Ya que nuestro hombre es proclamado “el rey del Simbolismo”, conviene recordar en qué consiste este recurso que es mucho más que una corriente artística en una época determinada. Si bien fue a finales del XIX y principios del XX cuando alcanzó su máximo apogeo y se trabajó más a destajo en el concepto, es una disciplina que anega épocas, estilos y modas.
“El autor recurre al hermetismo semántico como medio de expresión del símbolo. No puede haber símbolo sin pluralidad de sentidos. El oscurecimiento del significado favorece la cooperación del lector, que se encuentra confrontado a una sucesión de imágenes disparatadas cuyos vacíos deberá completar con sus propias representaciones”.
Es decir, que cada cual aporte su propia interpretación como una forma de participación más activa de lo que, en apariencia, implica el aturdimiento o la mera expectación y digestión del texto.
Maeterlinck, en los “Invernaderos cálidos” -su primer libro de poemas-, apuesta por un previsible hermetismo atmosférico a juego con un minimalismo temático como representación de un modelo puramente empírico. Arquetipos simbolistas como el azul, el cisne, el claro de luna o el hastío –que explotaron con semejante vehemencia contemporáneos como Rubén Darío o alumnas aventajadas del belga como Alfonsina Storni- se convierten en constante, en eje central.
Pero quizá lo que más llama la atención de este libro –el mejor de los dos únicos que publicó en verso- son sus “oraciones”, donde la hondura se hace más palpable y expiación más concreta y dócil. Se genera un llamamiento más urgente, reiterando piedad por diferentes estados (ausencia, desgracia o rencor) las veces que sean necesarias.
En la segunda “Oración” comienza: “Mi alma teme como una mujer”, y uno no puede dejar de pensar que, quizá conscientemente, Maeterlinck pretendía rebatir al Rimbaud de “Sensación”, que apostillaba “feliz como una mujer”. Mientras el francés hacía un ejercicio de desinhibición, llevado en volandas por la promesa de un horizonte inabarcable, el belga vengaba aquel requiebro desde un escenario más opresivo, como queriendo acentuar las fronteras de esos forjados paraísos de miniatura, fronteras que inexorablemente él reconstruye íntimamente a través de sus versos. Insistirá en ello en la siguiente plegaría: “Ábreme, Señor, tu camino. Ilumina mi alma cansada, pues la tristeza de mi alegría parece la hierba sobre el hielo”.
De sus “Quince canciones” nos quedamos con la última, donde depura al máximo la épica expuesta en las catorce anteriores, para sentenciar con un fino rayo de consuelo:
“No hay pecado que viva
cuando el amor ha hablado,
no hay alma que muera
cuando el amor ha llorado”
cuando el amor ha hablado,
no hay alma que muera
cuando el amor ha llorado”
Maeterlinck, conciso escultor de lo emotivo.