“Creo que seguiremos siempre
ignorantes de los puntos que más nos interesa saber y, por tanto, no puedo
ocuparme de ellos. Prefiero dejarlos de lado y, puesto que el conocimiento nos
es inaccesible, ocuparme solo de la locura”
Si por un casual escuchan a un editor quejarse de que en España se
(re)edita más producción anglosajona que en castellano, acuérdense –aunque sea
solo un momento, por deferencia- de William Somerset Maugham. Se trata de un
caso pelín sangrante teniendo en cuenta de que se trata de uno de los
novelistas de más éxito (y calidad: sí, aquí ambos condicionantes van de la
mano) de la primera mitad del siglo XX. Aviso a navegantes y hacedores de best sellers: la codicia publicitaria y
las grandes tiradas no te dan la posteridad, muchas veces incluso mereciéndolo.
En los últimos tiempos –corríjanme si me equivoco-, a excepción de la
compilación “Lluvia y otros cuentos” publicada por Atalanta, cuesta encontrar obras
de Maugham más allá del proceloso mundo de las tiendas de segunda mano, lo que
a menudo se conoce popularmente como ‘librerías de viejo’.
Me pasó, por ejemplo, con su extraordinaria novela “Soberbia” (“The
Moon and Sixpence”) y recientemente con la que traigo hoy aquí a colación. Solo
se encuentran en ediciones baratas –en algún caso tirando a desamparadas-, de
esas que se deshacen en tu mano –parafraseando el slogan del chocolate aquel- cuando
no a la altura de tu nariz. La de “El Mago” que ilustra esta reseña es un
ejemplar del Grupo Plaza (los de Plaza & Janés) de 1962. Hay que cogerlo
con pinzas y, como decía antes, no precisamente en relación a su calidad
literaria. Es una cosa más bien táctil y visual: no hay más que ver la portada
que, aparte de equívoca, es absurdamente camp
y anacrónica.
Ahora que Aleister Crowley vuelve a estar de rabiosa actualidad
(Valdemar y La Felguera editan estos días algunos de los títulos del mago y
ocultista para solaz de propios y sobre todo extraños), no sería mala idea que,
por ejemplo, la primera de estas dos editoriales citadas vuelva a relanzar “El
Mago” en una (re)impresión gótica o similar, habida cuenta de que dicha obra
fue publicada por los madrileños en una de sus primeras colecciones –“Tiempo
Cero”-, hoy poco menos que inencontrable.
Crowley es el personaje sobre el que pilota toda la acción de “El
Mago”, escrita y publicada por Maugham cuando Crowley empezaba a despuntar en
la escena social, literaria e ilusionista de principios de siglo (su polémica
actividad en la Primera Guerra Mundial supondría la catarsis croweliana). Maugham le cambia el nombre
(Crowley pasa a llamarse en el texto Oliver Haddo) y, según las malas lenguas
–incluida la propia: Maugham reconoce en el prólogo algo así como que se basó “remotamente” en el personaje- dicen que
el autor de “El filo de la navaja” hizo una semblanza no exenta de distorsión y
grandilocuencia poco menos que gratuita. ¿Conflicto de intereses?: al parecer ambos se hacían la competencia dentro del espionaje británico. Da igual: se trata ante todo de una
novela de ficción y, como tal, Maugham moldea a su antojo en la novela a un
individuo inquietante, abominable e impredecible que hará las delicias de los
fans de los mad doctors que poco más
tarde se pondrían de moda en el cine, aquí a golpe de prestidigitación, fantasías
delirantes -¡homúnculos!- y maldad en estado puro.
Como en “Soberbia” hay una acción in
crescendo hasta llegar al climax
final, siempre rotundo y a punto del desequilibrio más absoluto. Una
protagonista femenina –Margaret- que evoluciona desde el recato más
(auto)impositivo a la dejación más dependiente, y un tercer vértice –Arthur, el
prometido de Margaret- que transita en un primer momento entre la militancia
científica -y por tanto descreída de efluvios idólatras- y el abrazo de la certidumbre
hechicera a continuación. Y como en aquella novela, también está presente el
contraste entre un París cosmopolita pero que da aún un valor preeminente a las
conductas sociales “adecuadas”, y el libre albedrío y la degeneración de
aquellos que osan salirse del camino prefijado.
Hay ecos bastante evidentes de otras obras importantes –y publicada
unos pocos años antes- como el “Allá lejos” de Huysmans donde, bajo el
discurrir de las formalidades y los escrúpulos preestablecidos de la sociedad
europea del momento subyace un mundo de misas negras mezclado con experimentos
fatídicos y Gilles de Rais –en ambas- como sombra amenazante y referencia
ineludible. O reminiscencias del “Inferno” de Dante, en el episodio donde
Haddo/Crowley practica con Margaret una sesión de encantamiento que desemboca
en paisajes y comportamientos que hacen guiños a las vicisitudes de Virgilio y
Alighieri.
Próximamente la película.
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