La evolución artística,
política y vital de Frank Wisbar se antoja paradigmática de otros tantos
realizadores alemanes de su tiempo. Primero, ayudaron a dar prestigio a una
industria de la que fueron primera potencia mundial –por encima de Estados
Unidos- fundamentalmente entre los años 20 y los primeros años 30, después
empezaron a sufrir el marcaje y la condena por parte del establishment
administrativo del momento –ergo nazismo-, para a continuación acabar emigrando a otros países
europeos o a América, y regresar después a Alemania para firmar en muchos casos
estimables otras de madurez –en el caso de Wisbar el más que correcto drama
periodístico “Asfalto húmedo”, de 1958- y terminar ahí sus carreras.
Wisbar inicia su andadura como
realizador cuando la etapa silente ha pasado a la historia y el sonoro es una
gran realidad de posibilidades infinitas. “Fährmann Maria” se integra en esa
primera de las tres etapas del autor, cuando aún dirigía en Alemania y el
nacional-socialismo trataba de atraerle a su maremágnum ideológico y del que,
afortunadamente, acabaría huyendo. La personificación franca y rotunda de la
muerte aquí sería sin lugar a dudas motivo de influencia para “El séptimo
sello” de Ingmar Bergman, así como la mitología griega lo es para “Fährmann Maria” al integrar la
figura del barquero –en esta ocasión desde el punto de vista femenino- a través
de las reminiscencias financieras del propio Caronte. Además, comparte con
Dreyer esa obsesión por la luz, un tratamiento que aquí nos recuerda especialmente
al misticismo en exteriores que luego desarrollaría el danés sobre todo en “Ordet”. En el polo opuesto nos encontraríamos con la casi contemporánea “La muerte de vacaciones” de Mitchell
Leisen, donde se desarrollaría la idea de la encarnación de una manera mucho
más superficial y distendida.
María, protagonista de la
historia (interpretada por Sybille Schmitz, que ya había trabajado precisamente
a las órdenes de Dreyer en “Vampyr”), es una joven desposeída en búsqueda de
empleo que aterriza en un pueblo donde el barquero oficial acaba de morir. Su llegada
provoca tantas suspicacias, pasiones y sentimientos encontrados como ocurre con la
presencia de la protagonista de otra de las cimas del cine germano de la década
de los treinta: “Luz azul”, de la proselitista Leni Riefenstahl. Ambas, dotadas
de una belleza incuestionable y un temperamento fuerte pero también
extremadamente sensible, personifican a la heroína incomprendida y aislada en un mundo
ahogado en convenciones reaccionarias e inanes. Una de estas últimas es la
proclama patriótica que expone el combatiente al que María acoge en su cabaña y
con el que acabará intimando inexorablemente. Un discurso que felizmente
mantiene aún hoy una interpretación final lo suficientemente ambigua como para
sobrevivir a un cuestionamiento doctrinario que hubiese afectado de algún modo a
la película.
Fantásticas imágenes de turbia
belleza en las apariciones crepusculares y acechantes de la Muerte (Peter
Voss), para el que no valen las plegarias. Y un final tan aparentemente correcto
como insondable y abierto a todo tipo de criterios.
El propio Wisbar, en su etapa
norteamericana donde se especializaría en serie B de cartón piedra, recurirría a
parte de este mismo guión para perpetrar una especie de remake de su propia
película bajo el nombre de “Strangler of the Swamp”, aún inédita para el que
esto suscribe.