Estrechar su mano públicamente no solo te condenaba a la
inhabilitación profesional, sino directamente a la pena de cárcel. Ella misma
acabó con sus huesos entre rejas por alentar huelgas obreras en su país de
adopción (Estados Unidos), dar conferencias apasionadas y afiladas y tomar
parte contra el abuso empresarial, el patriotismo represor y folclórico (“exige una obediencia a la bandera, que
significa predisposición a matar a tu padre, madre, hermano o hermana”), el
puritanismo y su indecente e invasiva condición o el matrimonio. Por el
contrario, apostó por el amor sin ambages ni imposiciones y por la libre
enseñanza, ejemplificada en la Escuela Moderna del barcelonés Francisco Ferrer,
faro pedagógico y vanguardista de finales del siglo XIX.
Como toda revolucionaria de bien, poseía una inquebrantable seguridad
en sus convicciones ideológicas, lo que no era impedimento a su vez para
permeabilizar cualquier variación o evolución que estimase conveniente, ergo alejada
del dogmatismo inmovilista. Profundizó en el carácter supersticioso de
instituciones y concepciones como el Estado, la Iglesia, los bancos, la
propiedad privada, las penitenciarias o el sufragio.
“El Estado es solo la sombra
del hombre, la sombra de su ininteligibilidad, de su ignorancia, de sus miedos”
Su sensibilidad insurrecta imbricada con su condición de judía
inmigrante (natural de Lituania) en la Rusia zarista fueron determinantes en su
nomadismo, marcado en parte por la persecución a los de su naturaleza (“los horrores
de los progroms”), amenaza que no dejaría de ver expuesta hasta el final de su
vida -1940-, en plena expansión nacional-socialista desde el corazón de Europa.
Dio amplias muestras de su infinita comprensión a la altura de la
Guerra Civil Española, cuando asistió a la implicación de sus compañeros
anarquistas en la toma de posesión de estos en diferentes cargos en el gobierno
de la República, consciente no tanto de una traición de los amigos ibéricos hacia su compromiso libertario y anti-Estado, sino como un mal menor que ante todo
supusiera un freno determinante respecto a la imparable implosión fascista en
la península.
En Emma Goldman tuvo el activismo anarco-sindicalista uno de sus más
preciados exponentes: una referencia existencial, comprometida y sacrificada.
Defensora del dualismo individualidad-sociedad (a favor del individualismo y su
libre asociación; jamás del individualismo a ultranza, que no es más que el
actual liberalismo autoritario), despojados de la impronta fetichista de las
instituciones capitalistas, religiosas y dictatoriales.
“El capitalismo priva al
hombre de su derecho natural, atrofia su desarrollo, envenena su cuerpo, lo
mantiene en la ignorancia, en la pobreza y en la dependencia, para después las
instituciones caritativas consumir el último vestigio de amor propio del
hombre”
Gracias a sus impresiones directas y a su intuición venidera, alertó
de las consecuencias alienantes de la industrialización voraz, ciega e
impenitente en la que, oh casualidad, nos seguimos viendo abocados:
“La generalización de la
mecanización de la vida moderna ha multiplicado por mil la uniformidad. Está presente
en cualquier lugar, en los hábitos, en los gustos, en el vestir, en el
pensamiento y en las ideas”
“La palabra como arma” (editado por LaMalatesta) es una recopilación de algunos de sus artículos
más agudos: valiosísimas aportaciones al ideario ácrata y auténticamente
progresista, desde un posicionamiento a la vez indomable y persuasivo, jamás
alienado con la violencia explícita. Textos que no han perdido un ápice de
vigencia en medio del síncope financiero, del fraude neo-socio-liberal y del
anacronismo primitivo del deísmo y cualquiera de sus brazos ejecutores en La
Tierra que aún padecemos.
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