martes, 18 de agosto de 2020

Waldemar Bastos





El pasado 9 de agosto moría el músico angoleño Waldemar Bastos a la edad de 66 años. Diagnosticado hacía tiempo con cáncer, este hecho le obligó en los últimos años (casi una década en total) a apartarse de toda actividad relacionada con los escenarios y los estudios de grabación, forzando desgraciadamente su retirada definitiva. De escueta discografía -tan solo seis discos en casi cuarenta años de trayectoria profesional-, Bastos fue un cantante y guitarrista de discreta exposición mediática pero intensa, clara y profunda lírica. 

Su biografía refleja la convulsión casi continua a la que se vio sometido su país natal básicamente desde principios de los años sesenta y casi hasta nuestros días. Tras ser testigo de primera mano de la Guerra de Independencia respecto a Portugal -que se hizo efectiva en 1975, un año después de ser derrocado el gobierno luso de Marcelo Caetano-, de la posterior Guerra Civil entre facciones de liberación antagónicas (que duraría hasta principios de este siglo) y, durante esta última, de llegar a ser encarcelado como otros tantos artistas críticos e incómodos con la descarnada y asfixiante situación a principios de los ochenta, aprovechó su liberación para exiliarse, contradictoriamente, al Estado opresor europeo, donde además de más estabilidad podría empezar a desarrollar comercialmente su carrera musical. Otros colegas no podrían contarlo a posteriori: muchos de ellos morirían en Angola ejecutados.





Su primer disco -"Estamos juntos" (Odeon, 1983)- contaba con una portada que subrayaba la declaración de principios que entreveía el propio título. Waldemar, con torso desnudo, aparece en medio de la representación gráfica de los continentes de América (del Sur) y África. Más concretamente de Brasil (entonces estaba viviendo a caballo entre este país y Portugal) y la costa occidental africana. Y es que el álbum contará ni más ni menos que con la participación de figuras incontestables de la constelación MPB como João do Vale -recitado incluido-, Chico Buarque -su padrino en aquel momento- y Martinho da Vila, además de con una nómina de instrumentistas también brasileños que deja más que a las claras las intenciones afro-sambistas de Bastos y sus "cantigas populares". El lamento tropicalista de "Mungeno" -dominado por el violín y "asaltado" por coros femeninos en su parte central- y la balada explícitamente pro-independentista "Velha chica" se alzan como las piezas más destacadas de este primer muestrario.





"Angola minha namorada" (Valentim De Carvalho-EMI, 1990) es un homenaje más explícito a las raíces autóctonas del país de origen de Bastos. Semba o kizomba ya dominan los surcos de este segundo capítulo, pero también hay espacio para la comunión con otros países hermanos como en el manifiesto "Morna Cabo Verde". A estas alturas Waldemar ha progresado ostensiblemente a nivel vocal -"Nduva (Na Morte Da Cantora)"- y en preciosismo -"Zuim Zuim"-.

Co-producido entre Valdemar, el productor -y compositor- de parte de lo más granado pop-rock portugués (GNR, Heróis do Mar, Pop Dell'Arte, Rui Veloso) Amândio Bastos y el músico carioca de jazz fusión Jorge Degas, "Pitanga madura" (EMI, 1992) se deja llevar por un sonido más limpio y sinóptico -la canción que da título al disco, en la onda del Caetano Veloso de "Circuladô"- e incluye soluciones aboleradas -"Primavera"- pero también espiritual negro -"Basolua Balukaco"- o fado -"Foi Deus". Cierra la auto reivindicación de "Waldemar", todo un canto de vida y esperanza para los suyos a pesar del conflicto infinito circundante allá.






"Pretaluz" (Warner-Luaka Bop, 1998) supone el momento de mayor gloria comercial y proyección fuera del círculo de seguidores angoleños, brasileños y portugueses que había acumulado hasta ese momento y, paradójicamente, el más difícil -a nivel anímico- de sus discos, escrito tras la muerte del hijo de Bastos. Después del impacto dentro del concepto world music que supuso Cesária Évora y el morna caboverdiano a principios de los noventa entre los consumidores occidentales, el ex-Talking Heads David Byrne, siempre sensible al radar de nuevos descubrimientos lusófonos para el público anglosajón -ya había incluido a mediados de los noventa a Waldemar en un recopilatorio de muestreo-, lo termina de incluir dentro de su escudería, con producción de Arto Lindsay incluida y colaboración de Peter Scherer -a la sazón co-productor del "Estrangeiro" de Veloso-, proporcionando la pátina neoyorquina que ya se había llegado a tantear en "Pitanga Madura".
Con criterio y empatía, el ex-DNA supo respetar el momento doloroso de Bastos y mantener tras la mesa de mezclas la desnudez y pureza de unas canciones que transmiten más que nunca sabiduría y serenidad. La consabida coartada vanguardista asociada a Lindsay está muy tamizada y todo fluye con la naturalidad que reclaman cada una de las piezas del disco, potenciando la vertiente más folk y misteriosa del angoleño, acercándole de paso en maneras a otro autor "vampirizado" en su día por Lindsay: Vinicius Cantuária. "Petraluz", por su hondura y eficaz gestión corporativa se convirtió, merecidamente, en un inexcusable de los años noventa, además de ponerle en el mapa de la intelligentsia.






"Sempre é preciso amar mesmo até ao desamor" rezaba la contraportada del "Renascence" (World Connection, 2004) que se tradujo, quizá para compensar la oscuridad de la referencia anterior, en el disco más festivo y soleado de su carrera, sin dejar de compatibilizar con la denuncia pertinente -"Paz, pão e amor"-. Producido por Paul "Groucho" Smykle (Colourbox, Shriekback, Ray Lema) el álbum está, ante todo, repleto de momentos de dance poderoso -la antioxidante "Pitanga madurinha", la penetrante batucada "Sabores da terra"-. No obstante, es la que daba título al disco la que, en contraposición, predestina para el tono de su siguiente y último álbum -"Classics of my soul" (WB Music, 2010)-, una sesión comandada en varios momentos por la London Symphony Orchestra, reinterpretando, entre otros, básicos de sus cosechas anteriores -"Tereza Ana" o "Velha Xica"- y otorgando involuntariamente a esta despedida un carácter de marcado ímpetu ceremonioso y trascendental -especialmente demoledora "Aurora"-, asentando de manera definitiva el maridaje transoceánico que se propuso desde el primer día. 

Que la tierra le sea leve.