Nunca conceptos y asuntos como la política, los derechos humanos, la
democracia o el incipiente vegetarianismo militante estuvieron disociados de la
obra poética y filosófica del autor del “Himno a la Belleza intelectual”. Como
bien señalaban Alejandro Valero y Juan Abeleira en el prólogo de la antología
poética de Shelley publicada en la editorial Hiperión en los años noventa, para
el autor de “Ozymandias” todo era Uno (pensamiento, cuerpo, espíritu o
Naturaleza), pero él “necesitaba
descubrirlo por sí mismo, palparlo con urgencia en su propia carne”. Así,
poética y denuncia, reflexión y urgencia fueron siempre de la mano, imbricadas
en todos sus escritos, ya fuesen eminentemente líricos o ajustadamente
contestatarios.
Amante del progreso, entendido como liberación no solo material sino
también espiritual, se convirtió en un pionero de la negación de Dios en el pasquín
“La necesidad del ateísmo” que da título genérico a este volumen publicado por
Pepitas de Calabaza (otro tanto, señores) pero que no debe ser tomado como leiv motiv de esta recopilación de
textos ensayísticos donde también se dan cita la denuncia de la pena de muerte,
la defensa de la dieta natural, la
liberación española del yugo francés, el rechazo a Napoleón o la defensa de la
poesía.
“Un Dios hecho por el hombre
tiene necesidad del hombre para darse a conocer entre los hombres”
Como sucede con todo precursor, muchas veces el concepto que arranca sirve
para abrir camino pero no tanto para abarcar todo su recorrido. Así Shelley,
como otros muchos ateos, comete el mismo error de partida: darle al concepto de
Dios la importancia que no tiene, asignar un rol que por definición es
inexistente: proporcionarle un espacio que no ocupa, pero que ha acabado invadiendo
artificiosamente para tratar de traducir el miedo y de representarlo en medio
de la incertidumbre y la oscuridad. “Está
en la esencia misma de la ignorancia conceder importancia a lo que no se
comprende”, dice Percy Byshee, y ahí está el error de cálculo: tratar de
comprender una versión de por sí incoherente de la existencia y elevarla a
categoría (y categoría totalizadora, lo que es aún más risible). Pero no es un
mal punto de partida, que conste, solo que insuficiente.
“Toda ley supone la
criminalidad en la posibilidad de su infracción”
Tan atinada consigna oficia de corolario sobre otra de las
instituciones a las que Shelley lanzó sus dardos con inusitada firmeza.
Hablamos del matrimonio, sobre el que inyecta toda su bilis con una intención
muy clara: desmontar el papel de dicho organismo, que no es otro que el
referente al control y a la propiedad en pequeñas células que no obstante
ofician (porque lo siguen haciendo) de soporte a otras de más grandes
dimensiones, como son el Estado o el transnacionalismo y su aberrante ideología
globalizante.
Pero si hay un texto ejemplar y rotundo dentro de la producción
panfletaria de uno de los románticos más activistas y radicales, cuya obra
ayuda tanto al enaltecimiento del sentimentalismo paisajista como a la rebelión
obrera y la denuncia de la opresión desde sus diferentes ángulos, este es
“Defensa de la poesía”. Razón e imaginación como conceptos complementarios y no
divergentes “La razón es la enumeración
de las cualidades que se conocen; imaginación es la percepción del valor de
estas cualidades, tanto separadas como en conjunto. La razón atañe a las
diferencias, la imaginación a las semejanzas” , el poeta como “bien que habita en la relación que existe
(…) entre existencia y percepción, (…) entre percepción y expresión” y el
poema como “imagen de la vida expresada a
través de la verdad eterna” además de “creación
de acciones acordes a las formas imperecederas de la naturaleza humana” son
algunos de los aforismos imprescindibles de este vidente que acertadamente
sentenció: “la poesía levanta el velo de
la belleza escondida del mundo, y hace que los objetos familiares se vuelvan
desconocidos para nosotros”, para acabar contribuyendo “al logro del efecto actuando sobre la causa”. Defensor de la
poesía más allá del corsé temporal y de las convenciones del momento (“no circunscribamos los efectos de la poesía
(…) a los límites de la sensibilidad de aquellos a los que iba dirigida”),
para Shelley la poesía “nos obliga a
sentir lo que percibimos, y a imaginar lo que conocemos”. Ni más ni menos.