Vallotton fue, además de pintor reconocido, un furibundo ilustrador y dibujante de insignes personalidades del mundo de las letras y del pensamiento en general. Suyo fue, por lo que más nos atañe, aquel estudio intuido sobre el Conde de Lautréamont que supuso el único –o al menos el más conocido- acercamiento a la efigie del autor de Los Cantos de Maldoror hasta que fuera descubierta la supuesta foto de éste, más de medio siglo después de haber sido dibujado.
También novelista, Vallotton perpetró “La vida asesina”, publicada poco después de haber dejado este valle de lágrimas. Su protagonista, un desclasado chico de provincias que acaba convertido en crítico escultórico de moda en el París del primer cuarto de siglo, tiene el don de despertar la muerte allá por donde pasa, involuntariamente. Todo aquello que toca, todo aquello por lo que suspira, languidece hasta consumirse o explota en una tragedia en cada esquina que bordea o a cada saludo que esboza.
Un tratado sobre la fatalidad, escrita en la frente hasta el fin de los días, y que sólo puede curarse definitivamente con más muerte, para hurgar e instalarse en el vacío y así intentar neutralizar ese fuego incontrolado. La historia de un ser maldito, abrumado por un poder innato que le consume y le hace regar con gasolina a todo aquél que se cruza en su camino con el simple estímulo del día a día.
Enclavada en un post-decadentismo y post-naturalismo que a su vez entronca con la novela galante, “La vida asesina” hiende sus tripas en un costumbrismo contaminado, servil con el destino y abrumado por su estela indeleble. La biografía de un fracaso, ni más ni menos.