“Acuérdate de mí cuando yo haya partido,
cuando me aleje al mundo donde reina el silencio;
cuando tú ya no puedas sujetarme la mano,
ni yo me medio vuelva y al volverme me quede.
Acuérdate de mí cuando día tras día,
ya no puedas hablarme del futuro soñado.
Recuérdame tan sólo; comprenderás entonces
que el tiempo ya no admite plegarias o consejos.
Y si acaso ocurriere que un tiempo me olvidares
y luego me recuerdas, no te me pongas triste:
que, si acaso me dejan corrupción y tinieblas
un vestigio de aquellos pensamientos que tuve,
preferiré mil veces que olvides y sonrías
antes que me recuerdes con ojos de tristeza.”
cuando me aleje al mundo donde reina el silencio;
cuando tú ya no puedas sujetarme la mano,
ni yo me medio vuelva y al volverme me quede.
Acuérdate de mí cuando día tras día,
ya no puedas hablarme del futuro soñado.
Recuérdame tan sólo; comprenderás entonces
que el tiempo ya no admite plegarias o consejos.
Y si acaso ocurriere que un tiempo me olvidares
y luego me recuerdas, no te me pongas triste:
que, si acaso me dejan corrupción y tinieblas
un vestigio de aquellos pensamientos que tuve,
preferiré mil veces que olvides y sonrías
antes que me recuerdes con ojos de tristeza.”
(“Recuerda”, Christina Rossetti)
Para los que, con lejanos recuerdos encontrados, asistimos a las peripecias televisivas del detective Mike Hammer -entonces encarnado por Stacy Keach Jr. en la serie de rigor-, visionar años después esta película de Aldrich (“¿Qué fue de baby Jane?”, “Canción de cuna para un cadáver”) y encontrarse con un referencia literaria tan concreta en el guión como es un extracto del poema que encabeza esta entrada, no deja de ser un motivo de incitación añadido para afrontar –si no lo está ya lo suficiente- una rehabilitación de esta osada muestra de entretenimiento sin igual, muy acorde con el temple de su realizador.
Desde los títulos de crédito, estratégicamente sobreimpresionados en posición inversa –se van leyendo de abajo a arriba mientras la cascada va de arriba hacia abajo-, ya se nos advierte del carácter oblicuo y travieso de esta pieza llamada a subvertir las por entonces ya demasiado esquemáticas coordenadas del cine negro, que venía de vivir su incontestable edad de oro. Con la sedosa irrupción de Nat King Cole y su “Rather Have the Blues” –artista fetiche en el género: basta con recordar su preponderante “Blue gardenia” en la cercana película del mismo título a cargo de Fritz Lang-, entre jadeos de una criatura en peligro y una carretera negrísima por donde parece que se avanza hacia la nada, arranca una de esa películas que hace las delicias de los iconoclastas y produce malestar e incluso indignación entre los más puristas. Mike Hammer (aquí Ralph Meeker, con un físico muy parecido al Tom Neal de “Detour”), por servir de recordatorio, actúa desde el minuto uno con impasible contundencia y rotunda acritud: no estamos ante un detective especulativo. Y si esperaban algo conmiserativo, vayan marchándose a leer o visualizar otra cosa que corone sus expectativas. Cloris Leachman (Christina) dirigiéndose a Hammer: “Pensaba cuánto se puede saber de una persona con cosas tan simples. Su coche, por ejemplo. Sólo ha tenido un amor verdadero. Usted.”
Amparada en una fotografía que no elude el virtuosismo –principalmente en los claroscuros, como es habitual en Aldrich-, que transpira humedad y un constante desafío refractante, “Kiss me deadly” deja la puerta abierta no sólo a cualquier tipo de interpretación, sino a que la simple evolución de los acontecimientos tenga equilibrio argumental o gire alrededor del puro capricho. Si un jefe de policía entra como Pedro por su casa en la tuya, pero antes se toma la molestia de llamar, querrá decir que nos debemos a un cierto respeto, sin que ello sea obstáculo para subvertir la norma: he venido a decirte algo, pero no necesito llave ni armar un escándalo forzando la entrada. He venido a decirte algo. Confía en MI retórica. Porque la llave está en otro lugar, allí donde si acaso le llevan “corrupción y tinieblas”.
Favorecida por contrapicados o calles cada vez más desiertas, la película avanza imparable hacia una sospecha fatal por intransferible (“Te subes a una montaña rusa. Crees que te puedes bajar cuando quieras. Pero entonces empieza a ir muy deprisa.”) y cercana a lo apocalíptico e indescifrable sin dejar de recorrer, mientras tanto, todos y cada uno de los códigos policiacos al uso –femme fatal, extorsión, venganza, chivatos amedrentados…-. Las pistas fluyen como una cascada impredecible y el desconcierto se tiñe de inmunidad al desánimo, ya sea para sentar un precedente de las películas de James Bond (el encuentro con Viernes, Marian Carr), ya sea para recuperar a villanos como Paul Stewart (el mismo de, por ejemplo, “La ventana” de Tetzlaff).
Salpicada de momentos precisos que bordean ese gran guiñol al que su director siempre estuvo de alguna forma muy apegado, como ese final tan abierto (¿satánico?, ¿extraterrestre?, ¿socialista?, ¿todo a la vez?) que dota a “El Beso Mortal” de un catarsis ambigua muy saludable y que tendría en el futuro todo tipo de cultivadores, desde el Takashi Miike de “Dead or alive” al David Lynch de “Carretera perdida” o “Twin Peaks”.