domingo, 22 de febrero de 2015

Fährmann Maria (Frank Wisbar, 1936)






La evolución artística, política y vital de Frank Wisbar se antoja paradigmática de otros tantos realizadores alemanes de su tiempo. Primero, ayudaron a dar prestigio a una industria de la que fueron primera potencia mundial –por encima de Estados Unidos- fundamentalmente entre los años 20 y los primeros años 30, después empezaron a sufrir el marcaje y la condena por parte del establishment administrativo del momento –ergo nazismo-, para a continuación acabar emigrando a otros países europeos o a América, y regresar después a Alemania para firmar en muchos casos estimables otras de madurez –en el caso de Wisbar el más que correcto drama periodístico “Asfalto húmedo”, de 1958- y terminar ahí sus carreras.





Wisbar inicia su andadura como realizador cuando la etapa silente ha pasado a la historia y el sonoro es una gran realidad de posibilidades infinitas. “Fährmann Maria” se integra en esa primera de las tres etapas del autor, cuando aún dirigía en Alemania y el nacional-socialismo trataba de atraerle a su maremágnum ideológico y del que, afortunadamente, acabaría huyendo. La personificación franca y rotunda de la muerte aquí sería sin lugar a dudas motivo de influencia para “El séptimo sello” de Ingmar Bergman, así como la mitología griega lo es para “Fährmann Maria” al integrar la figura del barquero –en esta ocasión desde el punto de vista femenino- a través de las reminiscencias financieras del propio Caronte. Además, comparte con Dreyer esa obsesión por la luz, un tratamiento que aquí nos recuerda especialmente al misticismo en exteriores que luego desarrollaría el danés sobre todo en “Ordet”. En el polo opuesto nos encontraríamos con la casi contemporánea “La muerte de vacaciones” de Mitchell Leisen, donde se desarrollaría la idea de la encarnación de una manera mucho más superficial y distendida.





María, protagonista de la historia (interpretada por Sybille Schmitz, que ya había trabajado precisamente a las órdenes de Dreyer en “Vampyr”), es una joven desposeída en búsqueda de empleo que aterriza en un pueblo donde el barquero oficial acaba de morir. Su llegada provoca tantas suspicacias, pasiones y sentimientos encontrados como ocurre con la presencia de la protagonista de otra de las cimas del cine germano de la década de los treinta: “Luz azul”, de la proselitista Leni Riefenstahl. Ambas, dotadas de una belleza incuestionable y un temperamento fuerte pero también extremadamente sensible, personifican a la heroína incomprendida y aislada en un mundo ahogado en convenciones reaccionarias e inanes. Una de estas últimas es la proclama patriótica que expone el combatiente al que María acoge en su cabaña y con el que acabará intimando inexorablemente. Un discurso que felizmente mantiene aún hoy una interpretación final lo suficientemente ambigua como para sobrevivir a un cuestionamiento doctrinario que hubiese afectado de algún modo a la película.






Fantásticas imágenes de turbia belleza en las apariciones crepusculares y acechantes de la Muerte (Peter Voss), para el que no valen las plegarias. Y un final tan aparentemente correcto como insondable y abierto a todo tipo de criterios.


El propio Wisbar, en su etapa norteamericana donde se especializaría en serie B de cartón piedra, recurirría a parte de este mismo guión para perpetrar una especie de remake de su propia película bajo el nombre de “Strangler of the Swamp”, aún inédita para el que esto suscribe.

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