jueves, 15 de agosto de 2013

Tuca







Ahora que se han puesto de moda los documentales sobre artistas con destinos extraños o paradójicos cuando no directamente increíbles, cabría esperar el hipotético turno de Valeniza Zagni da Silva, más conocida como Tuca, una de las compositoras más audaces de la MPB, cuya fulminante trayectoria daría de sobra para un pase por los más reputados festivales del ramo.

Sin embargo, al provenir del mundo no-anglosajón y habiendo pasado a la historia como co-autora de un histórico álbum en el ámbito francófono, la invisibilidad, sospechamos, seguirá siendo el estado natural de su legado.

Ha quedado para la posteridad, perfectamente documentado e idealizado, el episodio aquel en que Françoise Hardy, meses antes del deceso de Nick Drake, se interesara por el repertorio de este último de cara a una colaboración entre ambos, una alianza que la honda timidez del inglés y su posterior pérdida truncarían para siempre. Aquello pasó en 1974. Mucho menos ilustrado se halla lo que ocurrió tres años antes, cuando la estrella de pop francés,  necesitada de darle a su cancionero un definitivo empujón hacia presupuestos más adultos, recurriría al hálito de la bossa colaborador externo mediante. El resultado fue “La Question”, uno de los discos más celebrados de la ye-yé y verdadero punto de fuga hacia una nueva orientación en la década que empezaba a arrancar. En los créditos, junto a la Hardy, otro nombre mágico: Tuca.




Habiéndose formado en el Conservatorio de São Paulo, su cuidad natal, a finales de los cincuenta, uno imagina a una adolescente Zagni da Silva de buena familia, con raigambre cosmopolita y, a su vez, interesada no solamente en poseer una base clásica en su educación musical, sino en seguir atenta las evoluciones de una nueva generación de autores y músicos amparados en la pujante bossa nova del momento. En la universidad hace sus primeros pinitos en diversas formaciones, recopila contactos (frecuenta las reuniones en casa de Vinicius de Moraes) y logra que, por ejemplo, la cantante Ana Lúcia (de la que ya dimos en su día buena cuenta en este mismo sitio) grabe una de sus primeras composiciones.

Sigue bregándose durante unos años hasta que graba su primer disco, “Meu Eu” (Chantecler, 1966), una obra maestra de post-bossa (con los ingredientes precisos y la temperatura adecuada para el género) muy deudora de la modinha (Lenita Bruno, por ejemplo) que se debate entre la euforia contenida y el tormento existencial, bien reflejado en letras como “Terra triste” y “Amor e morte de um soldadinho de chumbo” o en ritmos lúgubres (“Refrão guerra e Paz”). Buena parte de las canciones venían firmadas a medias con la autora teatral Consuelo de Castro.




“Eu, Tuca” (Phillips, 1968) completa el díptico fantástico que logró perpetrar en los días turbulentos y esclarecedores del tropicalismo sobre el que ella, al parecer, se mantuvo en un discreto segundo plano, aunque su documentada conexión con Gilberto Gil la emparentase hasta cierto punto con dicho movimiento. Este es el disco donde recurre más que nunca a composiciones ajenas, confiada más que nunca en su voz, cada vez más firme y libidinosa. La psicodelia aún se ve atenuada por imprevistos ritmos de samba pulida con ostentosos arreglos de cuerda. Confesiones de luz tenue –“Seresta”- y bossa medievalista –“O cavaleiro das maos tao frias” (con una reaparecida De Castro en los créditos) entre sus surcos.


Viaje a Francia, donde vivirá más de un lustro. Coincide ahí con Nara Leão en el disco "Dez anos depois" de esta. Actuaciones en el Olympia de París. Conoce a la autora e intérprete de “Tous les garçons et les filles” y comienzan a trabajar codo con codo en unas composiciones que se empapan de la cálida morbidez de la brasileña, además de ahondar en la chanson más reflexiva y testimonial. El resultado es fascinante en todo momento, sensual en grado máximo –“Chanson d’O”-, inabarcable –“Le martien”-, carismático –“Si mi caballero”, “Rêve”- y tan desafiante y solemne como la portada. “La question”, más de cuarenta años después, suena aún tan bello y tan rotundo como el primer día.




Retorno de Tuca a Brasil, para grabar lo que será su tercer y último disco. El título es maravilloso –“Dracula I Love You” (Som Livre, 1974)-, en esto estamos todos de acuerdo, pero ya no tanto en el valor intrínseco de la grabación. Disparatado y con un punto esquizofrénico, éste sí que recoge toda la herencia tropicalista y alucinada, pero el desenlace es arduo, impreciso, con demasiados estilos entrelazados. Más especulativo que otra cosa. Ni siquiera la titular –que parece querer erigirse en un eventual score de cualquier producción de la Hammer- logra enganchar, pese a las inmejorables perspectivas. Un canto de cisne estrábico, definitivamente desnortado.




La muerte de Valeniza Zagni, cuatro años después, se produce como consecuencia de los brutales regímenes de adelgazamiento a los que se sometió en aquellos días, dejando una estela imprecisa (pero definitivamente indeleble) dentro de la escena brasileña. Una especie de Sidney Miller femenina sin un reconocimiento aún acorde con su grandeza. Tampoco ayuda el hecho de hundir su memoria en la ignominia al pretender relacionar su nombre artístico, cuando se trata de profundizar en “La Question”, con el improbable pseudónimo de otros autores más y mejor considerados por la crítica. Porca miseria.

miércoles, 14 de agosto de 2013

Relatos de un bebedor de éter, de Jean Lorrain





Siendo mayormente autobiográficos (“Confesiones de un inglés comedor de opio” de Thomas De Quincey, “Morfina” de Mijaíl Bulgákov), puramente analíticos (“Los paraísos artificiales” de Charles Baudelaire) o una mezcla de ambos enfoques (“El vino y el hachís”, del autor de “Las flores del mal”), tanto los precedentes como alguno de los posteriores escritos literarios relacionados con la adicción se topan casi a mitad de camino con los relatos de Jean Lorrain, el denominado “Oscar Wilde francés”, más propensos a profundizar en una narración hasta cierto punto distanciada y efectista, eso que el propio De Quincey denominó como “literatura del poder”, en contraposición a la literatura de la experiencia, didáctica y puramente utilitarista. Si en la obra de este último asistimos a la prospección vital de una evolución toxicómana marcada por la necesidad de apaciguar una dolencia fisiológica súbita (perfectamente estudiada a su vez por Baudelaire en su pasquín) que conseguirá atenuar con el paso del tiempo, y en la de Bulgákov, por ejemplo, a la imposibilidad completa (más bien orientada al cálculo puramente científico) por muy similares presupuestos que desembocará en una catástrofe inevitable, la colección de relatos de Lorrain -con la inhalación como leitmotiv- cuartea sutilmente la implicación del autor en sus supuestas servidumbres drogodependientes. Queda para su semblanza personal la morbidez insistente que terminaría arruinándole físicamente.





Así sus relatos adquieren, en la mayoría de los casos, una pátina de ficción que prioriza las virtudes puramente artísticas en detrimento de la crónica y la (auto)exculpación que llegaron a protagonizar los ejemplos arriba descritos. Para situar los de Lorrain, con el fin de alejarle de la tradición terrorífica más añeja, se ha hablado a menudo de Edgar Allan Poe como conductor de una nueva sensibilidad en el claroscuro, pero en narraciones como “Una noche turbulenta” se advierte una puesta al día de los presupuestos góticos de Lewis o Maturin a través de estancias cerradas y ensoñaciones truculentas bajo el palio de una explicación convincente con un feliz punto de desaliño de apariencia cabal.
“La casa siniestra” (dedicada a Joris Karl Huysmans, el autor de la refinada “A contrapelo” o la satánico-costumbrista “Allá lejos”) antecede (o recuerda más bien) al “Golem” de Meyrink, gracias a esa descripción huraña no solamente de la dependencia de su principal inquilino, sino principalmente por la que se hace de las habitaciones y los alrededores de la vivienda en cuestión en medio de una potente querencia onírica.





Los personajes de Lorrain (hay que adivinar qué grado de autobiografía encubierta hay en cada uno) se encuentran poseídos por un hábito ya descontrolado la mayor parte de las veces, que origina agudas visiones fantasmagóricas y amenazantes.

“Un crimen desconocido” es quizá la más paradigmática de las aportaciones. Entre el voyeurismo y las dosificadas muestras de planteamientos policiales (cercanos a la crónica negra) cumple con el referido distanciamiento para conminar una serialización de los propios abusos.


Para los amantes de los cuentos relacionados con la figura de “el doble”, con título homónimo podrán asistir aquí a otra de esas desasosegadas narraciones donde el delirio y la ambigüedad se apoderan del ritmo de las pulsaciones.





Los “Relatos de un bebedor de éter” transpiran una perniciosa claustrofilia, ya sea a través de hogares urbanos, casas de campo, bares turbulentos, locales con espectáculos de moral disipada (una constante en los textos de Lorrain) o espectrales recorridos por la ciudad. Tienen la duración perfecta (van directos al corazón del método), están escritos con suma exquisitez –guiños de esteta por doquier- y acaban de manera tajante y estilosa. Al final, como diría Baudelaire en su tratado sobre moralidad, “la voluntad, la más preciada de las facultades, es, principalmente, quien ha sufrido mayores estragos”. Aquí semejante aserto también se cumple convenientemente, dejando una sensación de hormigueante indefensión tanto en cuerpo como en espíritu.

¿Unas gotas?