De las películas con temática de catástrofe post-nuclear que vendrían a continuación, es ésta la que mejor y más abruptamente expresa la pesadumbre existencial de una inmensidad devastada por la psicosis atómica. Sin el inocente amauterismo de un cuasi debutante Roger Corman en “El día del fin del mundo” (1955), ni la cursilería argumental de “El mundo, la carne y el diablo” (Ranald McDougall, 1959), ni la despreocupación hollywoodiense de “La hora final” (Stanley Kramer, 1959) ni, ya más lejos, el delirio camp de “El último hombre sobre la tierra” (Sidney Salkow, 1964), esta obra del conflictivo Oboler deslumbra por su acritud, su sobria puesta en escena, su cuasi-convincente trama espacio-temporal y la ausencia casi total de concesiones al público medio que, rodada en la época que se rodó, no deja de tener su importancia.
El ritmo templado y la cuidada y precisa fotografía la hacen impropia de su época, y mucho más con una factura diez o quince años a posteriori, lo que le confiere inevitablemente un aire de atemporalidad ganado bien a pulso.
En el ámbito de lo particular, atrapa sobremanera la actuación de Susan Douglas Rubes, en uno de los papeles de semi-autista -víctima de un shock a la altura de las circunstancias- más convincentes y estremecedores. Una actriz de efímera trayectoria delante de las cámaras que bien podría haber insistido al menos en algunas interpretaciones de similar calado.
Five (que comienza con unas líneas del bíblico Salmo 103:16 y acaba con el 21 del Apocalipsis) es un número escogido al azar para trazar otros tantos caracteres de los supuestos únicos supervivientes del fatídico desenlace al que han acabado abocados. Así está el idealista obstinado en alguna clase de renacer, la mujer (y madre) asustada y ensimismada en sus recuerdos e incertidumbres, la presencia de la senectud representada en la serena aceptación que da el inminente ocaso de su propia condición; el frío, calculador, inquietante y desestabilizador de la reducida comunidad y la noble –y resignada - víctima de los arrebatos que conlleva la no aceptación del “diferente”.
Entre el compromiso por una regeneración vital y el conformismo por apurar hasta la última gota de un mundo arruinado consigo mismo, como repunte “arty” quedará la casa de Frank Lloyd Wright donde se desarrolla gran parte de la acción, como secuencia estrella la visita a la gran ciudad, y la crudeza y la audacia estética como señas de identidad de una película sin edad que sigue derrochando revelación en cada uno de sus fotogramas, más allá de sus discutibles preceptos de fondo.