sábado, 11 de diciembre de 2010

Gaspard de la nuit, de Aloysius Bertrand




Desde Fausto a Medardo, pasando por Melmoth y varios más, la reaparición del Diablo tuvo en el final del siglo XVIII y el principio del XIX uno de sus mayores auges en la memoria colectiva literaria. Casi siempre caracterizado de manera naturalista, cotidiana, dentro de los cánones de comportamiento de la Edad Media, marco más que recurrente y obsesivo en los escritores del momento.

No escapa a esta presentación la breve obra de este autor de origen italiano pero francés de adopción. Gaspard es ese diablo que, con apariencia de monje, tomará posesión de nuestro escritor para dejar unas breves pinceladas de su visión del mundo, bajo la disoluta impostura del bufón. Divididas en seis partes, y a su vez aquellas divididas en varios relatos más o menos poéticos, Bertrand viaja en ellas por el Medievo francés, español o italiano, con los ojos del Barroco holandés (Rembrandt) poniendo la forma y el color. Así, en “La escuela flamenca” predomina la descripción, el detalle y el diálogo corto y costumbrista, tornándose decididamente fantástica en capítulos como “Camino del aquelarre”. Scarbo, gnomo y saltimbanqui, es el protagonista de “La noche y sus prestigios”, la otredad de Gaspard y uno de los principales reclamos del libro, que siente especial predilección por los desfavorecidos, los oscuros o desprevenidos, vampirizándolos ya sea en el crepitar del día o desde la bruma de los sueños.




Tuvo Gaspard, como toda obra única -y en este caso maldita- su particular adaptación musical (Ravel), además de la oportunidad de servir de acicate a todo un género en constante ebullición desde entonces: el poema en prosa. “La obra que inspiró a Baudelaire” reza la banda que acompaña la edición de Artemisa. Y semejante aseveración no parte del capricho empresarial o del señuelo gratuito. Carlos se ocupó de dejarlo bien claro en el inicio de su “Spleen de París” (“al hojear “Gaspard de la Nuit”, se me ocurrió la idea de intentar algo parecido”), influido de manera narcotizante por “El viejo París” de Bertrand, otra de las patas de esta obra ubicua y profética donde la verdadera poesía tomará el timón en su parte final, la de las “Silvas”, por ritmo, entonación e instinto.

Libérrimo, sorteando la catalogación inmediata, el propio Bertrand se ocupó de avisarnos (a través de su epílogo dedicado a Nodier, pues en justicia de su Smarra o de su Trilby nace aquel Scarbo) desmarcándose de cualquier imperativo: “Aquí tienen mi libro, tal y como lo he escrito y tal y como se debe leer antes de que los críticos lo oscurezcan con sus aclaraciones”.