jueves, 18 de septiembre de 2008

Ignacio María Gasca Ajuria





Cuando uno se va a pasar unos días a San Sebastián, es parada imprescindible tumbarse un rato en la arena de la playa de Gros (oficialmente conocida como playa de Zurriola), en la margen derecha de Donosti. Es, aparentemente, la playa pobre de la zona más turística de aquella ciudad, pero sin lugar a dudas, la de más encanto. La Concha es previsible, de postal. Sin embargo, Gros alberga aún hoy cierto temperamento intratable y, hasta cierto punto, postergado. Sobre todo gracias a la pléyade de surfistas que, independientemente de las inclemencias del tiempo, desafían el oleaje de manera desordenada, en el extremo más oriental de la costa. Pero si por algo ya ha pasado a la historia contemporánea, a la guía de lugares inexcusables para cualquier amante del guiño post-punk, es por ser la playa fetiche de una de las referencias del pop español de los últimos, ya, treinta años: Poch Pinza.



De todas las desapariciones de ídolos a las que uno, desgraciadamente, ha tenido oportunidad de asistir, la de Poch seguramente haya sido la más triste de todas. A pesar de que, desde hacía ya mucho tiempo, se sabía de su irremediable final y destino, no fue óbice en su momento para desgarrarse contra la injusticia, ampararse en la rabia que suponía no presenciar una resurrección imposible por prescripción facultativa. Lloramos de una manera casi surrealista.
La enfermedad genética (de Huntington) que arrastraba como mínimo desde la cumbre de su trayectoria artística (coincidiendo con el final de Derribos Arias y el comienzo de su infructuosa carrera en solitario) fue, sin discusión, el principal obstáculo para disfrutar de una obra mayúscula e incomparable que se nos fue negada mucho más pronto de lo previsto. El carácter anárquico, errático y desastroso que lució Ignacio Gasca durante buena parte de su carrera no fue, como algunos inconscientemente todavía creen, la clave de su genio y la puerta principal hacia la posteridad que hoy venimos a recordar, sino precisamente el principal problema –aunque no deje de sonar a perogrullo, es conveniente subrayarlo- y la máxima traición a su inconfundible personalidad y talento.
Aun con todo ello, Poch nos legó incontables momentos efervescentes, delirantes y mágicos en su turbulenta y desaliñada existencia. Esta vez nos saltaremos a Derribos Arias, su grupo estandarte, y nos zambulliremos en su desconcertante travesía en solitario.



Todo en la vida de Poch fue de manera acelerada, quizá acompañado por la autoconsciencia del inevitable desenlace que, tarde o temprano, le iba a tocar sufrir. Así, el final de Derribos Arias, entre más que coqueteos con las drogas y la desenfrenada vida nocturna, se confunde con el comienzo de los discos ya bajo su exclusivo nombre. “Poch se ha vuelto a equivocar” fue el exótico debut para una multinacional (CBS), donde todo sonaba peligrosamente limpio y comercial (cortesía de los nefastos Teo Cardalda y el feudalista Teddy Canarios) para las atrocidades a las que nos tenía acostumbrados el bueno de Poch. En realidad el álbum gravitaba alrededor de “La playa”, frustrado intento del donostiarra de colarse en las más desalmadas listas de éxitos con la excusa de convertirse ni más ni menos que en el Nuevo Rey del Verano. Además de esta indescriptible pieza de pop tropical, se incluían otras joyas que deberían haber tenido mejor suerte en otras manos, como “El Party”, “Como uña y carne”, “Club de herpesviríticos” o “Dagas hambrientas”. ¿El resto?, duele reconocer que se trataba de puro relleno, humorada inocua a años luz del aberrante sentido iconoclasta de su protagonista.

Sin embargo, y tras este traspiés, cuando parecía todo perdido (los signos de la enfermedad empezaban a ser ya más que evidentes), Poch nos regaló su disco más completo, incomprendido o sencillamente arrinconado: “Nuevos sistemas para viajar”. Retorno a su verdadera casa, Grabaciones Accidentales, con un buen puñado de colaboradores que ayudarían lo suyo para conseguir que un mermado Rey del Aftersun lograse terminar la que, a la postre, acabaría siendo su última grabación oficial. Un particularísimo tour de force conceptual donde el paso del tiempo y la obsesión por las agencias domésticas iban a darse de la mano.



El disco se abre con “Viaje por países pequeños”, genial síntesis de la oscuridad de Derribos Arias y la agitación ska de sus tiempos como componente de Ejecutivos Agresivos, acompañado acertadamente de Coral, cantante de Aerolíneas Federales.
“No tienes ni idea de qué hora es” está repescada de su otro grupo, La Banda Sin Futuro, aquella epifanía maldita que compartiría con su mano derecha, también en Derribos, Alejo Alberdi, y es un himno en sí misma.
“Hacia el mar” y “Jurelandia” son dos lienzos dedicados a su pasión por los juguetes de fabricación propia, bien sazonados de salitre. “Gun club” es uno de los momentos, junto a “Navidad en el almacén”, más aguerridos del disco, y más Banda Sin Futuro indefectiblemente.
Para la parte final del disco quedan dos de los momentos más emotivos y portentosos de toda la obra pochiana: “Buscando relojes”, una especie de bolero hawaiano de melodía naif donde impresiona comprobar la capacidad compositora de Poch, en pleno derrumbe físico. Para terminar, una de las mejores baladas del pop español de todos los tiempos, una despedida formidable, “Un poco shiego”, con esa escritura sencilla, certera y grandiosa en sí misma: “perdóname, por favor, si ayer te dije cosas muy bonitas, y hoy no las puedo repetir”. La nota honda en un currículum formado por cientos de esbozos a menudo inaprensibles. Genio y figura.


Hoy se cumplen diez años de la muerte de Poch. Dios te salve, Marqués del Tendedero Alto y Bajo.

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