Hace algo más de doscientos años se produjeron una serie de acontecimientos (grandes y pequeños, evidentes y sutiles) que, entretejidos entre sí, desembocaron en el mundo alienado y psicopático en el que estamos inmersos. Aunque el dicho que habla de que "no se le puede poner puertas al campo" trate de convencernos de la imposibilidad de acotar lo común -que viene a ser difícilmente aprehensible en términos globales-, lo cierto es que allá por la segunda década del siglo XIX se instauró, sobre todo en Occidente, el Sistema de Cercamiento, que promovió un sinfín de medidas de todo tipo que han conseguido constreñir al ser humano en una maraña de normas y obstáculos -la mayor parte impuestos mediante la fuerza-, influyendo en su determinación y autonomía.
Dicho sistema provocó, entre otras, la especialización industrial (la división del trabajo, con especial acento en la separación por sexos: entorno privado para la mujer, entorno público para el hombre) o la castrense (eliminación de la acumulación primitiva y comunal en favor del control por parte de ejércitos separados del resto de la sociedad; ejércitos cuya alimentación acabó siendo prioritaria sobre el resto, originando además un cambio sustancial en las rutas comerciales, gracias a la tensión geopolítica), y su versión doméstica, la de la implantación de la policía. También la especialización burocrática, destinada a vertebrar la dirección gubernamental a través de la centralización de los impuestos, junto con su versión espacial, la de las infraestructuras (ejecución y registro estatal de caminos, ríos o cárceles). La especialización lingüística, a través de la homologación de diccionarios o gramáticas, adquiere naturaleza ineludible. También la agraria, con la imposición de periodos de siembra o pastoreo, interfiriendo en el desplazamiento de diversas técnicas de cultivo.
Con todo ello se magnificó el concepto de excedente, combustible para el comercio a gran escala y, a la larga, fuente principal de alimentación para la aristocracia y demás élites parasitarias que no dejamos de sufrir en nuestras carnes.
La reacción entonces a dicha deriva fue capitaneada por Ned Ludd, impulsor del ludismo, una corriente que se propuso combatir la sucesión de los acontecimientos con la Revolución Industrial y la implementación de las máquinas como punta de lanza de una desvirtuación del comunalismo artesanal. Flotaba en el ambiente la creación del Capitalismo tal y como ya lo conocemos en la actualidad, con la manipulación y sometimiento del capital variable a través de la expropiación -prospección de lo común- y de la explotación -desarrollo tecnológico-, unidas ambas a la consabida acumulación por desposesión, pilar sobre el cual se relaciona el mundo desde entonces hasta el presente. La historia económica es dirigida por la presunción del valor de intercambio general más que por el valor de uso particular, referida este último como economía moral, donde nadie debe hacer beneficio con las necesidades del otro.
El objeto de este breve ensayo a cargo del historiador marxista Peter Linebauch implica enfatizar el eco que todos estos cambios sustanciales tuvieron en la literatura. Tomando como coartada el poema filosófico de Percy B. Shelley de "La Reina Mab", observamos no solo la intensas revueltas luditas en Europa, sino las esclavistas de EEUU -aquilatando la autoridad federal y el blues del Delta-. Pero también la de los indios de México y, en general, las del resto de zonas coloniales de América que fueron consiguiendo las correspondientes independencias por esas mismas fechas. Todo un momento de implosión, por tanto.
Thomas de Quincey, Herman Melville, William Blake, William Godwin o Mary Shelley, entre otros paradigmáticos del Romanticismo o adyacentes, trasladaron desde el campo metafórico las inquietudes por la implementación del asesinato ministerial, los motines de ultramar o los molinos sofisticados, como había vaticinado Milton tiempo atrás en clave demoniaca.
Fue una contestación triangular: Ludd por el lado de la experiencia, Percy B. Shelley por el de la aspiración y Spencer por los más que discutibles mitos y espíritus del Viejo Testamento. Plantaron una semilla que, al contrario de lo que los defensores a ultranza del progreso tecnológico presentan al mismo como única vía de desarrollo y único devenir en el ser humano, señala aún hoy la resistencia a un Leviatán incontrolado, paradigma de la bestia capitalista, cuya erradicación debe someterse, al menos, a una puesta en marcha rigurosa y urgente. Dicha resistencia -una insurreción comunista radical en el esfuerzo por retornar a costumbres más tribales- tiene en las tendencias del Decrecimiento y el ecologismo radical actuales un jardín por el que debemos transitar frente a retaguardias desesperadas y apocalípticas.