Stuart
Heisler se empleó al máximo, sobre todo, en cine negro y westerns, aunque al
principio de su carrera experimentó con otros formatos que, si bien tocaban de
alguna manera el thriller o el suspense, también rendían pleitesía a géneros
emparentados con la ciencia ficción y el terror -en ambos casos no necesariamente
de forma explícita-. A principios de la década de los cuarenta ya se internó en
el noir con títulos como “The Glass Key” (1942) y resultados interesantes. En
dicho film, una especie de policiaco político con alguna escena especialmente
violenta y osada para la época, se percibe su querencia por secuencias con
arraigado propósito malsano, como aquella en la que Alan Ladd –lugarteniente de
un mafioso de la talla de Brian Donlevy- recibe dos palizas considerables y
despierta abatido mirándose al espejo -en una escena que le debe mucho al Peter
Lorre de “M, el vampiro de Düsseldorf”- para tirarse después por una ventana,
atravesar el techado de cristal de una vivienda y terminar cayendo en la mesa
de una apacible familia mientras cena.
“The
Monster and the Girl”, rodada un año antes y contemporánea del film
protagonista de hoy, es una especie de cruce entre “Cat People” (Jacques
Tourneur, 1942), “Murders in the Zoo” (A. Edward Sutherland, 1933), “Captive
Wild Woman” (Edward Dmytryk, 1943) o “The Lady and the Monster” (George
Sherman, 1944). Es decir: manipulación científica o por medio de un simple
truco de conductismo sobre alguna criatura salvaje para dirigirla hacia algún
turbio propósito sazonado, generalmente, con los pertinentes pretextos
sentimentales a fin de dotar a las tramas de una tragedia más o menos
penetrante.
“Among
the living” ("Entre los vivos") bascula de alguna manera sobre el mito del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde y supone también la avanzadilla
–lejana - de insalubres maravillas del tipo “Bad Ronald” (Buzz Kulik, 1974) o “Basket
Case” (Frank Henenlotter, 1982) a través de la recurrente trama de dos gemelos
separados desde niños, siendo uno de ellos encerrado para vergüenza propia y
ajena. En este caso por negligencia paterna: el sacrificado, después de
intentar defender a su madre de un caso de violencia doméstica perpetrado por
su progenitor, es sentenciado después por el médico del pueblo -un tipo sin
escrúpulos que no duda en mantener su prestigio social delante de sus vecinos por
encima del reconocimiento de haber firmado injustamente el deceso del hermano
proscrito-. Todo ello desarrollado en una indeterminada localidad del sur de
los Estados Unidos, con sus pantanos amenazadores y la beatitud e hipocresía de
sus gentes que, adicionalmente, me ha hecho recordar por momentos a “Yo anduve
con un zombi” o a aquellas “Aguas turbias” donde un buen día se internara Merle
Oberon por siempre jamás.
Albert
Dekker (“La máscara de hierro”, “Doctor Cíclope”, “Noche en el alma”, “El beso
mortal” y tantas otras) acomete de manera fantástica y eficaz ese
desdoblamiento interpretativo entre un hermano sereno, establecido socialmente,
y el otro: asilvestrado, irracional y vengativo que se relaciona a base de estímulos
primarios apenas codificados debido a su aislamiento permanente. Sin olvidarnos de la inefable Susan Hayward ("Viviendo el pasado", "Piratas del mar Caribe"), perfecta en su papel de chica manipuladora y caprichosa.
Presupuesto
bajo pero competente para un retrato certero y entretenido de una sociedad
ingrata, cínica y miserable que nunca duda en ocultar de manera torpe y
perversa sus más bajos instintos bajo una capa de orden y moralidad rampante.
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