viernes, 10 de octubre de 2014

La mano del diablo (Maurice Tourneur, 1943)






Parcialmente eclipsado en la actualidad por la fama de su hijo Jacques, la carrera de Maurice Tourneur bien merece una reivindicación acorde con su talento cinematográfico, repartido en su primera etapa en Estados Unidos –mayormente muda- y su posterior reingreso en el celuloide francés. De la primera destacan adaptaciones literarias del calibre de “Trilby” (basada en la novela homónima de George de Maurier), con el mítico y caprichoso hipnotizador Svengali haciendo de la suyas -cuarta versión del asunto llevada a las pantallas-, y “El pájaro azul”, pequeño cuento de hadas escrito por su tocayo belga Maurice Maeterlinck donde Tourneur realiza un asombroso despliegue de talento estético e imaginativo –que, lógicamente, exigía dicho relato- con muchos puntos en común respecto al Peter Pan de Barrie y los inevitable tintados azules incluidos.

De su etapa gala “La mano del diablo” e “Impasse des Deux Anges” son las que resultan más atractivas por su potencia visual y su dominio del guión respectivamente. La segunda, liderada por Simone Signoret y Paul Meurisse (que años después volverían a compartir protagonista en la obra maestra “Las diabólicas” de Clouzot), funde de manera magistral una trama policiaca –el robo de un collar de diamantes- sin apenas margen para el error –la escena de la persecución de la pareja central recuerda muchísimo en sordidez y convicción a “La ventana” de Tetzlaff, rodada un año después- con pequeñas dosis de alta comedia y una historia de amor imposible repleta de spleen. Sobresale la actuación de Meurisse, siempre tan inquietante, hierático y persuasivo –aquí, sin duda, el Bogart francés por excelencia-.






Cinco años antes Maurice Tourneur había vuelto a apoyarse en una obra literaria de considerable raigambre en el imaginario francés -como es el relato “La mano encantada” del siempre favorito Gèrard de Nerval- para dar rienda suelta a su desbordante ingenio delante de la cámara y crear una pequeña gran joya del fantástico continental.

Partiendo del evidente influjo faústico del texto de Nèrval, también podemos encontrar en “La main du diable” (filmada en plena ocupación alemana) reminiscencias de “La bestia con cinco dedos” de William F. Harvey –llevada al cine tres años después de la de Tourneur por Robert Florey con Peter Lorre como reclamo estelar- o “Las manos de orlac”, con otro Maurice, Renard.






Todo comienza en un ambiente brumoso de alta montaña: más concretamente en un hotel incomunicado por el temporal donde sus huéspedes deciden pasar el mal tiempo contándose alguna historia misteriosa e incluso espeluznante –muy a la manera de la posterior “Al caer la noche” (1945), la legendaria película de cinco historias diferentes y otros tantos directores convertida en clásico de culto hoy en día-. La velada es interrumpida por un curioso personaje que parece huir de alguna maldición innombrable, portando una caja cuidadosamente empaquetada que no deja mostrar a nadie. Finalmente accederá a contar su historia: alguien le vendió un talismán que le proporcionaría fama, inspiración –el individuo es, inicialmente, un pintor frustrado- y el amor de una féminaa que le desprecia por no alcanzar todo lo anterior.

No se trata para nada de una adaptación fiel respecto del original de Nerval. De hecho, el texto de éste queda tremendamente constreñido casi al final del film como mera anécdota al final del metraje, formando parte de una cadena de poseedores de dicha mano encantada que da vigor y capacidad al que la ostenta pero que acaba provocando problemas serios y debe ser traspasada para no acabar uno mismo condenado, haciendo de esta parte del cuerpo un presente envenenado ad infinitum.






Tourneur no desaprovecha la ocasión para incluir incisivos e inteligentes diálogos marca de la casa –responsabilidad del gran Jean-Paul Le Chanois, su mano derecha que también repitiera después en “Impasse”-, dando agilidad a la trama y la predisponiendo para una parte final donde el director de “Trilby” vuelve a hacer alarde de una magnífica puesta en escena con perturbadoras evocaciones acordes a una fábula de fatalidad y voluntad controlada convertida –con un fuerte marchamo teatral en sus secuencias- en tema recurrente a la hora de diseccionar lo mucho que de frágil y contradictorio tiene el corazón.

viernes, 3 de octubre de 2014

Earwig, “Under My Skin I Am Laughing” (1992) / Insides, “Euphoria” (1993)






De Kirsty Yates, por lo que se desprende de sus cuentas de Facebook y Twitter, se intuye que está dedicada actualmente y en exclusividad “a sus labores” (no sabemos exáctamente cuáles, pero al menos no parece que éstas sean musicales) mientras deja constancia de su amor por Todd Rundgren, Bowie, Sparks o John Cale en sus actualizaciones; a su compañero en ambas aventuras -Earwig primero; Insides después- Julian Tardo (de origen brasileño) le podemos encontrar como productor y dueño de los Church Road Studio por donde han pasado, entre otros, gente como Pram, Fujiya & Miyagi o Chromeo. Ambos fueron –con la compañía de Dimitri Voulis en la etapa de Earwig- los responsables de dos de los discos de pop ambiental más sobresalientes de su tiempo -allá por los primeros noventa- y de cualquier otro.

Como otros contemporáneos que irrumpieran con fuerza en el –se decía entonces- panorama alternativo de esos años -Stephen Immerwahr de Codeine o Ian Crause de Disco Inferno- y que después han tenido unas trayectorias posteriores bastante intermitentes –cuando no casi inexistentes o decididamente mediocres-, en el caso de Kirsty y Julian la luz se fue apagando inexorablemente poco después de la publicación de su obra maestra, “Euphoria”, para volver puntualmente en el año 2000 con un segundo disco bastante discutible y decepcionante, “Sweet Tip”.






Primero desde el pequeño sello La-Di-Da –que alguien me diga si, aparte de Earwig y Dead Famous People hubo algo más que salvar ahí de la quema-, los por entonces bautizados como Earwig empezaron publicando varios ep’s –casi todo ese material se recogió posteriormente en el recopilatorio “Past”, en 1992- donde las similitudes en cuanto a sonido y registro vocal con Lush saltan más que a la vista –lo segundo también se puede aplicar con, por ejemplo, la Darling Buds Andrea Lewis-. Son unas grabaciones un tanto bisoñas, con no excesivo carácter pero bastante dignas que se debaten entre el shoegaze –los ineludibles My Bloody Valentine asoman por sus surcos-, el punk-pop de guitarras afiladas y el punto pseudo-gótico que aún se practicaba entonces con cierta insistencia.






“Under My Skin I Am Laughing” fue otra cosa. Más reposados y atmosféricos, empiezan a incluir en sus piezas programaciones, loops y demás especulación electrónica para dotar a sus propias composiciones de un hipnotismo bastante conseguido y una personalidad más definitoria que al principio. La voz de Yates pierde agudos y gana en misterio y frialdad hasta el punto de recordar a la inevitable Nico o a la coteánea Laetitia Sadier. In crescendos contagiosos y persuasivos –“Every Day Shines”-, confesiones paisajísticas –“Safe In My Hands”-, ensoñaciones con intromisiones ruidistas –“When You’re Quiet”- nanas post-punk –“We Could Be Sisters”, que recuerda al autismo de los belgas Berntholer-, pulsos espectrales –“Never Be Lonely Again”, su particular “Decades”- o diamantes melódicos –“Shickhair”, no muy lejos de The Durutti Column- integran un disco desgraciadamente desapercibido que bien merecería, junto al resto del material, una reedición en condiciones que, no me cabe la menor duda, haría reconsiderar todo su potencial a más gente aparte de los estrictamente incondicionales de este tipo de sonidos.






Si la repelente etiqueta ‘indietrónica’ tiene algo de validez será, desde luego, para reconocer a “Euphoria” –ya desde la escudería 4AD- como uno de sus principales estandartes a la hora de fusionar con maestría pop lánguido y hasta cierto punto audaz con ritmos sintéticos. A las ex-vocalistas de The Velvet Underground y Stereolab hay que añadir aquí semejanzas en el timbre y en algunos dibujos melódicos con Björk –exacto: sin histrionismo- o Corinne Drewery –no en vano “Sweet Tip” les emparentará definitivamente con la misma fórmula rejurgitada de indie, easy-listening y cadencias brasileñas que tan bien practican aún Swing Out Sister-.






“Euphoria” tiene guitarras más atenuadas y arreglos mucho más pop, aunque en lo sustancial se aleje bien poco del único álbum de Earwig. No obstante, es un paso adelante dentro del universo de un –ya entonces- dúo aplicado en el minimalismo, el baile ralentizado –“Distractions”- los cálidos pianos –“Relentless”, o cómo el espíritu de la ex-Sugarcubes es detectado más que nunca- o el ambient jazzístico –“Yes”-, sirviendo de involuntario acicate para propuestas futuras necesarias y hasta imprescindibles –The Montgolfier Brothers o The Radio Dept- y, lamentablemente, otras muy vulgares y con nula capacidad de emoción –Múm o Dntel-. Una ecuación que no tuvo continuación y que se conforma como uno de los pocos objetos de auténtico culto que sacar en claro en esa década paupérrima y farisea en que le tocó exponerse.

jueves, 2 de octubre de 2014

Among the Living (Stuart Heisler, 1941)





Stuart Heisler se empleó al máximo, sobre todo, en cine negro y westerns, aunque al principio de su carrera experimentó con otros formatos que, si bien tocaban de alguna manera el thriller o el suspense, también rendían pleitesía a géneros emparentados con la ciencia ficción y el terror -en ambos casos no necesariamente de forma explícita-. A principios de la década de los cuarenta ya se internó en el noir con títulos como “The Glass Key” (1942) y resultados interesantes. En dicho film, una especie de policiaco político con alguna escena especialmente violenta y osada para la época, se percibe su querencia por secuencias con arraigado propósito malsano, como aquella en la que Alan Ladd –lugarteniente de un mafioso de la talla de Brian Donlevy- recibe dos palizas considerables y despierta abatido mirándose al espejo -en una escena que le debe mucho al Peter Lorre de “M, el vampiro de Düsseldorf”- para tirarse después por una ventana, atravesar el techado de cristal de una vivienda y terminar cayendo en la mesa de una apacible familia mientras cena.





“The Monster and the Girl”, rodada un año antes y contemporánea del film protagonista de hoy, es una especie de cruce entre “Cat People” (Jacques Tourneur, 1942), “Murders in the Zoo” (A. Edward Sutherland, 1933), “Captive Wild Woman” (Edward Dmytryk, 1943) o “The Lady and the Monster” (George Sherman, 1944). Es decir: manipulación científica o por medio de un simple truco de conductismo sobre alguna criatura salvaje para dirigirla hacia algún turbio propósito sazonado, generalmente, con los pertinentes pretextos sentimentales a fin de dotar a las tramas de una tragedia más o menos penetrante.





“Among the living” ("Entre los vivos") bascula de alguna manera sobre el mito del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde y supone también la avanzadilla –lejana - de insalubres maravillas del tipo “Bad Ronald” (Buzz Kulik, 1974) o “Basket Case” (Frank Henenlotter, 1982) a través de la recurrente trama de dos gemelos separados desde niños, siendo uno de ellos encerrado para vergüenza propia y ajena. En este caso por negligencia paterna: el sacrificado, después de intentar defender a su madre de un caso de violencia doméstica perpetrado por su progenitor, es sentenciado después por el médico del pueblo -un tipo sin escrúpulos que no duda en mantener su prestigio social delante de sus vecinos por encima del reconocimiento de haber firmado injustamente el deceso del hermano proscrito-. Todo ello desarrollado en una indeterminada localidad del sur de los Estados Unidos, con sus pantanos amenazadores y la beatitud e hipocresía de sus gentes que, adicionalmente, me ha hecho recordar por momentos a “Yo anduve con un zombi” o a aquellas “Aguas turbias” donde un buen día se internara Merle Oberon por siempre jamás.





Albert Dekker (“La máscara de hierro”, “Doctor Cíclope”, “Noche en el alma”, “El beso mortal” y tantas otras) acomete de manera fantástica y eficaz ese desdoblamiento interpretativo entre un hermano sereno, establecido socialmente, y el otro: asilvestrado, irracional y vengativo que se relaciona a base de estímulos primarios apenas codificados debido a su aislamiento permanente. Sin olvidarnos de la inefable Susan Hayward ("Viviendo el pasado", "Piratas del mar Caribe"), perfecta en su papel de chica manipuladora y caprichosa. 

Presupuesto bajo pero competente para un retrato certero y entretenido de una sociedad ingrata, cínica y miserable que nunca duda en ocultar de manera torpe y perversa sus más bajos instintos bajo una capa de orden y moralidad rampante.

miércoles, 1 de octubre de 2014

La isla de los cánticos, de María Eugenia Vaz Ferreira






Romántica, parnasiana y finalmente modernista, la uruguaya María Eugenia Vaz Ferreira fue la gran pionera de la poesía latinoamericana femenina allá por finales del siglo XIX y principios del XX. Entusiasta del soneto y del romance, volcó todas sus espectativas líricas en el amor, el sino y la muerte. Quizá consciente de una situación excepcional dentro de la escena literaria de su país, escribió en un entorno y un tono a salvo de amenazas libertinas e injerencias colectivas, concentrada en la pureza de sentimientos primigenios y perennes.

“La isla de los cánticos”, su libro póstumo e indiosincrásico, como dice Sylvia Puentes de Oyenard en el prólogo de esta edición “alerta sobre la vocación del canto y un destino de soledad y aislamiento. Una isla refiere al espacio de dificil acceso, es símbolo de un centro espiritual, de entorno sagrado”.






Aunque cometa el error de circunscribir la belleza poco menos que a una mera cuestión visual (“Aunque el ciego te ignore”, dice en “Oda a la Belleza”) su poesía se sobrepone gracias al rigor métrico y a la ortodoxia de su imaginario, comprometido con la independencia que da ese carácter tenaz que le acompañara toda su vida.

“El ataúd flotante” habla de un destino inmanejable, fatal (“veo la sombra de tu mancha negra”) que sólo puede tener un desenlace más allá del tiempo y la conciencia.






“Invocación”, llena de imágenes poderosas, reduce a su protagonista -la noche- a símbolos retóricos como el escenario pragmático, mundano e ilusorio o el único refugio inexpugnable al que aspirar. “Invitación al olvido” exhorta de manera brillante y en escasos versos la separación; “Heroica” el deseo de un soporte sobrehumano que pueda casar con “el corazón de la rebelde fémina”, es decir, compartir en armonía el fuego interior de la autora.

Cómo no sentir un hormigueo ante esa mezcla de amenaza y deseo en “La estrella misteriosa”, fascinante e inalcanzable. El poder arrollador de la palabra es el leiv motiv de “Canto verbal” para después “Enmudecer” pues:


“Quien no sabe estar alegre
rime a sí mismo su mal.
Por eso enfundo mi flauta,
La del ambiguo cantar,
Y quien me escuche, oiga sólo
Mi paso en la soledad"