viernes, 4 de noviembre de 2011
Oblique Strategies
Segunda edición, 91.
Cartas anteriores:
2010
Primera edición:
70. Reverse
2009
Cuarta edición:
40. Go outside. Shut the door.
2008
Tercera edición:
8. Ask your body
2007
Segunda edición:
114. What mistakes did you make last time?
2006
Primera edición:
46. Make a sudden, destructive unpredictable action; incorporate.
domingo, 30 de octubre de 2011
La casa roja (Delmer Daves, 1947)
“¿Alguna vez has huido de unos gritos?. No puedes. Te perseguirán por el bosque. Te perseguirán mientras vivas.”
Es oportuno valorar la obra de Delmer Daves más allá de puntuales pilares de su filmografía, ya sea como director o exclusivamente como guionista. Ya sea con La senda tenebrosa (1947) o con Tú y yo (Leo McCarey, 1939). Avezado estilista y, a su modo, pionero de la cámara subjetiva en la primera de ellas, donde en su primer tramo le construye a aquélla todo un monumento y termina aprovechándose de un demorado Bogart para conjugar mitos como el del hombre invisible o Frankenstein en plena retórica noir. En la segunda, un ligero melodrama que imprime el negativo de los encuentros a ciegas para inspirar, por ejemplo y entre otras muchas –remakes incluidos-, esas ‘vidas en un hilo’ que pasan de las calles de Nueva York a las más teatrales del Madrid de Neville.
Pero si se nos permite tener un Daves particular, confirmada por otra parte la pericia heterodoxa del susodicho –fue otro de esos herreros del celuloide que se atrevió con todo: westerns, bélicas, etc.-, nosotros nos quedaremos con The red house, curiosamente del mismo año que la facturada con el tándem Bacall-Bogart.
Injustamente semi-olvidada -o más bien tirando a desconocida-, además de su atractivo planteamiento y de las evocaciones varias que se irán sucediendo, tiene el aliciente de un reparto más que solvente gracias a varios pesos pesados del momento: el incombustible Edward G. Robinson, la ubicua Julie London y la irreductible Judith Anderson, esta última desgraciadamente conocida casi exclusivamente para la posteridad, por el aficionado medio, como la ama de llaves de “Rebeca”.
Lo que empieza con un simple argumento costumbrista de la América profunda -chico encuentra un empleo en una granja para poder remontar la economía doméstica-, tornará –porque ya se nos lo ha adelantado en el prólogo- en un thriller rural con ribetes de cuento de los hermanos Grimm o de aventuras de Enid Blyton, allí donde los contrastes –luz/oscuridad- son más que violentos, casi tanto como el viento, uno de los más furibundos filmados jamás –con niveles de intensidad similares a los del “Onibaba” (1964) de Shindô-, en un escenario donde “el valor no basta”.
Un bosque impenetrable, metáfora de todos los miedos y obsesiones, de todas las sospechas y secretos de un anciano granjero condenado a proteger su corazón, la maldita casa roja, que por muy oscuros motivos un buen día quedó abandonada dándole esquinazo al mundo. Poco a poco se irá poseyendo de él la locura, las pinceladas insinuadas de amor fou y el miedo a descubrir el misterio a medida que el círculo se estreche en su contra. Con un argumento libre de despistes u objeciones, prácticamente perfecto –todas las historias de amor y abnegación que contiene están perfectamente manejadas-, un ritmo perfectamente sostenido y unas interpretaciones más que plausibles, “La casa roja” queda como una de las más logradas cintas de tensión y suspense –con gotas de fantástico, policiaco y melodrama, conjurando todo ello con precisión y destreza-, dispuesta a ser aún más desentrañada de lo que, tristemente, sigue estando aún.
sábado, 27 de agosto de 2011
En busca de Cabo Verde (III)
No hace falta deambular más allá de los discos de MAYRA ANDRADE para captar dentro de los mismos similitudes –y querencias- con Marisa Monte. A saber: eclecticismo, comercialidad, solvencia vocal e identificación con la tradición. En el caso de la Andrade, con ese plus que en el fondo comprende buena parte de su cancionero que se ha inoculado de esa fragancia brasileña que le recorre por todos los costados. Un caso muy parecido al de NANCY VIEIRA, junto con Mayra la gran revelación de los últimos años y, definitivamente, también la otra confirmación y proyección de las islas. Pese al deslumbrante cromatismo de la portada de su disco más imponente –“Lus”-, éste comprende una colección de canciones especialmente reposadas, ergo arrebatadoras y determinantes. No ha habido más remedio que elegir esa “Verdade D’amour”, que condensa toda la ‘beleza’ y emoción del mundo en menos de dos minutos y medio. Me imagino que al penúltimo Caetano le iría como un guante, pero no más que la otra seleccionada, “Coração Vulcão”, por ejemplo.
Retornamos al bolero caboverdiano con la voz afónica de DULCE MATÍAS, tan discreta y otoñal como elegante y efectiva, de arrebato gradual. El “Tradicão” de GABRIELA MENDES es, de principio a fin, otro de los ineludibles de la última generación. Con su punto camaleónico en lo que se refiere a ritmos –contradanças, batuques-, yo me he dejado llevar –para no perder en ningún momento el tono de esta tercera recopilación- por uno de sus mornas y por la balada folk más irresistible que ahí se incluye.
MARIA ALICE tendrá que convivir por siempre con el sambenito de ser “la nueva Cesária”. Bienvenida la etiqueta si las continuaciones de “D'zemcontre” o “Tocatina” siguen conteniendo convincentes mornas o incluso sambas –“Velha Bichica” va de clasicismo carioca, con un punto vocal cercano a Ana Lúcia- como los que ella sabe muy bien (re)interpretar.
MARIA DE BARROS, como muchas de las anteriores, funde sensualidad de considerable voltaje y estilización con carisma escénico. Impregnada hasta lo más hondo de esa mágica predisposición que llaman “Morabeza” -‘hospitalidad’ en castellano-, que pone nombre por otra parte a su disco más celebrado. La misma que se le presupone a SÃOZINHA, animadora todoterreno, más que habitual en celebraciones de diversa índole como enlaces o natividades, que le canta a la tristeza –y todas sus manifestaciones- con una prestancia y naturalidad apabullantes. Canta a Eugenio Tavares, otro autor clásico referencial de la memorabilia natal.
En el capítulo de ausencias, tristemente he dejado fuera al gran y añorado Antoninho TRAVADINHA que es, junto con el mítico Garoto brasileño, uno de los guitarristas –y en este caso además violinista- preferidos de todos los tiempos. Y no precisamente por su virtuosismo –que lo posee-, sino por esa capacidad para hacer de sus temas pequeñas muestras de delicada orfebrería sin igual, fascinantes e inalterables en el tiempo. “Feiticeira De Côr Morena”, por ejemplo, donde caben todo tipo de ritmos e invenciones, así lo refrenda.
En Busca de Cabo Verde 3
domingo, 21 de agosto de 2011
En busca de Cabo Verde (II)
No esperen encontrar generalmente excesiva sofisticación en las letras de los artistas caboverdianos. Es más, los leiv motivs no son especialmente variados y giran casi siempre en torno los mismos temas: la nostalgia, el deseo de retornar a la patria común (Cabo Verde es, en esencia, un pueblo emigrante), el amor, la celebración de la vida o la dignidad del ser humano. De esto último habla, por ejemplo, el “Criolo Ca Tem Patron” de TITO PARIS. De dignidad laboral y, de paso, racial: social, en definitiva. De Tito es de quien he seleccionado más canciones –tres-, no porque se trate de mi favorito, sino porque no me he podido resistir a incluir otras tantas muestras de un tipo especialmente dotado para facturar canciones explosivas, hits en potencia mucho músculo y prestancia, contagiosas. Algo así como el equivalente al denostado Carlinhos Brown quien por otra parte, pese a la insufrible exposición mediática de hace unos años, sigue siendo unos de los compositores más solventes del Brasil contemporáneo. Además de “Criolo Ca Tem Patron”, la sensual “Preto E Mi” y la coladeira “No intende” son la representación de esta omnipresente figura, habitual en colaboraciones con casi todos los pesos pesados de la música de su país, además de cotizado autor de muchos de ellos.
JACQUELINE FORTES no entró en el primer volumen por problemas de espacio, pero pertenece más bien al sector de glorias veteranas. He elegido dos adorables y risueñas canciones de su más o menos reciente “Terra D'nhas Gente”, un disco con una especial habilidad para estribillos pegadizos, especialmente pop en casos como “Minina Nova”. TEOFILO CHANTRE, como en el caso de Tito Paris, ha sido durante mucho tiempo proveedor de buena parte del repertorio de, entre otros Cesária Évora, y para sus discos en solitario –donde la bossa nova, la canción francesa o el tango están más que presentes- se ha dejado llevar por la vena más intimista y delicada de sus composiciones, llegando a abusar en ocasiones de cierta indolencia interpretativa. Pero lo aquí expuesto tiene muchos quilates: el “Mãe pa fidge” que canta a medias con Cesária es punto álgido en su discografía y que, junto a “Vadiamundo” –con ese sabor portuario-, marcan un impasse introspectivo en mitad del baile.
En algún lugar entre el funk-pop y el morna se sitúa la potente voz de FANTCHA, muy exitosa y comercial ella, marcando siempre su propia tendencia. Las dos canciones por las que he optado se mueven en ambos extremos. LURA es otra realidad igualmente desde hace ya más de una década. Algo más clásica que Fantcha, con la que le une un registro vocal cercano –aunque algo más suave-, centra todos sus esfuerzos no solamente en el morna de rigor, sino en el bolero, como bien ejemplifica “Padoce de céu azul”.
Cierro con un pequeño epílogo dedicado a grupos caboverdianos, que no podían dejar de tener aquí su hueco. CORDAS DO SOL y SIMENTERA son ambas formaciones numerosas, centradas en el tradicionalismo y en la recuperación de viejas joyas de su folclore natal, convenientemente puestas al día. El segundo de estos combos estuvo liderado por el francotirador Mario Lúcio, con varios discos en solitario bajo mi punto de vista aún menores con respecto al grupo madre. “Dor Di Amor” es un diamante folk en toda su –gran- extensión.
En Busca de Cabo Verde 2
sábado, 13 de agosto de 2011
En busca de Cabo Verde (I)
El flechazo fue algo tardío pero seguro, circa 2006 con “Rogamar”. Después llegó Tito Paris, pero ha sido este 2011 el del aluvión personal y el del intentar poner poco a poco las cosas en claro. El influjo de estas islas es algo que ya no se puede parar. Este pequeño Brasil, apadrinado por el oeste lisboeta, el ‘charme’ francés y el romance caribeño no deja de producir, especialmente en los últimos veinte años de la mano de Cesária y su pionero arranque mediático, a músicos e intérpretes que ejemplifican a la perfección, con sobriedad y destreza, la natural mezcolanza de sonidos populares y maneras de ambas orillas del Atlántico. El morna, ese fado caboverdiano de tamiz tropical africanista, es la excusa, aunque bien entrecruzada con otros ritmos y pronunciaciones. Para los que no hemos llegado a sucumbir al fadismo continental, ese es nuestro remedio. Y mucho más.
Se trata de tres compilaciones sobre lo que, a juicio personal, es lo más interesante de la música cocinada en Cabo Verde o con indisociables vínculos con dicha denominación de origen. Por supuesto, ha habido criba: como ocurre en cualquier sitio, no es oro todo lo que reluce, aunque bien es cierto que han sido los menos los que han quedado fuera en el tiempo que me ha dado hasta hoy a sondear el terreno. Uno de los rasgos más marcados es el del poderío casi absoluto de la presencia femenina, por lo menos en lo que se refiere a la interpretación, sospecho también que independientemente de mi visión particular. No obstante, para un mayor conocimiento del material aquí expuesto, se recomienda visitar el blog de Afrocubanlatinjazz, fuente virtual indispensable de lo que ordinariamente se conoce por otra parte como músicas del mundo. Yo, como en todo, me limito a ser mera correa de transmisión de unos sonidos apasionantes y unas canciones fascinantes, sin ánimo alguno de sentar cátedra ni nada por el estilo. En todo caso, con el único y humilde objetivo de compartir este entusiasmo que ya no se puede atenuar.
Lo primero, los clásicos. O los más clásicos de entre los clásicos. BANA es figura señera ya desde la época colonial, y las canciones seleccionadas pertenecen a esos años, aunque ha seguido en activo hasta nuestros días, con un saber estar a prueba de bombas. “Fidjo de ninguem” y “Nossa signora da fatima” son dos coladeiras de fuerte conducta sonera, como buena parte del cancionero que este caballero ha venido interpretando desde entonces. El morna, en sentido más estricto, ya viene de la mano de TITINA que, auspiciada toda por el repertorio de B.Leza, uno de los compositores caboverdianos más importantes e inevitables –algo así como el equivalente isleño de monstruos como Noel Rosa, Wilson Batista o Ary Barroso-, se da un homenaje de góspel y sodade a partes iguales. Más dulce y aguda es la voz de CELINA PEREIRA de la que he elegido, entre otras, un “Ave Maria Do Morro” por tener esa guitarra con efecto tan pop y por fundirse con total naturalidad con ese “Ave maría” de Schubert, sin atisbo de bizarrismo o vulgaridad, algo muy común por otra parte cuando se juntan música “culta” y popular. De CESÁRIA EVORA sobran las presentaciones: figura capital e influyente, y una de esas voces que es capaz de levantar la canción más indefensa hasta las más altas cotas. He elegido dos clásicos, “Cize” y “Cretcheu di ceu”, incluidos en su merecidamente aclamado “Mar Azul”, aunque bien podría haber elegido cualquiera dentro de su ya más que dilatada discografía, incluso entre sus injustamente menospreciados primeros discos de reentré de finales de los ochenta, con cajas de ritmo y arreglos tipo “gitano con la cabra” que siguen sonando deliciosos, por otra parte.
Lo de HERMINIA es muy fuerte en todos los sentidos: cantó toda su vida por los rincones caboverdianos prácticamente olvidada, para grabar sólo un par de discos casi a final de su existencia, sobre todo el impresionante “Coraçon leve”, con esa garganta añeja ya de por sí, repleto de mornas mágicos y pintado con arreglos mínimos y elegantes. Sin lugar a dudas uno de los mejores discos de los noventa fue el de esta hechicera y ella es en sí toda revelación. ILDO LOBO, voluntarioso protector y difusor de la cultura de su país, lideró Os Tubaroes en los setenta y su temprana muerte provocó una conmoción en todos los estamentos sociales de las islas. Es poderoso y con un punto muy romántico en sus producciones. El “Viva vida” de ANA FIRMINO es una de esas joyas donde cabe un poco de todo pero siempre con criterio y desenvoltura. Ya lo dice uno de los estribillos más gloriosos de este genial disco: “Morna, batuque, coladeira, contradança, kabule e funaná”. Pero también, añado, pop o MPB de alto voltaje emocional y festivo. No obstante, me he centrado en sus mornas, por ser este estilo el predominante en la primera de las tres recopilaciones. Que la disfruten.
En busca de Cabo Verde I
lunes, 1 de agosto de 2011
Se va mi sombra, pero yo me quedo, de Carolina Coronado
Leída malamente –no tanto por comprensión como por escasez de horas- y escuálidamente reeditada, sigue guardando uno de los secretos más insondables y fascinantes de la leyenda literaria de este país, el de Alberto, símbolo místico que hace por mantener la tradición de las eternas epopeyas sentimentales y ultraterrenas de los Dante y Petrarca de turno y que daría –por ir aportando ideas- para algún reportaje de investigación –aun siendo casi todo inventado: no importa- o para alguna película de rigor. Menos mal que en el remozado Museo Romántico de Madrid ocupa un lugar preeminente (algunos objetos personales, mayormente) y de paso merecido. De reunir sus obras completas ni hablar (en cualquier otro país civilizado donde valoren algo a sus heroínas ya estarían, lo juro). Volver a ver juntos, por ejemplo, a Safo o Santa Teresa con el susodicho Alberto, aunque sea de vez en cuando en un diálogo cogido por los pelos. Un poco de aquella manera:
“Cuál de su pensamiento la corriente,
Cortada estrechamente
Por el dique de bárbaros errores,
En pantano reunida,
Quedara corrompida
En vez de fecundar campos de flores!”
“Lecho de tierra y silencioso olvido
Solo del mundo la hermosura alcanza:
El estrecho sepulcro a do(nde) se lanza,
Los rayos borrará de haber nacido.
Cual sueño pasará, si el genio alzando
La poderosa voz no la eterniza,
Su cantar que a los siglos se desliza
Vida preciosa a sus cenizas dando”
“Safo aparece en la escarpada orilla,
Triste corona funeral ciñiendo:
Fuego en sus ojos sobrehumano brilla,
El asombroso espacio audaz midiendo.”
Cortada estrechamente
Por el dique de bárbaros errores,
En pantano reunida,
Quedara corrompida
En vez de fecundar campos de flores!”
“Lecho de tierra y silencioso olvido
Solo del mundo la hermosura alcanza:
El estrecho sepulcro a do(nde) se lanza,
Los rayos borrará de haber nacido.
Cual sueño pasará, si el genio alzando
La poderosa voz no la eterniza,
Su cantar que a los siglos se desliza
Vida preciosa a sus cenizas dando”
“Safo aparece en la escarpada orilla,
Triste corona funeral ciñiendo:
Fuego en sus ojos sobrehumano brilla,
El asombroso espacio audaz midiendo.”
El segundo y tercer fragmento no están incluidos en la antología de Torremozas, para darle sentido a la reivindicación y puesta a punto de esta escritora liberal –entendido este adjetivo desde una óptica considerablemente diferente a como lo hacemos hoy mismo-, vibrante, tierna y encantadora.
lunes, 27 de junio de 2011
Five (Arch Oboler, 1951)
De las películas con temática de catástrofe post-nuclear que vendrían a continuación, es ésta la que mejor y más abruptamente expresa la pesadumbre existencial de una inmensidad devastada por la psicosis atómica. Sin el inocente amauterismo de un cuasi debutante Roger Corman en “El día del fin del mundo” (1955), ni la cursilería argumental de “El mundo, la carne y el diablo” (Ranald McDougall, 1959), ni la despreocupación hollywoodiense de “La hora final” (Stanley Kramer, 1959) ni, ya más lejos, el delirio camp de “El último hombre sobre la tierra” (Sidney Salkow, 1964), esta obra del conflictivo Oboler deslumbra por su acritud, su sobria puesta en escena, su cuasi-convincente trama espacio-temporal y la ausencia casi total de concesiones al público medio que, rodada en la época que se rodó, no deja de tener su importancia.
El ritmo templado y la cuidada y precisa fotografía la hacen impropia de su época, y mucho más con una factura diez o quince años a posteriori, lo que le confiere inevitablemente un aire de atemporalidad ganado bien a pulso.
En el ámbito de lo particular, atrapa sobremanera la actuación de Susan Douglas Rubes, en uno de los papeles de semi-autista -víctima de un shock a la altura de las circunstancias- más convincentes y estremecedores. Una actriz de efímera trayectoria delante de las cámaras que bien podría haber insistido al menos en algunas interpretaciones de similar calado.
Five (que comienza con unas líneas del bíblico Salmo 103:16 y acaba con el 21 del Apocalipsis) es un número escogido al azar para trazar otros tantos caracteres de los supuestos únicos supervivientes del fatídico desenlace al que han acabado abocados. Así está el idealista obstinado en alguna clase de renacer, la mujer (y madre) asustada y ensimismada en sus recuerdos e incertidumbres, la presencia de la senectud representada en la serena aceptación que da el inminente ocaso de su propia condición; el frío, calculador, inquietante y desestabilizador de la reducida comunidad y la noble –y resignada - víctima de los arrebatos que conlleva la no aceptación del “diferente”.
Entre el compromiso por una regeneración vital y el conformismo por apurar hasta la última gota de un mundo arruinado consigo mismo, como repunte “arty” quedará la casa de Frank Lloyd Wright donde se desarrolla gran parte de la acción, como secuencia estrella la visita a la gran ciudad, y la crudeza y la audacia estética como señas de identidad de una película sin edad que sigue derrochando revelación en cada uno de sus fotogramas, más allá de sus discutibles preceptos de fondo.
miércoles, 27 de abril de 2011
Mathilde Santing, “Water under the bridge” (1984)
Convertida por muchos años en una gran dama de la canción europea, Mathilde Santing ha vertebrado la casi totalidad de su repertorio a base de criterio impoluto y ferviente que le ha llevado a integrar en sus grabaciones una nómina de compositores variopintos pero siempre meticulosamente elegidos como Elvis Costello, John Cale, Todd Rundgren o Roddy Frame entre otros, así como otros clásicos que sobre todo lo fueron en las voces de Sinatra, Nat King Cole o Ella Fitzgerald.
Pero hubo una sola vez en que esto no fue así y las aportaciones propias lograron completar un álbum que no es destacable tan sólo por esta particularidad, sino también por sus bondades y su inquebrantable validez. Escoltada por Dennis Duchhart, algo así como el “chico para todo” de la new wave holandesa –colaborador de tulipanes post-punk tan abrasivos como The Tapes o Minny Pops-, un más que competente y dúctil ensamblador de melodías e intuitivos arreglos, Santing casi debutó –éste es su segundo lp- con un disco que bebe tanto de las maneras del del jazz estandarizado como de la electrónica licuada del pop de los primeros ochenta. En definitiva, más cerca de la subsiguiente Anna Domino –que hubiera dado un brazo por acabar firmando un disco así- o Alison Statton que de Virna Lindt.
Mini-lp para más señas –ampliado un año después con tres canciones extra para la entonces novedosa edición en cd-, penetra solemne y sigilosa como una araña con “Too much”, bajo un discurso de ruptura, remotos recuerdos e intentos de sobreponerse, que tendrá en “Our days” –“Now we’ve been through all this trouble/there´s a chance our luck will doble”- un saludable remedio, en medio de un ritmo algo más pizpireto. Desoladora, “Turn your heart” subraya con aparente dejadez un estribillo suplicante –“Can you turn your heart like you turn your head?”-. El insinuado tempo tropical de “All the fun” suena grácil –¿no parecen hasta los coros cantar con una sonrisa?- y reivindica despejarse de los problemas del corazón y disfrutar de placeres eternos como volver escuchar a Brian Wilson o salir a comprar flores. Pero aun así, ¿es tan difícil elegir entre “Sweet nothings” y tristezas?. Eso parece, así que mejor no comprometerse a zurcir –otros- corazones rotos.
Para la planeadora “It may not alwas be so” y la traviesa “Maggie & Millie & Molly & May”, Mathilde cederá a los versos de E.E. Cummings, y en la propia “Water under the brigde” será la miniaturista pop Fay Lovsky, que por entonces andaba con inquietudes similares –ahí está su “Cinema” para corroborarlo-, la que refleje con palabras la pérdida y su imparable disolución. Aunque la última impresión se la reserve Mathilde en la lacónica “Boat trip”, que volverá para esconderla en la tela del mismo ácaro.
Una obra maestra perdida en una pedagógica trayectoria atiborrada de temas ajenos, como un bote aislado e insospechado mecido por una corriente tenaz y glotona.
http://rapidshare.com/files/6404992/Mathilde_Santing_-_Water.zip
miércoles, 20 de abril de 2011
Jane Siberry
Compromiso, feminidad, independencia y hasta un cierto punto libertario rodean la figura de esta excepcional y polifacética intérprete y compositora canadiense, responsable de una dilatada trayectoria que busca (y generalmente encuentra) sin desespero belleza y sinceridad, trabajándose la mejor exigencia artística. Inmune al desaliento y reconvertida en los últimos tiempos en una 'homeless' desprendida de casi todas sus propiedades –incluidas las intelectuales: regala su obra entera en la web oficial-, Jane Siberry es un vivo ejemplo en contra del cinismo y la hipocresía del mundo reinante, tanto dentro como fuera de los estudios de grabación y los escenarios. Telegrafiamos los discos hechos con su nombre (incluida su actual etapa como Issa). La aventura Siberry. Para no dejar de sorprenderse.
Jane Siberry (1981)
La portada de su primer disco puede llevar a engaño: una especie de Chrissie Hynde o Debbie Harry sobre un rudimentario fondo proto-cibernético. Sin embargo esto es un disco de folk por los cuatro costados que poco tiene que ver con las musas de la nueva ola y sí con trovadoras de épocas pretéritas –la Joni Mitchell de, por ejemplo, “Amelia” a la cabeza-. Se abre directamente con su primer clásico: “Marco Polo”. Uno de esos inicios discográficos –consumado en la cambiante escena local cercana a Ontario- que aúnan inspiración, espontaneidad, sutileza y una aparente fragilidad que preconizan suaves revelaciones y delicias intactas. Palabras mayores: uno de esos arranques que uno cree haber presenciado muchas veces, pero que a la hora de la verdad sólo le traen “Sunday morning” o "Uh-Oh, Love Comes to Town" y muy pocos casos más.
Historias adolescentes de dudas, certezas –“In the blue light”, reflexiones sobre la creación -“Writers are a funny breed”-, grandes consuelos –“Above the treeline”, dedicada a su mascota- y deseos inciertos bañan los textos de esta primera –y campestre- Siberry, soportados por unos coros dulces y una instrumentación justa que no interfieren en ningún momento estas composiciones, adecuados en todo momento. Son canciones sencillas pero nunca tontas o insuficientes, de las más accesibles de toda su obra, conformando uno de sus mejores discos (si no el mejor) precisamente por esa inmediatez y frescura. El disco que jamás le salió a Suzanne Vega. Una joya oculta e invariable, como la primera brisa tras el largo y férreo invierno.
No borders here (1984)
Pensado en un primer momento como un Ep, se amplió hasta conformar estas nueve canciones donde, esta vez si, se apuesta por un sonido new wave, más intrincado, con cambios de ritmos, partes bien diferenciadas en una misma composición. Se ha dejado por el camino los suaves aleteos de su debut, para trufar de pimpantes guitarras y juguetones arreglos su continuación. Destacan “Follow me”, “Extra executives” –con esos coros tan a lo The B-52´s- o el hit “Mimi on the Beach”, un peculiar himno que sonó bastante en su día y que se desmarca de lo que son los éxitos al uso por su estructura compleja, que incluye parones, recitados y silencios imprevistos.
Piezas oníricas con cierta épica como “Dancing class” o “You don´t need” la empiezan a situar en la órbita de artistas como Kate Bush (más bien como hipotética alumna), pero las pretensiones no funcionan igual en una que en otra y las interpretaciones de ambas son considerablemente variables. Toda la carcasa pseudoperística, aparatosa, cargante y desproporcionada de Bush apenas se aprecia en la Siberry. La producción de sus discos no se ha quedado obsoleta como en el caso de los primeros de la británica y los alardes vocales de Jane son mucho más dulces y comedidos, afortunadamente.
The speckless sky (1985)
“One more colour”, uno de sus éxitos más demoledores -con un nada disimulado discurso ecologista-, avanza a la Elizabeth Fraser más accesible -la de “Heaven of Las Vegas” o “Four-Calendar Café”-, con letra expansiva incluida, como ocurre igualmente con la primera Kristin Hersh en “Mein bitte”. El tono entre juguetón y travieso, con interludios de ‘spoken word’ –otra de sus señas de identidad- queda para momentos como “Vladimir Vladimir” o “The empty city”, experimentando con una electrónica pop atmosférica muy de la época, en un tono cada vez más reposado y –si- adulto. Ahí tenemos para corroborarlo “The taxi ride”, una balada que tanto puede recordar a David Sylvian, a Ricky Lee Jones –circa “Pirates”- como a Tears For Fears y que se cuenta entre lo más logrado de su carrera. Aires de epifanía y textos suntuosos –“Map of the World (part II)”- en otro de sus discos más celebrados.
The walking (1987)
La sublimación del pop progresivo. Con hits tan valiosos como interminables –“Ingrid and the footman”, muy en la órbita de unos B-52´s de “The Good Stuff”-, pocas veces se ha permitido tanto a una figura de estas características estirar las canciones más de lo humanamente recomendable, si a cambio se compensan con momentos tan apetecibles como sorprendentes como los casos de “The white tent the raft” o “Lena is a white table”, donde la aritmética pop rompe muchas de sus reglas en pos de territorios (sonoros) tan ocultos como impredecibles. La fantástica canción que da título al álbum lo explica convenientemente: el camino sin retorno como un hecho consumado.
Bound by the beauty (1989)
Jane Siberry da un evidente giro a su sonido acercándose a sonidos más naturales, próximos al country, sin olvidar el aliento pop, además de crecer considerablemente como intérprete madura e insobornable. Pero no empieza bien. La primera mitad del disco descoloca y no parece despegar en casi ningún momento. Suerte que por ahí está “The Valley”, estremecedora -una de las canciones favoritas de k.d. Lang, por cierto-, para recobrar el pulso intimista. O “The life is the red wagon”, de estribillo y subida elocuentes. Pero lo mejor está en la recta final: la desgarradora y espectral “La jalouse”, la breve y encantadora “Miss Punta Blanca” y “Are we dancing now”, con su trazo sofisticado de pop tropical que habrían tenido a bien firmar Everything But The Girl, Basia o Isabelle Antena en esos –u otros- años.
When i was boy (1993)
Producido por Brian Eno, abandona los sonidos más acústicos de “Bound by the beauty” para retornar a la sonda sintética, como bien ilustra desde la inicial “Temple”. Contiene dos hitos en su discografía: “Calling all angels” (con la citada Lang), uno de sus temas más cotizados, o la clasicista “Love is everything”. Incorpora detalles como las suaves cadencias hip-hop de “All the candles in the world” y todo en general tiene un carácter etéreo y sosegado, de abigarrada sensualidad.
Mención aparte para una canción que queda descolgada de este álbum para posteriormente entrar en la nómina de la banda sonora de “The crow”, “It can’t rain all the time”, muy en la línea de todo “When i was boy”.
Maria (1995)
Escorada al jazz –una de sus desembocaduras más previsibles-, entrega aquí uno de sus discos más ensimismados y ambientales, con textos algo más escuetos cargados de espiritualidad. Demasiado escolástico, no destaca precisamente por contener canciones brillantes o llamativas, quizá a excepción de “Goodbye sweet pumpkinhead”. El final de su larga cohabitación con Warner.
Teenager (1996)
Es una debilidad, y es que creo que Jane Siberry difícilmente defrauda cuando se pone sola frente a una guitarra. Hace mucho tiempo que no lo hace –de hecho apenas se prodiga-, pero el recuerdo de su memorable disco de debut hace suspirar por más etapas así. Aprovechando un impás discográfico, Jane regraba varias de sus primerísimas canciones, anteriores al disco del 81, y que tenía guardadas en cintas de bobina con un sonido muy deficiente. Pero el tesoro está ahí y sólo hace falta revivirlas para sacar a relucir todo su impacto interior. “Teenager”, aunque pocos lo crean, es uno de sus discos capitales, precisamente por lo inusitado de este juicio, y porque esconde ese cariño espontáneo, esa pureza de intención de quien regala algo especial sin esperar demasiados aplausos ni muchas soflamas encendidas.
Canciones dedicadas a su padre, a su hermana o a su mejor amiga, casi todas introducidas por su voz y sus recuerdos y varias veces con trozos de las grabaciones originales –caseras, al pie de la cama del primer refugio furtivo-, de cuando Siberry empezó a descubrirse vitalmente hablando. Canciones hermosísimas que se habían perdido en archivos del recuerdo por ser “demasiado dulces”, como se las tacharon en sus primeras representaciones. Curiosamente, y al contrario que en “Maria”, es imposible quedarse o destacar alguna canción (¿”Broken birds”, “Puppet city”, “Bessie”?, ¡qué más da!) por encima del resto. A pesar de las infinitas dudas de Jane para retomar estas piezas, el agradecimiento eterno por descubrirnos esta pequeña gran joya folk de cualquier tiempo. Entrañable y arrulladora. Perfecta.
[New York Trilogy]
Proyecto en directo dividido en tres partes surgido de la propuesta de Alan Pepper, fan y dueño de The Botton Line, prestigioso local neoyorquino donde la Siberry va a tener vía libre para experimentar sus canciones (algunas conocidas, otras inéditas) con diferentes sonoridades y registros vocales. Sólo para fans impenitentes.
1. Tree (1999)
Música para películas y bosques. Incluye sus participaciones en la citada película de Alex Proyas, así como el “Slow tango” del “Tan lejos, tan cerca” de Wenders. Más absorta que nunca y con un coro florido que redimensiona ampliamente sus composiciones, pasadas por la túrmix neoclasicista.
2. Lips (1999)
Música para contarlo. Igual de incontenible en el minutaje que “Tree”, la amiga de Joe Jackson –quien la invitará por esas fechas a participar en su “Heaven & Hell”- amplía la paleta a destellos gospel, funk –“Freedom is gold”-, “Hotel room 417” -aquí con sketches incluidos-, recitados –“Foecke”-, auto-homenajes -“Mimi finally speakes”- y una simpática versión de “I will survive”. Lo mejor queda otra vez para el final, con “Barkis is willin`” al piano.
3. Child (1997)
Jane no puede dejar de sorprenderse y sorprender a la audiencia, por eso empieza la última parte de la trilogía –Música para la Navidad- pagando el taxi que la llevará directamente al escenario un par de años antes de las dos partes restantes. Contiene este compacto doble cuentos, conocidos villancicos alemanes, franceses, polacos –especial y concisa “Mary´s lullaby”- o británicos, versos –“In the bleak mid-winter” de Christina Rossetti- además de canciones propias de discos anteriores, en un año que esperó desconsoladamente otros recitales navideños habituales en el Botton Line: Laura Nyro –puede palparse su espíritu- o las Roches, una muerta esos días y otras –con las que Jane colaboró en el disco homenaje a Nyro- alejadas por problemas médicos. Otra oportunidad para deshacerse en desarrollos instrumentales y sacar a pasear una voz –acompañada de un elenco para la ocasión- que puede con todo, bien macerada a lo largo del tiempo.
Hush (2000)
Nueva compilación de canciones tradicionales norteamericanas británicas –gospel y folk- que han formado parte desde los inicios de Jane en su educación musical y sentimental, algunas de ellas arregladas para la ocasión, como el caso de “Streets of Laredo”, que anecdóticamente también adaptaría en aquel tiempo Paddy McAloon en el “The Gunman and other stories” de Prefab Sprout. Más condensada que en la trilogía previa, y por ello también más disfrutable para el oyente neófito. Hasta los discretos arreglos electrónicos –“False false fly”, “Ol’ man river”- le sientan muy bien.
Shushan the palace (2003)
Pleitesía a compositores barrocos con algunas letras adicionales para crear otro (gran) espiritual. Reclinatorio coral para un disco predestinado en un primer momento para el tiempo navideño, pero circunscrito finalmente a cualquier época del año. El último como Jane Siberry, antes de transformarse en Issa y ponerse a vivir en las penumbras de los hoteles con poca carga -su talento, confianza e ilusión-, es otro conseguido compendio de belleza intemporal, criterio exquisito, cuidado por las fuentes y lo que se proyecta de ellas. Vuelve a echar mano de la poetisa Christina Rossetti. Como Dios, y la rosa secreta, mandan.
Dragon dreams (2008)
Para su nueva identidad, Siberry se hace bautizar con capas superpuestas de ruidos, gorjeos y bases con pianos brillantes en una nueva obra inclasificable y emancipada de cualquier condicionamiento comercial. Hay preocupación por levantar singles –después de tanto tiempo de introspección- como “Oui Gallo?” o “You never know”, en una impronta pop tan agreste como inesperada.
With what shall I keep warm? (2009)
Esta “segunda de una historia contada en tres partes” de Issa ahonda en el cut-up, en los arreglos que funden tradición con cierta impostura tecnológica. Contiene algunas de sus grandes canciones como son las baladas “Then we heard a shout”, “Mama Hererby” o “In my dream”, esta última como una Jarboe estilizada y lo menos histriónica posible.
Como certifican sus fans más imperturbables, ella es en sí un reto constante.
domingo, 20 de marzo de 2011
Alegato de un loco, de August Strindberg
"Soy violento, llegado al caso, pero nunca vulgar. Mato, pero no hiero. Suelto la palabra precisa para el caso, pero no voy recopilando palabras dichas aparte solapadamente; invento yo mismo mis agudezas, alumbradas al azar, provocadas por la situación, pero no me apropio de las bonitas palabras de las operetas o de los periódicos ligeros.”
Para los que han leído su “Inferno”, quizá también se extrañen de la contundencia de este otro título que, a la manera de aquél, hurga en las entrañas de una vida marcada a fuego por la psicosis y sus recaídas, sus idas y sus venidas. Pero sin ser tan brutal y trepidante, autoestimula igualmente el frenesí más agudo que llevamos dentro y que sólo unos privilegiados saben destilar sin torcer el rumbo hacia la afectación o la simple ironía. Si la locura es tocar un piano con casi todas las cuerdas rotas y sobre las que han resistido ir improvisando, a Strindberg le daba tiempo a hilar una certera jam session con todas ellas. La locura, esa manera de vivir la verdad tan ligera de trastos, fue la prórroga para la auto-disección a corazón abierto que se reservaba nuestro autor –delicado y anecdótico para el poema, incisivo para la puesta en escena- en algunos tiempos muertos, para mostrarse su entrañable irascibilidad y, de paso, dejárnosla escrita.
“Alegato de un loco” habla de su fatigosa y lacerante relación con su primera esposa, de sus lamentos, recriminaciones, sospechas, arrepentimientos, fútiles arrebatos y vueltas a empezar. La Biblia agnóstica del remordimiento (sensación que se nombra en todo el libro como una nota inmisericorde) en la que, como ocurriese más tarde en “Inferno”, los sentimientos de culpabilidad, de beligerancia, de autoinmolación y dignidad se mezclan con la manía persecutoria que se hará una aliada cada vez más presente en sus diarios novelados. Ayudará a constatar que la felicidad es una breve canción que aquél día escuchamos medio borrachos y que cada año que pasa nos cuesta más trabajo tararear. Entre el clavo ardiendo de la misoginia y la impetuosa autoafirmación de ser nicho de titubeos y debilidades en plena transformación de convenciones sociales y sexuales, es la primera entrega de una nada velada autobiografía por entregas que se ensaña hasta con el apuntador y que tiene la osadía de autoafirmarse por el camino, como si uno anduviese con el cabeza bien alta, impropiamente vestido, en mitad de un paraje rodeado de edificios derrumbándose y poblado por tahúres existenciales que te sacan el alma en cada esquina.
jueves, 20 de enero de 2011
Aguas turbias (André De Toth, 1944)
Uno de los atractivos de cierta serie negra de los años cuarenta está en la suplantación de determinados valores del cine de horror de la década anterior, en declive tras la sobreexplotación de sus arquetipos. Así, y hasta la llegada de las “nuevas olas” de regeneración cinéfila (ciencia ficción de los años 50, la Hammer y el resurgimiento del suspense de los años sesenta en Inglaterra, por poner algunos ejemplos), la década en la que tiene lugar “Dark Waters” funcionará como mantenedora de ingredientes específicos del terror “universal” pero con formas más sutiles, eludiendo planos evidentes y sosteniéndose mayormente en esos argumentos detectivescos, “negros”, para dar salida a los más recónditos temores e insinuaciones.
Antes de pasar a la historia con “Los crímenes del museo de cera” y dedicarse en el tramo final de su carrera a innumerables westerns, André De Toth, también conocido como el Pirata, realizó esta discreta –para la crítica- cinta de malos sueños, obsesiones, sospechas y poética sombría. Una joven superviviente del hundimiento de un barco donde han perecido sus padres, tras una temporada convaleciente en el hospital, va a encontrarse con unos familiares a los que no conoce y que son en ese momento la única tabla de salvación tras la debacle. De Toth la traslada a los fangosos e impredecibles latifundios de Luisiana, en una atmósfera tan falsamente apacible como el comportamiento de cada uno de los habitantes de la casa donde irá a parar para conocer a esos tíos lejanos. Metáfora sobre el a menudo desconcertante e inconsistente destino de una labor cinematográfica como la de André, alma libre en la rigurosa estructura de Hollywood.
La clave de la película no está ya en el desenlace a tanto entuerto, a tanta angustia y a tanta molestia, sino en la sensación de que ni siquiera el médico que pretende a la protagonista –otra Rebeca indefensa y desamparada- y que se comporta como su ángel guardián durante todo el metraje parece trigo limpio. Ni tan siquiera –afortunadamente- en ese final más bien abierto donde la ambigüedad del galeno se mantiene intacta.
“¿Han estado alguna vez en un funeral en el que el oficiante olvidara el sermón?, ¿han estado?. ¿Y que la persona que estuviera a su lado muriera, y la echaran por la borda, y que su único pensamiento fuera que hay más agua para beber?. Y que no le importara si estaba muerta, y que un marinero se levantara y dijera: "Oh, Dios, entregamos este alma a tu cuidado". Y que no pudiera recordar más. Y que entonces el hombre que estaba a su lado dijera: “… a las profundidades…”. Alguien había muerto.”
Es lo que pregunta la protagonista mirando a cámara al comienzo de la cinta y que, en un maquiavélico y perverso cierre de círculo, parece devolverle De Toth en la última escena de la película. Eso es lo que hace de “Aguas turbias” un thriller psicológico más que respetable, reconfortante y efectivo. Y es que además de una nómina de actores convincente –con tanto oficio como su director-, un guión esquemático pero bien perfilado y sin fisuras, una atmósfera inquietante –pueden sentirse los mosquitos y las interminables lianas que se confunden con el pantano- y una fotografía eficaz, no hay nada como una última sugerencia antes de los créditos: siempre podría haber otra película.
domingo, 2 de enero de 2011
Gangway
Como sus mediáticos vecinos suecos, Dinamarca, al contrario que otras personalidades europeas, no ha llegado a producir un pop que, basado en coordenadas puramente anglosajonas, tome un cariz propio –producto de un mestizaje más o menos equitativo-, entendido desde un punto de vista territorial e idiosincrático, de discernible arraigo. Por eso las armas haya que buscarlas allá en la profundización y la emulación de los modelos británico y/o americano. Y entre los que han tenido más suerte en el empeño (porque también se lo han trabajado más a conciencia), este fundamental combo de Copenhagen (de culto mayoritario en su país y de los que podríamos hacer dos discos recopilatorios amplios con canciones inmensas sin ninguna dificultad) formado a principios de los ochenta y liderados por su guitarrista Henrik Bailing, auténtico motor a nivel compositivo, junto con su fiel escudero Allan Jensen, carismático y eficaz vocalista durante los más de doce años que duró su existencia como grupo y la fértil sociedad que formaron.
Aquí un breve recordatorio de la discografía esencial de estos incontinentes orfebres de seda y bits.
The twist (1984)
Su disco twee por excelencia, mucho antes de que la concepción tomara auge. Se dice influido ante todo por The Smiths (quizá manifiesto en “Violence, easter and Christmas”, a rebufo de “This charming man”), pero dejamos el margen de la duda al sopesar que ambos debuts se publican en el mismo año, y que en general los primeros pasos de ambas formaciones corren muy en paralelo. Está lleno de pequeñas joyas de indie-pop, con alguna breve canción tamizada por la suave y cálida influencia del pop jazzístico (“The idiot”). “Boys in the river” es un aguerrido single que introduce el influjo de The Cure, que se hace más que evidente -circa “Faith” o “Pornography”- en “What?”, llegando esta última a descompensar por completo un disco que parece el resto del tiempo correr por intenciones más soleadas (musicalmente). “On the roof” también pertenece al contrapunto más septentrional, y la podían haber firmado sin pestañear nuestros La Dama Se Esconde, con esa mezcla de paisajes íntimos e impulso acústico. En definitiva, delicioso y más que competente, no es un disco perfecto por casos como “What?”, pero sigue siendo más que disfrutable mil años después.
Sitting in the park (1986)
“Call up”, canción incluida en su primer disco, anticipaba la naturaleza de sus siguientes pasos. Es el giro hacia la pulsión de los sesenta más ‘british’, y en general hacia el pop más clásico de aquella parte del mundo. Kinks, Beatles, XTC o Madness son los inconscientes mentores de esta magistral colección de canciones que arranca, abusadora, con dos de sus canciones más recordadas, “The party is over” y “My girl and me”, por no hablar de la canción que da título a todo el álbum. Es pop perfecto, límpido, conocedor hasta el más insignificante detalle de los resortes más elementales de la savia atemporal de la que bebe. Resortes amplificados y juiciosamente adaptados, esta vez sin despistes o pasos en falso, con la aportación del punto sofisticado de la época (“Bound to grow up”) en que les tocó publicarlos. Cortes como “Too much talk” ponen el broche expresivo y radiante en armonías y compases, y canciones en un principio sólo publicadas en singles aparte como “Out of the rebound from love” o “Here´s my house” (esta ya decididamente bailable y electrónica) no hacen sino añadir y encajar, en una versión revisada –y publicada dos años después- que se tituló “Sitting in the park again” más razones para amar este disco soberbio e inexcusable, el “Skylarking” continental.
The quiet boy ate the whole cake (1991)
Tanta vida tuvo “Sitting in the park”, que pasó la friolera de un lustro hasta que Gangway sacaron a la luz una nueva colección de canciones. Por el camino no sólo se invirtió tiempo, sino un radical cambio de planteamientos, hasta el punto de asistir prácticamente al nacimiento de otro grupo. Como “Technique” o “Violator”, el “Behaviour” de Pet Shop Boys reescribió ciertamente el concepto de pop electrónico en el cruce de las décadas de los ochenta y noventa. Del perfume y las maneras de –sobre todo- estos últimos tomarán buena nota Balling y compañía, no solamente en este “The quiet boy” sino en todas las entregas posteriores que les quedarán por siempre jamás. “Going away” es el clásico incontestable que se alzará sobre el resto de composiciones, aunque “Strawberry cat” o “Don´t ask yourself” también sobrevuelan como singles certeros en un disco quizá demasiado embebido en arreglos y dibujos melódicos recién descubiertos y afortunados según el caso. Cierra el disco “Thermometer song”, balada expansiva y dolorosamente sexy.
Happy ever after (1992)
Prodigioso muestreo de las posibilidades danesas. Podemos recurrir al tópico y soltar aquello de que tiene todo para confundirse con un grandes éxitos de toda la vida, pero por raro que parezca, no es lo último. Esta vez sólo ha pasado un año desde “The quiet” y las ideas se van aclarando y consolidando. Hay Pet Shop Boys (los cuales, por cierto, desde muy pronto se declararon fans de Gangway, produciéndose un caso de retroalimentación cuanto menos curioso) en estado puro -“You and yours”, “Hey little darling”, “Don´t go”-, remates a lo New Order –“Blessed by a lesser god”- o torch songs muy de Marc Almond -“Never say goodbye”-, pero también otros registros más “clásicos”. Así “Mountain song” podría estar sin problemas en el mejor repertorio –apartado camp- de The Divine Comedy, “Once in a while” (“I'm allergic to sentiment /Depending on a lie”) contiene el néctar del pop maestro recolectado por Paddy McAloon y “No matter what” (en directo) huele a estándar ajeno –y añejo- cuando los créditos ratifican que hablamos –nuevamente- ni más ni menos de cosecha propia en todos los casos. La cumbre.
Optimism (1994)
Más orientados que nunca al dance pop, sus siguientes pasos tampoco supondrá ruptura alguna, si cabe una mayor profundización en el territorio electrónico que en su precedente. La exaltación de “A million words” o “Endings” da la medida de unos Gangway más desinhibidos musicalmente que nunca, pero tan cuidadosos como siempre con el paladar melódico. Hay un hueco para unos muy reconocibles, sintéticos y simpáticos impulsos hispanos en “Sycomore sundays” y para los inevitables tiempos medios con lágrimas llenándolo todo –“Day by day-Fade away”, “Sick head”- donde se mezclan a la perfección inspiración y oficio.
That´s life (1996)
Despedida y cierre. Misma línea y la sospecha de que este epitafio se cuenta entre sus tres mejores trabajos. Una nueva mezcla de “Steady income”, ya incluida anteriormente en “Optimism”, infecciosa y oportunamente mejorada. Depeche Mode –“Nothing´s the matter”- y Tennant & Low –“Never turn”, “Why do i miss you”- en este nuevo tratado de electro-pop perdidamente romántico y sensual. Estribillos deliciosos –“I could be wrong”- y baladas aún más dulces –“April fool”- para terminar una aventura casi intachable de talante minucioso.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)