Era cuestión de tiempo que el sincretismo entre dos géneros en
apariencia tan opuestos como el western y el cine de terror (más concretamente
el de vampiros) probara a ensamblarse para dar nueva savia a ambas temáticas.
Ocurrió a finales de los cincuenta, un momento determinante para el cine del
oeste con títulos como “Horizontes de grandeza” (William Wyler, 1958), “Río
Bravo” (Howard Hawks, 1959) o “Centauros del desierto” (John Ford, 1956), que
corría en paralelo al resurgimiento de los “chupasangres” gracias a la Hammer
con el “Drácula” de Terence Fisher (1958).
Los presupuestos para esta primera incursión bastarda no podían ser
más adversos: la encargada de inaugurar el tránsito entre inquietantes vampiros
y rudos vaqueros no fue otra que Universal Pictures, sumida en una de sus
etapas de mayor decadencia, antes de ser absorbida por MCA. Así nace “Curse of
the undead”, más cercana técnicamente al “The Vampire” de Lew Landers o a
“Cinco pistolas” de Roger Corman que a cualquiera de los títulos citados al
principio de esta reseña. Es decir: parámetros de serie B para un experimento
que, no obstante, acabará saldándose con un apañado registro que logrará
atenuar sin demasiados problemas sus limitaciones logísticas.
El encargado de asumir tamaña responsabilidad será Edward Dein,
guionista de títulos tan referenciales como “The Leopard Man” (Jacques Turneur,
1943) o “Calling Dr. Death” (Reginald Le Borg, 1943), esta última película
inaugural de la serie de terror psicológico “Inner Sanctum” para lucimiento del
inefable Lon Chaney Jr. Para el momento de la realización de “Curse of the
undead”, Dein ya se había puesto previamente al frente de las cámaras como
director en lugares tan insospechados en teoría como España o México,
reincorporándose ya a mediados de los cincuenta al mercado doméstico con “Shack
out on 101”, melodrama playero que escondía en sus sótanos una peligrosa
amenaza nuclear en ciernes, justo en el mismo año que Robert Aldrich planteaba
un trasfondo similar –pero mucho más arriesgado e iconoclasta- en la
perturbadora “Kiss me deadly”. Completa la improvisada trilogía personal de
películas visionadas –y recomendadas-, a falta de disfrutar con su temprana
etapa hispanoamericana, “The Leech Woman” (1960), una excéntrica cinta de terror aún más
barato con la pócima de la juventud eterna supurando en el departamento de
maquillaje.
Escrita -al igual que la citada “Shack out on 101- a medias con su
mujer Mildred Dein, “Curse of the undead” tiene todos los ingredientes que se
le presuponen a tan ambicioso maridaje cinematográfico: la lucha entre el bien
y el mal –ciencia y religión, esta vez, a un lado; superstición, tinieblas y
osadía vital, de otro), la lucha por el poder terrenal –ejemplificado en la
especulación del suelo rústico-, la (normalizada) corrupción al margen de la
ley –que el sheriff local tratará de arrebatar al terrateniente- y una
maldición ancestral revoloteando por todo el metraje.
La familia del médico del pueblo es asediada por el latifundista de
turno, acusado este último de una sucesión de extrañas muertes ocurridas tanto
dentro como fuera del entorno doméstico del galeno. Es en el conflicto entre ambos
bandos cuando entra en escena Drake Robey, un misterioso asesino a sueldo que
sumirá aún más en la zozobra a todos ellos, empujándolos a un caos que él mismo
parece haber provocado.
Soberbia, necrofilia, concupiscencia, celos, codicia y remordimientos
imposibles en una película sugerente en las escenas nocturnas y
convenientemente enrarecida en las que se suceden a la luz del día o alrededor
del alumbrado de la taberna. Actores mayormente convincentes –a la cabeza el
histórico John Hoyt en un papel demasiado breve- y diálogos concisos y certeros
(“Sin el diablo usted no tendría
profesión”, le dice el llanero solitario al pragmático sacerdote o “no falla: basta con haber infringido la ley
y contratar un abogado para defenderse”, le canta el tipo de negro al
mafioso local) que, sumados a un final no por esperado menos freak hacen de “Curse of the undead” un competente film
–esforzadamente pionero- que logró aunar con eficacia estacas importadas de
Transilvania con duelos al sol en plena expansión colonial.
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