de Paul Delvaux o Dalí respecto a las líneas de fuga y los simbolismos dispuestos.

Un Mason mayormente hierático que imprime al personaje ese halo entre ensoñador e imposible: allí donde unos ven –negativamente- una actuación ausente y escasamente gestual, otros destacamos el acierto de la misma, pues el Holandés Errante pertenece a otro mundo, a otras maneras y quizá su presencia sea solo una ilusión. Además, el delito  cometido en su día –matar a su amada por unos celos injustificados- le persigue a través de los tiempos y lo normal es que le confiera a su rostro esa preocupación y seriedad imposibles de calcular.






“Pandora” -al igual que ocurriera en “Soberbia” con el personaje que encarnara Herbert Marshall-, está contada por uno de los personajes secundarios y sin embargo claves en el desarrollo de la historia. 

Hay citas de la literatura persa - Rubaiyat of Omar Khayyam- e inglesa –el poema “Dover Beach” del victoriano Matthew Arnold-, pero también de la española –Montalvo no deja de recordar de alguna manera al Gallardo de “Sangre y arena” de Blasco Ibáñez- dejando a las claras las inquietudes polifacéticas de Lewin, que pudo rodar todo esto en casi completa libertad.

Otra película imborrable: apabullantemente romántica, perturbadoramente pasional y verdadera.







Saadia (Metro Goldwyn-Mayer, 1953)

Primer film rodado en localizaciones en technicolor. Como siempre, el guión corre a cargo del propio Lewin, aquí basado en la novela “Échec au destin” de Francis D'Autheville. Muchas de las constantes en su cine vuelven a aparecer: narrador omnisciente (como en “Dorian Gray”), guiños literarios (el médico protagonista encarnado por Mel Ferrer lee en su despacho de Marruecos el “Hamlet” de Shakespeare, “La doctrina secreta” de Blavatsky o “Brujería en Marruecos” de Émile Mauchamp) o momentos conmovedores al piano igualmente del estilo Dorian Gray. Pero, sobre todo, la pintura: tanto en los bocetos que dibuja el caid Si Lahssen (un Cornell Wilde hermético) como en los cuadros de Saadia que el mismo tiene escondidos en su estudio.

La historia gira alrededor de un médico francés confiado en ejercer su profesión en el Marruecos del caid que en un momento dado cura de una apendicitis aguda a Saadia, una mujer cuya tradición bereber le impide ser tratada por un hombre, y más creyendo que está poseída por un espíritu maligno a través de Fátima, una bruja que pretende a toda costa controlar su voluntad.





La tensión entre magia negra y ciencia aplicada a la medicina está servida. Fátima representa –a través de Taba- el diablo o la tentación; Henrik la racionalización. Pero él esconde un secreto del pasado, y ve en Saadia –como el holandés errante con Pandora- una especie de reencarnación de sus pasiones anteriores.

La película mezcla aventuras, romance e intriga. Una intriga escenificada en el bandolerismo de la zona –una ejército de resistencia contrario a las relaciones franco-marroquíes- que logra interceptar una remesa de medicinas que puede erradicar la ola de peste que asola Rabat.

Es una película que, a través del oficio de nuestro hombre –la historia original, inevitablemente, no está a la altura de las anteriores- se ve con agrado e interés gracias a un intenso tratamiento del color y unas interpretaciones más que convincentes.






The Living Idol (Metro-Goldwyn-Mayer, 1957)

Rumbo a México en la última película del estadounidense. Una maldición que irrumpe en la vida de un grupo de amigos dedicados a la literatura y la arqueología en un levantamiento maya. Una vez más, la reencarnación se convierte en asunto acuciante para Lewin –como ocurre, recordemos, en “Pandora” y “Saadia”, que convierte una cita de Platón (“El alma puede hacer uso de muchos cuerpos”) en el pretexto para una trama que vuelve a confrontar hechicería y ciencia. Lewin las funde admirablemente: “A medida que la ciencia avanza más aumenta el misterio de la vida”.

Combina narración omnisciente con el relato de uno de los protagonistas, el actor escocés James Robertson Justice que a medida que progresa en sus descubrimientos en las pirámides mayas, más cree en el misterio y la fábula.

El argumento gira en torno al simbolismo entre la escultura de un jaguar (que encuentra su encarnación en otro del zoo de México DF) y Juanita (Liliane Montevecchi), una joven con sangre de la antigua civilización de la zona que ve separada de su propia alma, lo que la sume en la melancolía y la derrota vital.

La conexión con el Tourneur más sutil y sugestivo es evidente, tanto que parece un compuesto entre “La mujer pantera” y “El hombre leopardo”, ambas facturadas en los años 40.





A pesar de que ha pasado a la historia como una obra dirigida a medias entre Lewin y René Cardona (afamado actor y director en su país, con hitos tras la cámara como su versión de 1960 de la leyenda mexicana “La Llorona”; no en vano la canción basada en el mito se interpreta brevemente en “El ídolo viviente”), se nota la mano del anglosajón en el cuidado cromático de todo el metraje, en los ingeniosos recursos de las transparencias para filmar un mambo entre los dos protagonistas –Juanita y el periodista del que está profundamente enamorada-, en un ejemplo palmario de economía de medios que, además, le sirve para simbolizar y desglosar la historia de amor respecto al resto de entorno.

No faltan los guiños literarios –el poema “El tigre” de William Blake o, de nuevo, Hamlet, donde se busca la reacción ante la representación de un crimen o sacrificio- y el apartado pictórico se orienta principalmente a una serie de diapositivas que Roberton Justice va mostrando mientras da una clase en un seminario sobre comportamientos sanguinarios y expiaciones a lo largo de la historia. Tampoco Lewin se resiste a darle a la música visceral y enigmática su protagonismo al piano.







Quedan secuencias memorables como el jaguar recorriendo las desiertas calles y jardines de México DF, o planos como los del viaje en tren desde el campamento arqueológico a la capital en mitad de una lluvia que, a través del cristal, semeja un conjunto de nubes, como si en lugar de en tren los actores se desplazasen por avión.


Una película estimable que hubiera pasado sin problemas por una de las más estilizadas de la productora Hammer. Un más que digno colofón.