Publicado cinco años antes de su deceso, "To hell with culture" (Benedict Read, 1963) es una sabrosa recopilación de algunos de los más punzantes ensayos sobre arte, política y filosofía a cargo del teórico diletante y libertario británico Herbert Read. Eclipsado en los últimos años de su vida por el empuje del Pop Art (una corriente afortunadamente hoy en día liquidada en su inane, gregario y superficial desafío a las convenciones), es de agradecer sin embargo su insobornable capacidad para conjuntar las más diversas disciplinas y armar un discurso atrayente. Fue Read el que, aun partiendo de no pocas connotaciones marxistas en sus planteamientos -la influencia de las condiciones sociales en la elaboración y reconocimiento del arte-, ensanchó ese mismo criterio hacia distinciones entre el propio arte y la cultura, para poder preservar al primero de los valores intrínsecos e intransferibles más allá de los vaivenes comerciales y de clase.
Así, en el capítulo que da título a la recopilación comprobamos que las primeras nociones capitalistas que empiezan a engendrar los postulados culturalistas ya se encuentran en la Roma clásica (absorción de la formación griega, expansión de su versión e implantación de un imperialismo producto de todo lo anterior) hasta llegar al XIX con la desvinculación de la cultura respecto al trabajo, empezando a conformarse aquella como ocio. La distinción entre lucro (capitalismo) y uso (socialismo), añadiéndole al segundo las necesidades espirituales que omite el marxismo, siempre y cuando en esa ampliación se evite la superstición, nos lleva a la inevitable desmitificación del artista como alguien genial, endiosado y al margen (o en una esfera superior) de la sociedad y la eliminación de la figura del intermediario como fomentador de la desigualdad y la esclavitud. El capitalismo, engendrado en la usura, según Read aspira fundamentalmente al bajo precio con materiales pobres para un objetivo exclusivo: el máximo beneficio económico. El concepto de democracia también es revisado por nuestro hombre: si no existe una que se pueda llamar plena (y la democracia burguesa tal y como la conocemos -y sufrimos-, el fascismo o el autoritarismo comunista distan mucho de serlo, pues ninguna de estas formas, como se expresa en el siguiente capítulo, "La política de lo no político" se conforman a cargo del pueblo) siempre generará desigualdad: élite o lumpen, y entre medias un gaseoso estrato cuyo acceso y disfrute dependerá de condicionamientos financieros y de un acceso educacional caprichoso por parte de las esferas de poder.
En "El culto al liderazgo" se denuncian las grandes organizaciones (hoy corporaciones) de los cánones rígidos y la unidad de criterio, que solo engendra fascismo -solo en apariencia más proclive a la prevalencia de la raza sobre la economía-. Fascismo que para resolver su liderazgo conjuga sadismo (el que está por encima) con masoquismo (el que se sitúa por debajo) y antepone disciplina (jerarquización) respecto a moral (sentimiento de grupo).
"Una civilización desde abajo" introduce el concepto fundamental de apetito (como sinónimo de curiosidad) que, modelado por la educación y la energía espiritual dará consecuentemente lugar al refinamiento al que se debe aspirar. El arte no debería mostrar su excelencia o decadencia dependiendo del sistema económico, sino del margen que el lucro en cada caso esté dispuesto a ceder: la exigencia del arte a condicionamientos estrictamente estéticos por encima de los especuladores y de los políticos. La dependencia estatal del arte, además, suele generar fealdad, ya que se rige por criterios de beneficio inmediato, y resulta empobrecedora en expectativas creativas.
"Los síntomas de la decadencia" se pueden diagnosticar a través de la indiferencia -mezcla de aburrimiento, inmovilismo y cinismo-. Debe preservarse al arte como expresión libre y original, en la medida de lo posible deshaciéndose de servidumbres y mecenas caprichosos que influyen fatalmente en el resultado final.
"El patrono colectivo" anima a considerar el arte como una actividad o conjunto de actividades insertadas en el devenir social de los territorios, y despreciar su propensión a ser legitimada como profesión independiente y, por tanto, falsamente ensimismada. El arte, en definitiva, como una combinación de apreciación (rasgo social), patronazgo (rasgo económico) y libertad (esencial y puro). Respecto al patronazgo este debe pretender su expresión más colectiva (a la manera de los gremios artesanos de la Edad Media que también defendiera Rocker), eludiendo el privado (servidumbre), el personal (herencia) o el estatal-industrial (cooperativo, modelo soviético), pues prácticamente todos ellos se someten a mayor productividad, mayor control estético (sumisión), mayor presión y menor independencia de la inspiración.
En "El secreto del éxito" Herbert Read nos recuerda que el artista creativamente más valioso es aquel que ha sorteado con ímpetu no solo la educación convencional, sino los atavismos sociales más supersticiosos, desembocando irremediablemente en un paria, el mismo que aceptando los conductos académicos trata de evitar la repetición o imitación grosera de los modelos expuestos en dichos medios normativos, contando para ello con una crítica independiente que calibre el abuso publicitario por el que es fácil que se cuelen mediocridades ensalzadas como supuestos genialidades... del márketing. Hay, además, todo un apartado para recordar la tensión diocechista entre trabajo -defendida por Joshua Reynolds- e inspiración -apoyada por William Blake- como caminos para llegar a la excelencia artística plena.
A favor de la mixtura de manifestaciones artísticas como suministradora de "carácter" y riqueza en un creador ("La libertad del artista") y de la forma como "El arte revolucionario" en lugar de las características intrínsecas de una obra, distinguiendo la revolución como cambio por oposición, no como cambio desviado hacia la libertad "total" son otras de las apuestas de Read, que discierne entre revolucionarios positivos (abstractos) y negativos (surrealistas), entroncando en el siguiente ensayo -"La psicología de la reacción" entre conservadores (positivos) y reaccionarios (negativos, fascistas y esquizoides) con el zeitgeist como abigarrada maniobra de distracción. Aquí también evoca la trayectoria escasamente progresiva del arte desde la Edad Antigua: si del Paleolítico naturalista se pasó al Neolítico abstracto, se volvió a repetir con el Realismo o el Constructivismo en épocas más recientes, por ejemplo.
"El problema de la pornografía" introduce, de manera aún provocadora, los ingredientes freudianos de la amnesia infantil (provocada por la autorepresión y la desconfianza) y las experiencias traumáticas en su ecuación y distingue entre tabú como condicionamiento suave frente a prohibición como el fuerte, produciendo el divorcio entre espíritu e instinto.
"La civilización y el sentido de la calidad" nos recuerda considerar el arte como creación puramente artística (valga la obviedad) antes que como cultura enciclopédica de puro almacenamiento de datos, y engloba como mitos tanto lo sobrenatural (divino) como lo progresista (humano). El arte no como invención sino como modificación y sublimación de la realidad, como forma manipulable que excita nuestros sentidos y nos saca del aburrimiento y la rutina. De ahí se establece la calidad, y de ahí el sentido estético.
"El gran debate" es para el autor de "La paradoja del anarquismo" la inutilidad de la economía política para armar un discurso fiable, riguroso y coherente respecto al reparto de bienes y a una mejora de la calidad de vida general. El desarrollo tecnológico, sin moral ni estética, desincentiva la imaginación creativa. Nuestro protagonista concluye considerándose un ludita, pero fundamentalmente intelectual.
"Las artes y la paz", último texto, erige la moral como acción y comportamiento y no como creencia y considerando es lo contrario de la persuación, que no es más que maniobra publicitaria. Alude, a modo de paradigma, a Platón y Saint-Exupéry de alguna manera como adversarios filosóficos de Tolstói, al que en el sentido de este párrafo acusa de persuasivo.
Así, en el capítulo que da título a la recopilación comprobamos que las primeras nociones capitalistas que empiezan a engendrar los postulados culturalistas ya se encuentran en la Roma clásica (absorción de la formación griega, expansión de su versión e implantación de un imperialismo producto de todo lo anterior) hasta llegar al XIX con la desvinculación de la cultura respecto al trabajo, empezando a conformarse aquella como ocio. La distinción entre lucro (capitalismo) y uso (socialismo), añadiéndole al segundo las necesidades espirituales que omite el marxismo, siempre y cuando en esa ampliación se evite la superstición, nos lleva a la inevitable desmitificación del artista como alguien genial, endiosado y al margen (o en una esfera superior) de la sociedad y la eliminación de la figura del intermediario como fomentador de la desigualdad y la esclavitud. El capitalismo, engendrado en la usura, según Read aspira fundamentalmente al bajo precio con materiales pobres para un objetivo exclusivo: el máximo beneficio económico. El concepto de democracia también es revisado por nuestro hombre: si no existe una que se pueda llamar plena (y la democracia burguesa tal y como la conocemos -y sufrimos-, el fascismo o el autoritarismo comunista distan mucho de serlo, pues ninguna de estas formas, como se expresa en el siguiente capítulo, "La política de lo no político" se conforman a cargo del pueblo) siempre generará desigualdad: élite o lumpen, y entre medias un gaseoso estrato cuyo acceso y disfrute dependerá de condicionamientos financieros y de un acceso educacional caprichoso por parte de las esferas de poder.
En "El culto al liderazgo" se denuncian las grandes organizaciones (hoy corporaciones) de los cánones rígidos y la unidad de criterio, que solo engendra fascismo -solo en apariencia más proclive a la prevalencia de la raza sobre la economía-. Fascismo que para resolver su liderazgo conjuga sadismo (el que está por encima) con masoquismo (el que se sitúa por debajo) y antepone disciplina (jerarquización) respecto a moral (sentimiento de grupo).
"Una civilización desde abajo" introduce el concepto fundamental de apetito (como sinónimo de curiosidad) que, modelado por la educación y la energía espiritual dará consecuentemente lugar al refinamiento al que se debe aspirar. El arte no debería mostrar su excelencia o decadencia dependiendo del sistema económico, sino del margen que el lucro en cada caso esté dispuesto a ceder: la exigencia del arte a condicionamientos estrictamente estéticos por encima de los especuladores y de los políticos. La dependencia estatal del arte, además, suele generar fealdad, ya que se rige por criterios de beneficio inmediato, y resulta empobrecedora en expectativas creativas.
"Los síntomas de la decadencia" se pueden diagnosticar a través de la indiferencia -mezcla de aburrimiento, inmovilismo y cinismo-. Debe preservarse al arte como expresión libre y original, en la medida de lo posible deshaciéndose de servidumbres y mecenas caprichosos que influyen fatalmente en el resultado final.
"El patrono colectivo" anima a considerar el arte como una actividad o conjunto de actividades insertadas en el devenir social de los territorios, y despreciar su propensión a ser legitimada como profesión independiente y, por tanto, falsamente ensimismada. El arte, en definitiva, como una combinación de apreciación (rasgo social), patronazgo (rasgo económico) y libertad (esencial y puro). Respecto al patronazgo este debe pretender su expresión más colectiva (a la manera de los gremios artesanos de la Edad Media que también defendiera Rocker), eludiendo el privado (servidumbre), el personal (herencia) o el estatal-industrial (cooperativo, modelo soviético), pues prácticamente todos ellos se someten a mayor productividad, mayor control estético (sumisión), mayor presión y menor independencia de la inspiración.
En "El secreto del éxito" Herbert Read nos recuerda que el artista creativamente más valioso es aquel que ha sorteado con ímpetu no solo la educación convencional, sino los atavismos sociales más supersticiosos, desembocando irremediablemente en un paria, el mismo que aceptando los conductos académicos trata de evitar la repetición o imitación grosera de los modelos expuestos en dichos medios normativos, contando para ello con una crítica independiente que calibre el abuso publicitario por el que es fácil que se cuelen mediocridades ensalzadas como supuestos genialidades... del márketing. Hay, además, todo un apartado para recordar la tensión diocechista entre trabajo -defendida por Joshua Reynolds- e inspiración -apoyada por William Blake- como caminos para llegar a la excelencia artística plena.
A favor de la mixtura de manifestaciones artísticas como suministradora de "carácter" y riqueza en un creador ("La libertad del artista") y de la forma como "El arte revolucionario" en lugar de las características intrínsecas de una obra, distinguiendo la revolución como cambio por oposición, no como cambio desviado hacia la libertad "total" son otras de las apuestas de Read, que discierne entre revolucionarios positivos (abstractos) y negativos (surrealistas), entroncando en el siguiente ensayo -"La psicología de la reacción" entre conservadores (positivos) y reaccionarios (negativos, fascistas y esquizoides) con el zeitgeist como abigarrada maniobra de distracción. Aquí también evoca la trayectoria escasamente progresiva del arte desde la Edad Antigua: si del Paleolítico naturalista se pasó al Neolítico abstracto, se volvió a repetir con el Realismo o el Constructivismo en épocas más recientes, por ejemplo.
"El problema de la pornografía" introduce, de manera aún provocadora, los ingredientes freudianos de la amnesia infantil (provocada por la autorepresión y la desconfianza) y las experiencias traumáticas en su ecuación y distingue entre tabú como condicionamiento suave frente a prohibición como el fuerte, produciendo el divorcio entre espíritu e instinto.
"La civilización y el sentido de la calidad" nos recuerda considerar el arte como creación puramente artística (valga la obviedad) antes que como cultura enciclopédica de puro almacenamiento de datos, y engloba como mitos tanto lo sobrenatural (divino) como lo progresista (humano). El arte no como invención sino como modificación y sublimación de la realidad, como forma manipulable que excita nuestros sentidos y nos saca del aburrimiento y la rutina. De ahí se establece la calidad, y de ahí el sentido estético.
"El gran debate" es para el autor de "La paradoja del anarquismo" la inutilidad de la economía política para armar un discurso fiable, riguroso y coherente respecto al reparto de bienes y a una mejora de la calidad de vida general. El desarrollo tecnológico, sin moral ni estética, desincentiva la imaginación creativa. Nuestro protagonista concluye considerándose un ludita, pero fundamentalmente intelectual.
"Las artes y la paz", último texto, erige la moral como acción y comportamiento y no como creencia y considerando es lo contrario de la persuación, que no es más que maniobra publicitaria. Alude, a modo de paradigma, a Platón y Saint-Exupéry de alguna manera como adversarios filosóficos de Tolstói, al que en el sentido de este párrafo acusa de persuasivo.
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