sábado, 19 de noviembre de 2016

Raw Deal (Anthony Mann, 1948)





La segunda mitad de los años cuarenta del siglo pasado fue para el californiano Anthony Mann la etapa en la que se sumergió de lleno en los vapores y la penumbra del noir. De la docena larga de producciones en dicho espacio de tiempo (que abarcan fundamentalmente desde “The Great Flamarion”, con Erich von Stroheim, a ‘The Tall Target’, un policiaco de época donde se recrea el intento de asesinato del presidente Lincoln) hay tres que brillan con inusual fuerza: “Strange Impersonation” (1946), “He Walked By Night” –a medias con Alfred L. Werker- y “Raw Deal”, estas dos últimas del mismo año: 1948.

También conocida como “Justa Venganza” o “El Ejecutor”, “Raw Deal” contó en gran medida con la alineación más frecuente de que pudo disponer Mann en ese periodo: el guión de John C. Higgins (que, al igual que el director de fotografía húngaro John Alton repetiría en “He Walked By Night”, “T-Men: La Brigada Suicida” o “Border Incident”), la banda sonora a cargo de Paul Sawtell (especializado en partituras del terror y la ciencia ficción de la época, incluyendo las dos primeras versiones de “La mosca”, “It! The Terror from Beyond Space” o “Kronos”) y hasta el actor Dennis O'Keefe, que venía de hacer con Mann “T-Men”.





Desde el primer momento van a quedar claras las intenciones de este equipo de trabajo: música fantasmagórica y voz en off puenteadas, la segunda a cargo de la legendaria Claire Trevor –cuyo perfil de mujer madura fatal siempre estuvo en unas coordenadas muy próximas a Barbara Stanwyck-, que aquí hará de abnegada acompañante de Joe Sullivan (O’Keefe), un tipo sin escrúpulos que cumple condena y que escapará de prisión para tratar de resarcirse de la operación por la que acabó injustamente con sus huesos entre rejas, además de reclamar una importante cantidad de dinero, en poder de su desleal compinche.

“Raw Deal” plantea un triángulo amoroso no del todo usual en el cine negro de la época, lo que dotará de una especial identidad -y complejidad- a la cinta. El tercer personaje corresponderá a Marsha Hunt, abogada de O’Keefe y alejada del mundo sórdido, duro y sin contemplaciones de los otros dos, pero que se verá arrastrada por los acontecimientos, involucrada en unas relaciones entre tóxicas y tormentosas de una tensión sentimental tan explícita como malsana. Ann (Hunt) representa a la mujer hecha a sí misma, liberada, en medio de un carrusel de relaciones de poder y contrapoder, de manipulación y (des)lealtad, de ingratitud, desconfianza y voluntades al límite.





Para completar el cuadro está Raymond Burr (en el papel de Rick, el compañero traidor), futuro Perry Mason y heredero natural de otros actores corpulentos e inquietantes como Laird Cregar o Sydney Greenstreet.

Rodadas con gran intensidad, suspense y pulso dramático quedan para la posteridad las escenas de la espera y posterior escapada nocturna de O’Keefe de la cárcel, en la que Trevor aprovecha para reflexionar metafóricamente sobre otra expectación que podría venir de un tiempo inmemorial y nunca terminar de cristalizarse… Mann continúa después manejando a la perfección la profundidad de campo –la escena en la que Trevor vigila a Hunt cómo se viste mientras O’Keefe sigue en el mapa las indicaciones de la radio de la policía-. También el plano-secuencia, como el que funde los montes escarpados y la vegetación agreste donde el trío se encuentra escondido con la costa de Corkscrew Alley (la película también fue conocida comercialmente con el nombre de la localidad cercana a San Francisco), fin de su recorrido y escenario del desenlace.





Además del –encubierto- melodrama o del cine negro más veraz, “Raw Deal” también contiene elementos de road movie –hay que ir a buscar a Rick cruzando en coche medio país, mientras la policía les pisa los talones-, siempre desde el relato omnisciente de Claire Trevor: extenuante, obsesivo y patético. El film juega todo el tiempo con la ambigüedad moral de todos, pero especialmente de Sullivan, no solamente a medio camino del amor de dos mujeres muy diferentes, sino también con la confusión sobre el modo de vida que ambas representan, llegando a atisbarse en él indicios de remordimiento, como en la escena en el escondite de la casa de campo, cuando finalmente accede a dejar pasar a otro fugitivo perseguido por la policía. La tensión constante entre los tres, las dependencias emocionales y las maniobras de poder que se trae Sullivan con las chicas obtienen su máximo apogeo en la secuencia del cambio de coches junto a la playa.

El final –irreal, atosigante e impredecible- sucede en mitad de una espesa niebla, con la cámara a la espalda de los actores, o escondida entre esquinas impenetrables. Una película, en definitiva, trepidante, incansable. También firme como un puñetazo seco y a la mandíbula, contundente como el plomo. Sin mirar atrás.

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