Recuerdo los salones literarios de los Leconte de Lisle (donde conocí
a Stéphane Mallarmé), Emmanuel des Essarts, Louis-Xavier de Ricard, Émile
Verhaeren o Henri de Régnier. Muchos procedíamos de familias exiliadas del
entorno francés –nos delataban los apellidos-: Heredia, Mendès, Silvestre…
Nos iba el preciosismo y, como toda corriente preocupada en
revitalizar la escena literaria, repudiábamos la anterior, sobre todo la caricatura
de lo inmediatamente precedente. Y, siguiendo la teoría evolutiva de las
letras, también nos acabamos convirtiendo en pasto de burlas, defenestraciones
y desprecios varios por parte de los énfants
terribles que nos sucedieron en el Decadentismo y el Simbolismo.
Sin embargo, nuestra huella siempre hizo de intersección entre el
post-Romanticismo y las corrientes fin de
siècle, de tal manera que los Vigny, Gautier, Baudelaire o el citado
Mallarmé pasaron a engrosar nuestras filas, ya fuese como maestros, como inspiración
o como audaces catalizadores de todo aquello que se fuera cociendo en aquellas
reuniones y en las publicaciones ad hoc.
En el fondo todo se entremezcla y hasta se confunde. ¿No fue el
posterior Modernismo una mixtura entre Parnasianismo y Simbolismo?. Y no habría
que añadirle también Romanticismo, Decadentismo, Impresionismo o
Prerrafaelismo?. Siempre hay algo de todo ello en nosotros mismos: la pureza
siempre es y será engañosa.
En un primer momento los parnasianos pretendíamos ir por libre, pero
se acabó imponiendo una cierta “disciplina de movimiento”: se corría el riesgo
de un encasillamiento, pero también de una relevancia que nos trasladase a los
libros de texto y a la ansiada Posteridad.
Nos debatimos entre el concepto del “Arte por el Arte” o el “Arte por
el Progreso”. La eclosión del parnasianismo coincidía con el advenimiento del
Segundo Imperio francés. Atrás quedaban los arrebatos de 1848 y el espejismo de
la Segunda República, así que tocaba apostar por el retraimiento puramente
estético o la rebelión social, política y didáctica como influjo artístico y
herramienta poética. Nada nuevo: muchos de sus participantes pasaron (pasamos)
de una toma de postura a otra, y viceversa.
Para defender la posición de cada uno en cada momento invocamos a
Kant (“belleza en sí misma”), al ideal de belleza griego hegeliano
-desprendiéndonos de toda connotación sentimental-; acabamos abrazando a
Schopenhauer (“la vida como mal”) o a Nietzsche, desembarazándonos de la
perniciosa influencia del sujeto (su biografía, sus sentimientos o su
trascendencia) en la obra de arte.
Así, embebidos en la militancia escultórica, dotando a nuestros
poemas de su mismo rigor formal, de su mismo perfeccionamiento rítmico y
retórico, fuimos quedando modelados por las manos de Gautier mientras nos maravillábamos
con las ocurrencias eróticas de Silvestre o las burlescas y escapistas de
Glatigny o Banville:
“¡Lejos! ¡Más alto! Veo aún
las gafas de oro del
banquero,
las niñas cursis y los
críticos,
los realistas ortodoxos.
¡Más alto! ¡lejos! ¡aire!
¡azul!
¡alas!, ¡más alas! ¡alas
mías!...
Hasta que al fin, de aquel
cadalso
saltó tan alto y tan arriba
que al son del cuerno y el
timbal
rompió los techos de la
carpa,
y ebrio de amor el corazón
se fue a rodar a las
estrellas”
(Banville,
extracto de “El salto del trampolín”)
Leconte de Lisle, el Gran Maestro, oficiaba de escrupuloso paisajista
terrenal o de taxidermista bíblico y mitológico. José María de Heredia, por su
parte, buceaba por las profundidades oceánicas. La minuciosa ingenuidad del
mediático Coppée nos resucitaba el gesto:
“En los rubios trigales,
bajo las alamedas,
por dar la bienvenida al
dulce Mesidor,
iremos a cazar bellas cosas
aladas,
yo, las estrofas; tú, las
mariposas de oro”
(extracto
de “Ritornelo”)
Sully-Prudhomme acabó arriesgándolo todo al empirismo del
investigador, a la declamación del tubo de ensayo, no sin dejarnos antes
sagaces alegatos a la Belleza inmarchitable, siempre vigilante a pesar de las
inclemencias meramente corpóreas:
“Negros o azules, bellos, siempre
amados,
cuántos ojos que han visto
la alborada
ahora duermen al fondo de
las tumbas.
Y el sol que se levanta
eternamente.
Cuántas noches, más dulces
que los días
a innumerables ojos
hechizaron;
para siempre relucen las
estrellas,
los ojos se han llenado de
penumbra.
Pero que hayan perdido la
mirada,
¡eso nunca jamás puede
pasar!
A otra parte sin duda se
habrán vuelto,
hacia eso que llamamos lo
invisible;
y como hacen los astros que
declinan,
nos dejan pero siguen en el
cielo,
pues tienen las pupilas sus
ocasos,
mas no es verdad por ello
que se mueren:
negros o azules, bellos,
siempre amados,
abiertos en alguna inmensa
aurora,
allá del otro lado de las
tumbas
los ojos que se cierran ven
por siempre”
(“Los
ojos”)