martes, 4 de marzo de 2014

Alias Nick Beal (John Farrow, 1949)





De las cinco películas de John Farrow que he tenido oportunidad de ver (“Night Has a Thousand Eyes”, “The Big Clock”, “Where Danger Lives”, “His Kind of Woman” o la que encabeza esta entrada), verdadera columna vertebral noir del director, en todas ellas se desarrolla uno de los arquetipos del thriller: aquél en el que el protagonista poco a poco se ve envuelto en una serie de acontecimientos que apenas puede controlar y que le tienen todo el tiempo a merced de su evolución, con escaso espacio para la rebelión de la propia voluntad.

En “Mil ojos tiene la noche” Edward G. Robinson podía predecir el futuro pero jamás cambiarlo o apaciguarlo, en “El reloj asesino” Ray Milland era un falso culpable resignado a sobrellevar un escándalo ficticio alrededor de un contrato de guerra; en “Donde habita el peligro” Robert Mitchum huye de un crimen que no ha cometido pero que le involucra sentimental y neurológicamente y en “Las fronteras del crimen” el mismo Mitchum se limita a recibir órdenes sin entender nada mientras espera a ver qué pasa. La femme fatale de Farrow también es indispensable en casi todas ellas: es un personaje trastornado, al borde del suicidio (“Night Has a Thousand”, “Where Danger Lives”) o como mínimo con el cometido de manipular al protagonista, sin darse excesiva cuenta de que ella misma es otra marioneta más incluida en el pack de los terceros, sean personajes de carne y hueso o elementos tan poderosos como aquéllos.




Pero afortunadamente, en medio de tanta fatalidad (los protagonistas de “Mil ojos tiene la noche” o “Donde habita el peligro” tienen un pésimo final) siempre hay pequeñas gotas de humor para desengrasar: humor que acaba dándose un festín en “Las fronteras del crimen” para quitarle hierro al asunto.

En mitad de todas ellas –periodo que se ciñe a los últimos cuarenta y principios de los cincuenta- se encuentra “Alias Nick Beal”, donde el pulso entre la indefensión y los hechos inexplicables que tanto y tan bien desarrolló el padre de Mia Farrow alcanza aquí indiscutiblemente su cenit. No en vano el guión (basado en una novela del escritor de fantasía y ciencia ficción Mindret Lord) corre a cargo de un habitual de Farrow como es Jonathan Latimer, que se ocuparía de alguno de los títulos arriba citados. Vuelve a contar con Ray Milland (Farrow y él también trabajarían conjuntamente en westerns), uno de esos actores que, gracias a esa fisonomía tan característica, siempre me causó una acusada inquietud, independientemente del género que interpretara.

Foster (Thomas Mitchell: uno de los secundarios más requeridos de la época) es un fiscal que se ve tentado a optar al puesto de gobernador gracias a la información privilegiada que le proporciona un misterioso personaje, a través de la cual puede meter para siempre en la cárcel a uno de los más importantes mafiosos del país.




El inicio, más que de rabiosa actualidad (que también), rebosa intemporalidad: Foster es aconsejado para optar a tan goloso puesto por otro mafioso –primo hermano del aquél- siempre y cuando el juez acceda a los tratos de favor de La Familia –“un buen sponsor”-, incluidas quemas de documentos. ¿Les suena de algo?. Exacto: con lo que desayunamos todos los días.

Milland es aquél misterioso personaje. Un diablo moderno, de elegante percha porteña (no es un chiste: además de aparecer en la película entre las brumas de un muelle escondido, nuestro moderno Lucifer sabe colocarse tan bien el sombrero que pareciera en algún momento querer emular cierto porte “gardeliano”).

Tenemos el género perfectamente ensamblado, por tanto: noir fáustico. O cine negro fantasmagórico post-expresionista (la misma socorrida niebla que, se me ocurre, el “Out of the fog” de Litvak) con toques de terror blanco: Milland no tolera que le toquen o que le sermoneen, sugiriendo una maldad fascinante en lugar de mostrarla en su fácil y pirotécnica encarnación. Como un cruce entre Val Lewton, Billy Wilder y Fritz Lang.




Tampoco falta la chica (Audrey Totter): de buena familia pero sobrepasada por la mala suerte, ve en Milland una inesperada tabla de salvación a sus problemas: éste le da todas las comodidades (un lujoso apartamento que incluye un cuadro surrealista de clara influencia daliniana, lo que subraya el carácter irreal de la historia en medio de un entorno realista) si, a cambio, acepta a su vez otro pacto diabólico: seducir a Foster para llevar a cabo su definitiva degradación política y humana –en su discurso de investidura es uno de esos mafiosos quien, condescenciente, ocupa la primera fila: como se sigue haciendo hoy en día mismamente- y así comprar su alma. A pesar de que Foster intenta hacer gala en todo momento de su integridad, se ve abocado irremediablemente a seguir el juego de Milland hasta ver el abismo a sus pies –incluido un susto final en forma de accidente- y el consiguiente envilecimiento: una fábula moral sobre la fascinación del éxito y los medios para conseguirlo aunque, por otra parte, arruinen la vida de los que están alrededor.

Y todo porque, más allá de supersticiones, siguen perdurando los problemas de espíritu, sea cual sea la máscara con la que se presenten.