domingo, 5 de noviembre de 2017

Oblique Strategies





Cuarta Edición:

Be dirty


Cartas anteriores:

2016
Tercera edición:
Bridges -build –burn

2015
Segunda edición:
Decorate, decorate

2014
Primera edición:
44. Feedback recordings into an acoustic situation

2013
Cuarta edición:
Change ambiguities to specifics

2012
Tercera edición:
Don't be frightened of cliches

2011
Segunda edición:
91. Repetition is a form of change

2010
Primera edición:
70. Reverse

2009
Cuarta edición:
40. Go outside. Shut the door.

2008
Tercera edición:
8. Ask your body

2007
Segunda edición:
114. What mistakes did you make last time?

2006
Primera edición:
46. Make a sudden, destructive unpredictable action; incorporate.



viernes, 3 de noviembre de 2017

Isis, de Villiers de l’Isle Adam





El Divino y Glorioso Villiers. A su fama le preceden muchos de sus “Cuentos Crueles” –algunos, como “Vera”, influidos absolutamente por Poe y al altura del calado psicológico y apasionado del bostoniano- o “La Eva Futura”, ese ideal mecánico construido en el laboratorio secreto de Edison para vuestro sueño y el mío. Por no hablar de “La Extraña Historia de Tribulat Bonhomet” -¡el asesino de cisnes!-, una obrita deliciosa de la que guardamos un lejano pero leal recuerdo y que recopilaba diferentes relatos bajo un pretencioso y retorcido regusto conceptual, en busca siempre del sonido definitivo,  entre lo teatral y lo insólito.




Para Rubén Darío, dentro de su estudio de “Los Raros” dedicado a algunas de las almas más singulares y desgraciadas del XIX, Villiers era “un rey; un rey absurdo si queréis, poético, fantástico; pero un rey”. Poco antes Paul Verlaine había dicho de él –frisando el último quejido de aquel siglo- que “camina hacia una posteridad sin fin”  y que “evoca (…) un espectro de mujer misteriosa, reina del orgullo, sombría y arrogante como la noche (…) con reflejos de sangre y de oro en su belleza y en su alma”. Esta última reflexión vale para Hadaly, para “Clara Lenoir”, pero también, indiscutiblemente, para Tulia Fabriana, la protagonista de “Isis”, primera novela de este disidente aristócrata francés que nació entre algodones y acabó tocando con las manos el abismo de la pobreza más absoluta, sintiendo como nadie aquello de que “escribir es llorar”.




 “Isis” cumple a rajatabla el canon villiersiano: fractura espacio-temporal y sustitución de la previsible linealidad por diferentes estadios donde dar rienda suelta por una parte a sus reflexiones filosóficas y, por otra, a su encapsulación poética. Apuntes historiográficos –las disputas entre Güelfos y Gibelinos, a través de los cuales se extraen los orígenes de Fabriana- y apostillas ontológicas llenas de lucidez y prestancia: “la imposibilidad de un aislamiento duradero en cualquier ciudad de Europa (…) se enmaraña alrededor de las personas precisamente en razón de los esfuerzos que éstas hacen por desprenderse. Nadie puede sustraerse a esta vinculación infinita. Llega hasta a hacer a los individuos, sin que lo sepan, solidarios los unos con los otros” dice el viejo diplomático Forsiani, especie de cicerone del príncipe alemán Wilhelm de Strally-d’Anthas, el postulante de este volumen, a la llegada de este a Florencia, centro de operaciones. Ello entroncará con la existencia de Tulia Fabriana, una mujer inaccesible, apegada exclusivamente a su propio conocimiento y disfrute solitario. A medida que vamos conociendo a esta marquesa huérfana desde temprana edad -pero con todas las necesidades más que cubiertas- vamos descubriendo sus oscuras aficiones, sus curiosas tácticas, sus frustraciones, su desdoblamiento de personalidad… “Isis” tiene ya muchos de los elementos que Villiers desarrollará en sus posteriores pasos: emulsiones de extrañeza y erudición mezcladas con sobrado carácter, desprecio por hilos argumentales convencionales y el gusto por un genuino acabado lírico entre el misterio y la emoción. Una ráfaga de luz artificial y subversiva entre los vastos vestigios de una tradición ilustre pero dispuesta siempre a ser intervenida espiritualmente entre insinuaciones de esoterismo y simbólicos decorados. No defraudará en absoluto a los seguidores de los títulos indicados al principio: Jean-Marie Mathias Philippe Auguste, conde de Villiers de l`Isle-Adam, si por algo destacó es por su insobornable compromiso con la rareza, entonada con una potencia terrible y una seguridad más allá del Tiempo y el cliché.




sábado, 28 de octubre de 2017

Pursued (Raoul Walsh, 1947)





Principios del siglo XIX: el territorio de Nuevo México libra una batalla infatigable contra los españoles por su legítima independencia y es en los estertores de dicha contienda cuando reciben, además de más apoyo logístico, el definitivo reconocimiento por parte de los Estados Unidos.

Jeb Rand (Robert Mitchum) es uno de los ganaderos que, voluntariamente, se alista en las guerrillas yanquis para enfrentarse al Virreinato de Nueva España. Logra volver a su hogar como combatiente victorioso, pero a su regreso volverá a enfrentarse a un oscuro pasado y a diversos problemas pendientes que lleva acarreando desde su más tierna infancia.





“Pursued” (“Perseguido”) es el reputado western psicológico conducido por uno de los directores más poderosos del periodo clásico. Walsh, autor de una extensa y recia filmografía en la que destacan portentos del cine de gánsteres como “The Roaring Twenties” o “White Heat”, clásicos del cine negro como “High Sierra” o “Background to Danger” y auto-remakes como “Colorado Territory” –una vuelta de tuerca a su propia “High Sierra”, adaptándola al lenguaje del Lejano Oeste- dio de alguna manera con “Pursued” el pistoletazo de salida a un necesario matrimonio entre western y film noir o, si lo prefieren, entre drama rural americano y thriller. Títulos inmediatos en el tiempo como “Ramrod” (Andre de Toth), la propia “Colorado Territory”, “Winchester 73” o  “The Furies” (estas dos últimas a cargo de Anthony Mann) ahondarán en la misma concepción intimista, trágica y repleta de claroscuros que logrará dar otro tipo de profundidad a las producciones vaqueras.





Jeb Rand vive constantemente perseguido por un capítulo de su niñez que le obsesiona –pues no recuerda con exactitud-, que supone un punto de fuga en su existencia, un impactante momento que marca un antes y un después: recogido entonces por una viuda (Judith Anderson, la legendaria ama de llaves de “Rebeca”) que le adopta, pasa a ser otro miembro más de la familia -formada además por sus dos hijos naturales-, y tendrá que asumir un buen número de perspicacias, inconvenientes y reacciones en su contra. Entre ellas la competencia con el hijo de aquella por llevar las riendas del rancho, la defensa a ultranza de su propio apellido y lucha por el amor de su “hermanastra”. Flotando sobre todo ello la persecución del cuñado de Anderson, el muy inquietante Dean Jagger –“Dark City”, “Rawhide” (otro western noir muy a tener en cuenta), “X… The Unknown” o “Private Hell 36”-, un villano sádico e inmoral que carga injustamente en Rand toda su venganza y animadversión.




Estructurada a partir de un prolongado flashback, “Pursued” es una película diferente, más allá del género y más cercana al tormentoso conflicto personal de obras como “The Wind” de Victor Sjöström –otro heterodoxo western del periodo mudo forjado en el instinto de autoprotección dentro de un ambiente hostil-, a la contemporánea “The Red House” de Delmer Daves –con la que comparte la obsesión por una casa abandonada donde se esconde un secreto sobrecogedor- o a la despiadada resurrección de todas las tensiones entre familias del caso Puertohurraco que a cualquier western arquetípico.

Espacios abiertos pero opresivos, donde se mezcla la alucinación con el miedo bajo un ejército de nubes infinitas perdiéndose en la lejanía, marcan a fuego las entrañas de esta apasionante –y apasionada- película. El espléndido e impecable guión de Niven Busch –autor de novelas llevadas al cine como “Duel in the sun” o la citada “The Furies” y casado en la vida real con la otra protagonista femenina, Teresa Wright- gana aún más en estilización con la aportación en la partitura del imprescindible Max Steiner, traduciendo magistralmente las intuiciones y reacciones de los actores con música incidental que refuerza los elementos temperamentales de todos ellos.





No podemos renunciar a destacar la presencia siempre imponente de Mitchum, con ese estilo suyo tan característicamente ausente y descreído –de la misma escuela que otro actor cantarín, Dean Martin- al que, como guinda, añade para su lucimiento personal algún número musical donde poder hacer valer sus dotes como intérprete –ahí queda su versión a capella del mítico “The Streets of Laredo”-. Un Mitchum cercado aquí por el infortunio constante, casi dejará hacer al resto – como solo pueden permitirse los más grandes- la resolución de esa de esta cinta crepuscular y edípica absolutamente memorable.

domingo, 1 de octubre de 2017

El placer, de Gabriele D’Annunzio






D’Annunzio fue una especie de Gainsbourg de la literatura: talentoso, excesivo, refinado, caprichoso, ligón, hortera, confundido… Después de una carrera llena de éxitos de crítica y público, acabó por asomar en los últimos años de su vida el perfil más polémico, belicoso y diletante, ese que, en su caso coqueteó con el nacionalismo más exacerbado y que acabó convirtiéndole, quizá demasiado a su pesar, en icono intelectual de la Italia fascista de Mussolini y en una caricatura de sí mismo, esto último muy trasladable al autor de “Histoire de Melody Nelson”.

A pesar de estas execrables consecuencias, no se puede esquivar la constatación de que hay un D’Annunzio atractivo para los que seguimos interesados en una corriente literaria aún hoy tan hipnopómpica como influyente como es el Decadentismo. Así “El placer” –debut en novela tras algunos libros de poemas, algún otro de cuentos y muchas reseñas periodísticas-, publicada en 1889, bebe directamente de las evocaciones interminables que marcaran tendencia a partir del “À rebours” de Huysmans (publicada cinco años antes) y a su vez allana el camino para otras como “El Deseo y la Búsqueda del Todo” de Frederick Rolfe (a.k.a. Barón Corvo), ya concebida en el siglo XX.




D’ Annunzio coincide con Huysmans en el gusto suntuoso por la decoración, el coleccionismo artístico y la predisposición de la luz y las sombras en las estancias, derrochando descripciones en forma de filigranas metafóricas dedicadas incluso al más nimio detalle y desplegando una erudición solo al alcance de alguien que, como él, procedía de una familia acomodada y con desahogada capacidad de movimiento e información dentro del espectro cultural y filosófico del momento. Con el Barón Corvo comparte la obsesión por la exposición de una ciudad –en este caso Roma; en el caso de Rolfe sería Venecia- llena de historia y seducción, haciendo inventario de un rico caudal de monumentos, pinturas, escritos, calles y ángulos de la ciudad eterna. Así, podemos disfrutar el periodo barroco -Palacio Barberini- mientras leemos el pre-Renacentismo de “El Decamerón”, para subir después a la Villa Médicis o a la vía Sixtina (por poner algunos ejemplos escogidos al azar). Casi en cualquier página, Gabriele D’Annunzio nos obsequia con una referencia arquitectónica, musical, literaria, iconográfica u ornamental, haciéndonos palpitar esteticismo desde cualquier rincón de su obra.






El argumento de “Il piacere” combina suficientes elementos autobiográficos como para hablar de un retrato bastante representativo del propio autor, un bon vivant (en la ficción Andrea Sperelli, el Dorian Gray italiano) alistado en las filas de la promiscuidad sentimental y sexual, de la preeminencia del continuo equívoco afectivo o del interés egocéntrico y antojadizo que no dejan de esconder una inseguridad y una ligereza éticas condimentadas además con autoconscientes alusiones edípicas y monólogos interiores.
“El placer”, por tanto, funciona como una más que válida guía de viaje, como documento esteticista e ilustrado y como una sugestiva novela cuasi-erótica (esto es, que sugiere más que muestra) que, en cualquier caso y paradójicamente, no se detiene en profusas e interminables explicaciones o concesiones sobre los temas a tratar -o sentir-, logrando un equilibrio natural no exento del barroquismo, de la levedad lumínica o la conspiración temperamental que se le presupone al Simbolismo.


domingo, 17 de septiembre de 2017

Shakatak, “City Rhythm” (1985)






¿Se acuerdan? Su nombre era pronunciado con fruición en los años ochenta en espacios radiofónicos como “El cubo mágico” de Radiocadena -con el malogrado Antonio Fernández- o en emisoras como Radio Vinilo. Era sinónimo de música de calidad, canciones de alta gama –como diría Diego A. Manrique- y producciones impecables. Fusión paradigmática de funk, soul, pop, ritmos latinos y jazz, el grupo británico Shakatak permanece en activo de manera prácticamente ininterrumpida desde su formación, allá por 1980. Continúan editando discos y girando: principalmente en Japón, donde a menudo publican álbumes exclusivos para dicho país, confirmando el poder de talismán del público nipón para con muchos de aquellos artistas que, apartados por el fragor de las modas musicales, aún pueden saborear las mieles del reconocimiento al menos en aquellas latitudes.

Conviene indicar que Shakatak es uno de los grupos más influyentes de las últimas décadas. Si queremos hablar de pop refulgente, con pespuntes funk, bases imponentes, solvencia instrumental y voces blancas –a ser posible femeninas- con temple ‘negro’, el nombre de Shakatak debe ser absolutamente requerido. Swing Out Sister (¿sus alumnos más aventajados?), Dip In The Pool, Everything But the Girl, Sade y hasta Saint Etienne o Ciudad Jardín beben, de una manera más o menos directa, más o menos consciente, del influjo del combo londinense. Pero su música no surgía de la nada: ellos previamente habían armado su sonido gracias a las escuchas compulsivas de gente como Steely Dan, George Benson, Manhattan Transfer o Boz Scaggs, solo por poner algunos nombres.







Los primeros discos de Shakatak, hoy considerados clásicos, ya venían con ese concepto incuestionable y canciones emblemáticas como “Night Birds”, “Out of this World” o “Dark is the Night”. Sin embargo, también adolecían de un porcentaje elevado de intrumentales que restaban peso y potencial comercial a su propuesta, por eso cuando llegó “City Rhythm”, su sexto lp, de alguna manera marcó un nuevo periodo donde los de Bill Sharpe y Jill Saward impulsaron un mayor énfasis en canciones con mayor predominio vocal, siendo éstas ya definitivamente mayoritarias. Algo que después no siempre vuelto a ser así, reservándose el grupo las dos cartas en posteriores referencias, manteniendo ese carácter dual que les ha acompañado desde siempre.






“City Rhythm” se abre ni más ni menos que con “Day by Day”, a dúo con Al Jarreau (sí, el de la canción principal de la serie “Luz de Luna”, pero también una de las trayectorias más consecuentes del smooth jazz), otra de los modelos confesos de Shakatak. La canción se convertiría en uno de sus mayores éxitos e incluso daría título genérico a alguna reedición de este “City Rhythm”, en detrimento del título original. A partir de aquí y prácticamente hasta el final asistimos a un banquete de sophisti-pop pleno de elegancia, expresividad e inmediatez. La otra pieza realmente célebre del disco sería la propia “City Rhythm”, una tonada que ya desde los primeros susurros en el arranque reconocemos como uno de los hits indispensables de aquella década, una salmodia que no deja aún hoy de incitar al baile y a la felicidad.
Más poderío ultra-funk con regusto mainstream y agudeza pop: las trepidantes “Physical Attaction”, “Goodby Mickey Mouse” o “I Must Be Dreaming” podrían haber sido perfectamente tan famosas (singles potenciales, se decía) como las anteriores y permanecen como esas gemas inmarchitables que cualquier programador medianamente puntillista de la época no dudaba en rescatar, ya fuese en la pista o en las ondas hertzianas. El contrapunto intimista lo ponían “Secret” o “Africa”, la segunda con esos coros-pastiche supuestamente tropicales tan deliciosos que pretendían hacernos vivir en una aventura exótica de pálpito espiritual y peligros inciertos. Un disco excelente que no necesita de análisis demasiado sesudos o filosóficos: pura plasticidad e indiscutible aplomo para una de las reivindicaciones más urgentes de aquella década.


OTROS DISCOS RECOMENDADOS:





“Into the Blue” (Polydor K.K, 1986)

Primera de las producciones de Shakatak originalmente destinada en exclusiva al mercado japonés. Destaca la apabullante “Catch Me If You Can”, arquetípica de la prestancia tanto vocal –Saward- como instrumental de grupo (en especial el solo de saxo a cargo de Phil Todd, habitual de Paul Hardcastle). Ritmos samba y latin jazz –“Dèja Vu (To The Wind)”-, delicias pop –“Perfect Smile”- y ambientes sedosos –“Secret Garden” en una grabación donde instrumentales y canciones cantadas se alternan casi al cincuenta por ciento.





“Never Stop Your Love” (Polydor K.K, 1987)

Otra colección pensada solo para el aficionado nipón. Fueron singles “Mr. Maniac & Sister Cool” (con esos injertos de voz tratada tan típicos de aquellos años) y “Something Special”. Me gusta especialmente la segunda porque está escorada de alguna manera y con mucha gracia al hi-energy y no desentona nada en la vertiente euro-dance de la época. También son muy apetecibles “Releasin’ The Feelin’” (festín de teclados y sintetizadores 80’s) o la inicial “Time Of My Life”, con su estribillo pletórico y rompedor.





“Da Makani” (Polydor K.K, 1988)

Enésima cesión al país del sol naciente. Arranca con una “Da Makani Suite” de 11 minutos dividida en cuatro instrumentales con aires de jazz improvisación. Menos accesible que los discos anteriores (dominan los temas sin voz), contiene no obstante maravillas pop como “Only Yesterday” o la muy tórrida “Racing with the Wind”. Canciones estas últimas con desarrollos instrumentales más o menos prolongados antes de que lleguen las voces de Jill Saward y sus compañeras Jackie Rawe y Tracy Ackerman: un recurso muy habitual tanto en este disco como en otros de Shakatak. Cierra este disco de concepto tan marítimo -no hay más que ver la portada- la evocadora “Eyes Of The Sea”, tercer pilar de uno de sus discos más personales.





“Afterglow” (Secret Records-Victor, 2009)


Con 25 discos a sus espaldas (producción que asciende en el momento de escribir estas líneas a 29: no paran), una carrera sin sobresaltos y una afición siempre fiel, Shakatak se destaparon a finales de la década pasada con uno de sus discos más completos e inspirados. Un golpe de genio necesario para reevaluar la capacidad creativa de unos veteranos que, no obstante, siempre pueden deparar sorpresas tan agradables como la que ahora nos ocupa. “Afterglow” se abre con “Footprints In The Sand”, un comienzo exultante -¡con qué goce y savoir faire canta aquí Saward!- que da la perfecta medida del estado de gracia de los ingleses. “In My Heart” impecablemente melódicamente gracias a sus recovecos armónicos y del bajo –de hecho está compuesta por George Anderson, el músico encargado desde siempre de las cuatro cuerdas-, “Freefall” (compuesta por Saward) y su sempiterna querencia por los ritmos brasileños, la exquisita balada “Lullaby” o la propia “Afterglow” son otras de las bazas irrenunciables en este resurgimiento en toda regla. Son unos Shakatak especialmente atemporales, sonando con una calidez y una maestría que solo pueden dar los años y la creencia sin ambages en su sonido característico.