martes, 7 de junio de 2016

Antología de la poesía parnasiana






Recuerdo los salones literarios de los Leconte de Lisle (donde conocí a Stéphane Mallarmé), Emmanuel des Essarts, Louis-Xavier de Ricard, Émile Verhaeren o Henri de Régnier. Muchos procedíamos de familias exiliadas del entorno francés –nos delataban los apellidos-: Heredia, Mendès, Silvestre…

Nos iba el preciosismo y, como toda corriente preocupada en revitalizar la escena literaria, repudiábamos la anterior, sobre todo la caricatura de lo inmediatamente precedente. Y, siguiendo la teoría evolutiva de las letras, también nos acabamos convirtiendo en pasto de burlas, defenestraciones y desprecios varios por parte de los énfants terribles que nos sucedieron en el Decadentismo y el Simbolismo.

Sin embargo, nuestra huella siempre hizo de intersección entre el post-Romanticismo y las corrientes fin de siècle, de tal manera que los Vigny, Gautier, Baudelaire o el citado Mallarmé pasaron a engrosar nuestras filas, ya fuese como maestros, como inspiración o como audaces catalizadores de todo aquello que se fuera cociendo en aquellas reuniones y en las publicaciones ad hoc.







En el fondo todo se entremezcla y hasta se confunde. ¿No fue el posterior Modernismo una mixtura entre Parnasianismo y Simbolismo?. Y no habría que añadirle también Romanticismo, Decadentismo, Impresionismo o Prerrafaelismo?. Siempre hay algo de todo ello en nosotros mismos: la pureza siempre es y será engañosa.

En un primer momento los parnasianos pretendíamos ir por libre, pero se acabó imponiendo una cierta “disciplina de movimiento”: se corría el riesgo de un encasillamiento, pero también de una relevancia que nos trasladase a los libros de texto y a la ansiada Posteridad.

Nos debatimos entre el concepto del “Arte por el Arte” o el “Arte por el Progreso”. La eclosión del parnasianismo coincidía con el advenimiento del Segundo Imperio francés. Atrás quedaban los arrebatos de 1848 y el espejismo de la Segunda República, así que tocaba apostar por el retraimiento puramente estético o la rebelión social, política y didáctica como influjo artístico y herramienta poética. Nada nuevo: muchos de sus participantes pasaron (pasamos) de una toma de postura a otra, y viceversa.







Para defender la posición de cada uno en cada momento invocamos a Kant (“belleza en sí misma”), al ideal de belleza griego hegeliano -desprendiéndonos de toda connotación sentimental-; acabamos abrazando a Schopenhauer (“la vida como mal”) o a Nietzsche, desembarazándonos de la perniciosa influencia del sujeto (su biografía, sus sentimientos o su trascendencia) en la obra de arte.

Así, embebidos en la militancia escultórica, dotando a nuestros poemas de su mismo rigor formal, de su mismo perfeccionamiento rítmico y retórico, fuimos quedando modelados por las manos de Gautier mientras nos maravillábamos con las ocurrencias eróticas de Silvestre o las burlescas y escapistas de Glatigny o Banville:


“¡Lejos! ¡Más alto! Veo aún
las gafas de oro del banquero,
las niñas cursis y los críticos,
los realistas ortodoxos.
¡Más alto! ¡lejos! ¡aire! ¡azul!
¡alas!, ¡más alas! ¡alas mías!...

Hasta que al fin, de aquel cadalso
saltó tan alto y tan arriba
que al son del cuerno y el timbal
rompió los techos de la carpa,
y ebrio de amor el corazón
se fue a rodar a las estrellas”

                                   (Banville, extracto de “El salto del trampolín”)


Leconte de Lisle, el Gran Maestro, oficiaba de escrupuloso paisajista terrenal o de taxidermista bíblico y mitológico. José María de Heredia, por su parte, buceaba por las profundidades oceánicas. La minuciosa ingenuidad del mediático Coppée nos resucitaba el gesto:


“En los rubios trigales, bajo las alamedas,
por dar la bienvenida al dulce Mesidor,
iremos a cazar bellas cosas aladas,
yo, las estrofas; tú, las mariposas de oro”

                                                          (extracto de “Ritornelo”)








Sully-Prudhomme acabó arriesgándolo todo al empirismo del investigador, a la declamación del tubo de ensayo, no sin dejarnos antes sagaces alegatos a la Belleza inmarchitable, siempre vigilante a pesar de las inclemencias meramente corpóreas:


“Negros o azules, bellos, siempre amados,
cuántos ojos que han visto la alborada
ahora duermen al fondo de las tumbas.
Y el sol que se levanta eternamente.

Cuántas noches, más dulces que los días
a innumerables ojos hechizaron;
para siempre relucen las estrellas,
los ojos se han llenado de penumbra.

Pero que hayan perdido la mirada,
¡eso nunca jamás puede pasar!
A otra parte sin duda se habrán vuelto,
hacia eso que llamamos lo invisible;

y como hacen los astros que declinan,
nos dejan pero siguen en el cielo,
pues tienen las pupilas sus ocasos,
mas no es verdad por ello que se mueren:

negros o azules, bellos, siempre amados,
abiertos en alguna inmensa aurora,
allá del otro lado de las tumbas
los ojos que se cierran ven por siempre”


                                                          (“Los ojos”)