martes, 21 de febrero de 2012

Enrique Sierra




El arte surge de la fascinación. La misma que sintió el niño ante la pantalla de televisión en las frías tardes de un año cualquiera. En aquélla, entre imágenes de una extraña poética y un ritmo contenido de estribillo aprehensible, se arrastraba una curiosa criatura cual reptil desafiante y, a la vez, medroso. Fue en ese momento –Y NO EN OTRO- cuando el niño se giró hacia su gemelo: “Qu'est-ce que c'est?”. Sin apenas darse cuenta, para ambos acababa de comenzar su particular romance “fin de siècle”.
Cae la tarde.



En un arrebato de ilusión adolescente e ingenua, sigo pensando que algunas personas son inmortales. Desde este estúpido escepticismo, sin embargo, a uno le asalta la intención –como un torrente ingobernable- de intentar glosar en unas cuantas líneas algo de lo mucho que significó ese alguien a quien no se tuvo la fortuna de conocer personalmente –excepto en un par de escuálidas ocasiones que casi ni merecen llamarse así- pero que, sin embargo, resultó ser tan inspirador, tan cercano y tan digno de admiración y respeto. Perdonen que me ponga así: los fans de Radio Futura –ahí van casi tres décadas de hoja de servicio- no estamos acostumbrados a este tipo de tragedias (aunque sea del todo imposible poder llegar a aclimatarse a ellas). Como decía, pensaba que siempre estarían todos aquí. Por eso espero que puedan entender que no pueda reaccionar del todo y que, a cambio, lo haga agitando parcial y torpemente la memoria.



Sir Henry no venía para punki, aunque se cruzó con “ello” y seguramente lo fue mucho más que otros que gritaban más fuerte y hacían más tonterías encima de un escenario o delante de una grabadora, confundiendo el método con comportarse como un descerebrado. Aquí era todo lo contrario: el míster podía ser un tipo en apariencia provocador o intimidante, que vacilaba con determinada pose según el momento, pero que ante todo destacaba por su discreción, inteligencia, capacidad de trabajo y magnetismo; de los que tienen una fina intuición, saben aprovecharla para su disfrute y, de paso, para un proyectado enriquecimiento hacia los demás. Sin prejuicios y con una envidiable capacidad para la transformación, conseguía sorprender cada temporada –desde sus inicios en RF como émulo adolescente de Iggy Pop hasta su pelo rubio algo desordenado en los últimos años del grupo- a propios extraños con peinados y abalorios a menudo imposibles, sin ahorrar en conceptos en teoría contrapuestos o en mestizaje estético. Era una bendita pesadilla para las mentalidades simples y, a la vez, tal vez sin pretenderlo demasiado, un reclamo para reportajes y artículos de lo más variopinto sobre lo que acontecía en los excitantes años de una escena que acabó encorsetándose en un nombre tan vacuo como irritante. Y es que si hay tres imágenes que quedarán por siempre ligadas al pop español de los primeros ochenta –y casi seguro que por extensión al resto de la década-, sin duda alguna son Alaska en sí misma, Pedro Almodóvar con bigote y falda ajustada y las antenas de Enrique Sierra, mezcla desorbitada de lo punk y lo insospechadamente tribal.



Ese era el escaparate que complementaba a un fino estilista sonoro, de los que preferían eludir un tentador virtuosismo o protagonismos innecesarios en favor de un proceso más sostenible y equilibrado, más de conjunto, donde se potenciaran ante todo esas zonas intermedias que dieran como resultado un artefacto sólido y compacto, alejado de puntuales vanidades personales o patéticas jactancias. Enrique se confirmó a sí mismo en ese axioma, aportando contención, instinto y elegancia. Propugnando atmósferas, atractivos ambientes en contraposición a los arrebatos de guitar hero trasnochado y pagado de sí mismo.

La suya fue una manera de tocar, una sonoridad genuinamente madrileña, en la tradición de otros generadores de rocanrol castizo como Josele Santiago o Rosendo Mercado. Pero en el caso de Enrique Sierra fue mucho más allá, adaptándose a una paleta más amplia donde cupiesen nueva ola, post-punk, funk, glam, reggae, electro o psicodelia, perfilando a través de todo ese conglomerado un sonido único, tremendamente personal y, como está más que demostrado, intransferible. Todo ello al servicio de lo más importante: las canciones. Acabó siendo un guitarrista tan extraterrestre como impulsor de texturas de una marcada originalidad.



Como compositor también supo sacrificarse -en teoría- a justas aportaciones, pero si nos detenemos en los créditos de las grabaciones en las que fue pieza insustituible, nos toparemos con la evidencia de que, por ejemplo, si el repertorio de Kaka de Luxe llegó a tener algo de hechura no fue sino gracias a él, ya que de una colección tan escueta como aquella firmó dos canciones en solitario, varias a medias con otros y otras tantas –las del ep- en comandita con el resto del grupo. Es decir, básico.

No se entiende tampoco el sonido de los primeros Futura sin esas guitarras ardientes e infecciosas –heredadas del glam- que daban razón de ser a los insólitos teclados del malvado Mheekohng o a las inesperadas apariciones vocales de Beatriz Fontana.

En los primeros años de la reconversión, el momento icónico. Puro en ristre, cresta unipersonal y el verde que todo lo inunde. Rockola. La posteridad. Van surgiendo las canciones que irán dando la razón de ser a un proyecto poético –simbolista-, donde Enrique ejerce constantemente de telón que sube y baja. La argamasa necesaria. Ni la lírica de “La ley del desierto/la ley de mar” se entiende sin sus efectos ni el misterio de “De un país en llamas” sin sus impredecibles dedos.

Participó en algunas letras: “La secta del mar”, “La ciudad interior” o “En alas de la mentira”, sugerentes, ya ponen sobre la pista de algunas de sus obsesiones: la fantasía y la argucia, empaquetadas en su formato preferido, el relato corto.



En 1987 el primer gran susto que trasciende al ámbito familiar. Radio Futura encara la gira de su disco más requetepensado y maduro dentro de una carrera donde siempre se palpó el riesgo. A cada hora necesitaban jugársela. Pero tras el primer concierto de “La canción de Juan Perro” el riñón de Enrique Sierra dice basta y se queda momentáneamente fuera de juego, sin poder participar en la gira donde el grupo iba a sonar mejor que nunca, con un poderío insultante. Urge sustituirle –hay decenas de fechas ya confirmadas-, pero sin que sus compañeros piensen jamás en otra cosa que no sea su pronta reincorporación. Nadie pudo imaginar jamás a Radio Futura sin él. En palabras del propio Enrique: “tanto por Santiago, como por Luis y Paz –su mánager-, diría la frase típica de: “daría cualquier cosa por ellos”, pero lo digo de verdad, es auténtico. Me han demostrado que son leales, que puedo esperar de ellos cualquier cosa, y, aunque hicieran algo malo, en el sentido clásico de maldad, no me importaría porque les comprendo tan bien, que sabría por qué lo han hecho”. Sigue sonando tan desarmante como el primer día.

Se recupera, puede estar a punto para el disco en directo pero “Veneno en la piel”, que debiera ser un disco de 1989, se tiene que retrasar al año siguiente debido a otra complicación renal. Asumir tantos peligros relacionados con ese alguien tan importante, sumado a otras razones de peso, aceleran la disolución.



Tanto de su único disco en solitario, “Mentiras” (aunque firmado con el entonces ilusorio nombre de Enrique Sierra y Los Ventiladores), como de “Klub” lo mínimo que se puede decir es que dejaron a un lado cualquier propensión acomodaticia con el fin principal de encontrar una voz –la propia- y un hueco más allá de RF.

Después de un disco para niños (con 127) y una actividad persistente como ingeniero de sonido, la última aparición de Enrique Sierra en el especial sobre aquellos días vertiginosos donde marcó estilo, quizá como una premonición, abrió una última puerta a esos recuerdos, a algunos de los muchos logros del pasado. Y, sin darnos cuenta, asistimos a la última función, a modo de epílogo, natural, sin estridencias ni falsos sentimentalismos. A veces volvía a asomar esa sonrisa pícara y entrañable, la misma que quedará prendida en el corazón de todos los que le estimamos.

La máquina ha dejado de funcionar. El espíritu permanece inalterable.