"Ningún derecho se ha conseguido pidiéndolo por favor" es una máxima que siempre irrita a reformistas, posibilistas, y demás fauna bienintencionada que, casi todo el tiempo, se deja toda su capacidad transformadora en gestos inanes o conductismos aquiescentes con los cuales plantarse a negociar -normalmente en franca inferioridad potestativa- frente al régimen de turno. Dotar de sentido, justificación y ejemplos prácticos una frase así -u otra de tipo similar- y demostrar por qué el pacifismo suele ser una etiqueta muy cómoda para las élites y para quienes blindan jerarquías y desigualdades galopantes es el objetivo del escritor y activista estadounidense Peter Gelderloos a lo largo de "Cómo la no-violencia protege al Estado".
En un contexto como el actual donde la supuesta pax dei mundial sigue saltando por los aires -solo que ahora, desde la atalaya del "primer" mundo la volvemos a ver resquebrajarse mucho más cerca-, donde las supuestas corrientes transformadoras -reformistas, socialistas, verdes, comunistas de Estado- son marionetas desechables en manos de los grandes emporios y lobbys reaccionarios (cuando no juegan obscenamente a aliarse con estos), es más que necesario poner sobre la mesa la futilidad de las iniciativas de la socialdemocracia rendida y colaboracionista que se nos vende a diario como la única alternativa al tiburón financiero, al carcamal ultra y al explotador ecofascista.
Partiendo de la base irrefutable de que los Estados ostentan los monopolios de la violencia, hacer "política amable", consensos de moqueta, etc. no solamente es forcejear capitulando desde el principio, sino participar calladamente de una violencia sistémica que siempre va a beneficiar al capitalista, al vil conservador y al energúmeno parlamentario, además de mantenerlo en su estatus por comparecencia testimonial, miedo o respeto a las buenas maneras por parte de las fuerzas "del cambio".
La versión popular de esta decisión "entregista" es el pacifismo, que tiene en el slogan fatuo de la "no-violencia" su acomodo para ir recolectando las victorias pírricas (a menudo puros espejismos transformadores) con las que saciar a los estratos de la sociedad en pos del mantenimiento del cacareado Estado del Bienestar o de la paz social que eluda la confrontación con quienes apenas tienen interés en renunciar a sus privilegios, a sus chantajes y a su protección a través de los cuerpos y fuerzas de represión del Estado, diseñados en primer término para el control y disciplinamiento de las clases subalternas.
"La no-violencia -como una práctica exclusiva- no es un método de lucha, sino un intento de pacificación apoyado por aquellos cuyo trabajo es el de reprimir la lucha (...) la realidad inevitable del conflicto social"
"El criterio principal que utilizan los activistas no violentos para decidir con quién trabajan no es el compromiso afín a los objetivos revolucionarios, sino el compromiso compartido con la no-violencia". Es decir, la pose ensimismada de una utopía arcádica frente a la reevaluación profunda de las relaciones de poder mediante serios contrapesos que hagan temblar literalmente a los guardianes de la nación.
"Si un movimiento no constituye una amenaza hacia un sistema basado en la coerción y la violencia centralizadas, y si ese movimiento no realiza y ejecuta el poder que lo convierta en una amenaza, no podrá destruir ese sistema", ya que "la élite no puede ser persuadida a través de llamadas a su conciencia". Justo lo que están invocando en la actualidad izquierdistas de "nueva política" a través de pantomimas jesuíticas en los medios de comunicación y en otras manifestaciones públicas.
Si se quiere dar la vuelta completamente a la historia, que es inopinadamente injusta, castradora, brutal e inmisericorde, no solo no vale con meras intenciones y discursos embellecidos de cara a la galería, es necesario un despliegue de múltiples estrategias (que deben ser, según el momento, tanto violentas como no-violentas), pues de la conjugación de todas ellas solo puede desembocar un proceso emancipador real. No puede ser que unos tengan las bombas, las porras y la intimidación como lenguaje universal, y otros a cambio confronten con retórica y sentadas. El que tiene todos los dispositivos para dominar la situación no dará nunca su brazo a torcer a no ser que sienta el aliento de una contrapropuesta inflexible y certera en su pretensión revolucionaria.
La no-violencia, dice Gelderloos, es eminentemente racista: "se niega a reconocer que estos esquemas solo funcionan para la gente blanca privilegiada, que tiene un estatus protegido por la violencia, como perpetradoras y beneficiarias de la jerarquía que la ejecuta". El activista no violento, blanco y letrado, empleará el tono paternalista con los demás consistente en que las revueltas violentas no conducen sino a más represión, a que como mínimo el problema se encasquille. Son los mismos que patrocinaron las 'primaveras de colores' -los Santiago Alba Rico de turno y compañía, auténticas comparsas ideológicas del imperio yanki-, que terminaron o por agravar los problemas o por abrir ventanas de oportunidad a especuladores y demás soldados de fortuna. Lo de estos teóricos post-marxistas no es más que forma de colonización desde las metrópolis acomodadas, solo que con un halo cool, 'enrollado'. "Esta idea de lo ineludible de las consecuencias represivas en la lucha, frecuentemente va más allá de la hipocresía llevando a la 'criminalización de la víctima' y la aprobación de la violencia represiva".
Los pacifistas, en mayor medida, no hacen más que el 'trabajo limpio' al Estado: "pacificar a la oposición. Los Estados, por su parte, desaniman a la fuerza contenida dentro de la misma e incitan a la pasividad". En esta reflexión también se incluye al movimiento no violento feminista, que cae a menudo en la "feminización de la pasividad". "También es una forma de aprender a sentirse desamparadx (...), aquellos que disienten, (...) no deben usurpar unos poderes que pertenecen exclusivamente al Estado (como el poder de la autodefensa)". Toda protesta que no se haga por cauces "democráticos", a través de la burocracia, serán considerados marginales, sospechosos o terroristas: sobre ello se echará encima todo el armamento de la maquinaria opresora, para redisciplinar, si es necesario con sangre, a aquel que ose ir más allá en sus reivindicaciones en su derecho a responder a los ataques del establishment.
"Permitir las protestas no violentas mejora la imagen del Estado. (...) La disidencia no violenta juega el papel de una oposición leal (...) y crea la ilusión de que el gobierno democrático no es elitista o autoritario.". "Una protesta de este tipo es como meter una flor en el cañón de la pistola. No impide que la pistola pueda disparar."
"La libertad de expresión solo es libre en la medida en que no constituye una amenaza y no tiene posibilidad de desafiar al sistema". En aras de mantener la convivencia entre todos (un eufemismo que esconde las ansias de control permanente de los poderes fácticos sobre una sociedad convenientemente aletargada), el Estado señala y pone grilletes a quienes revuelven más de la cuenta.
"La no violencia se concentra en cambiar los corazones y las mentes, pero subestima la industria cultural y el control de pensamiento de los medios de comunicación". Nos enfrentamos a un enemigo poderosísimo, con capacidad para influir perniciosamente en todos los hábitos y sensaciones del personal, un poder voraz que no duda en arrastrar hacia sí a todo aquel que sirva de dique de contención para cualquier "anomalía" que pueda gripar el funcionamiento sistémico. No olvidemos: un "control de la información" que "es más potente que sólido" y que genera "una población (...) adoctrinada (...) y sedada por una cultura de la complacencia".
El sistema, diseñado para 'costrificar' la desigualdad y el darwinismo malsano, trabajará siempre para fortalecer dos tipos de ciudadanos: por un lado "la gente de procedencia pobre (...) más proclive a ser infraeducada" y, por tanto, a carecer de las herramientas necesarias para revertir todo tipo de situaciones de injusticia y, por otro "la sobreeducación de la gente de procedencia rica" que "les convierte en monos entrenados (...); adiestrándoles "con intensidad en el uso del análisis para defender o mejorar la existencia del sistema (...) siendo incurablemente escépticos y burlándose de las ideas revolucionarias que sugieren que el sistema actual está, en esencia, podrido".
En definitiva, es urgente acabar con las medias tintas: "los lobbies revolucionarios" indica Gelderloos, "son, simplemente, lacayxs que firman peticiones, reúnen financiación o montan protestas simbólicas, mientras una minoría educada y bien vestida solicita audiencias con lxs políticxs y otras élites que reúnen en sus manos todo el poder político real". Urge, en el fondo como siempre, contrarrestar y pasar a la acción, se llame directa o de autodefensa, lo que sea pertinente para acabar con un sistema que ya se ha visto por todos los ángulos insolidario, reaccionario y feroz.