jueves, 27 de julio de 2017

Elżbieta Adamiak, "Elżbieta Adamiak" (1980)





A pesar de su exigua discografía –apenas media docena de álbumes en casi cuarenta años-, Elżbieta Adamiak nunca ha parado. Por sus venas corre el amor infinito por muchas de las cosas que conlleva el mundo de la música: la pedagogía, el mecenazgo, la poesía y la difusión sincera y alejada en la medida de lo posible del puro show business. El trato con su público es especial, íntimo. No hay lugar para concesiones baratas. Por eso sigue siendo respetada reverencialmente en Polonia: además de por sus canciones exquisitas por su insobornable actitud ante el medio.

Pese a nacer en Łódź, uno de los centros neurálgicos de la efervescencia creativa y artística del país, paradójicamente fue para Elżbieta -Eli para los amigos y seguidores- un territorio no especialmente propicio al principio: allá estaban más interesados por el cine que por la música, por lo que Adamiak tuvo que marchar en su juventud a Cracovia, mucho más receptiva a sus aspiraciones sonoras, para empezar a sentirse como en casa. En la capital de la Pequeña Polonia se mezcló con total naturalidad dentro del bullicioso movimiento estudiantil de los años setenta y, a la vez que desparramaba su talento instrumental y compositivo por los escenarios de allá, empezaba a grabar sus primeras canciones y a triunfar en casi cualquier festival que se le pusiese por delante. Se empapó tanto de todas aquellas experiencias que después regresaría a su ciudad natal para impulsar la escena musical, abriendo locales para actuar o dirigiendo talleres para nuevas promesas: siendo, en definitiva, una francotiradora indispensable de la noche de Łódź.





El debut, de título homónimo, no solo es su disco más importante –en el canónico recopilatorio de Elżbieta “Nic Nie Mam”, de 2002, sus canciones seleccionadas ocupan un tercio del listado total- sino otra de esas grabaciones imprescindibles dentro de la historia de la poesía cantada polaca.

Como suele ocurrir en muchos otros discos nacionales tanto de la época como de otras inmediatamente anteriores –según ya indiqué en entradas previas relacionadas- el influjo de la música popular brasileña es perceptible desde los primeros compases. El hermoso flow desafinado de la inicial “Opisywanie Mieszkania” –con el añadido de un muy sugerente saxo- nos pone sobre la pista de muchas de las intenciones de esta grabación ya legendaria. Si la influencia de João Gilberto en esta primera canción podría ser la más evidente, “Pozwól Mi Pozbierać Łzy” la emparenta vocalmente con Elis Regina en una bossa versátil, nerviosa y nostálgica.






Incluye “Jesienna Zaduma”, la que es seguramente su canción más significativa, por aquello de ser aquella con la que se diera a conocer en su primer extended play, de 1978. Más escorada hacia los tempos juglarescos de  la balada literaria polaca, “Jesienna Zamuda” posee, como el resto de piezas, una pericia melódica admirable, a menudo mecida en una especia de canción de cuna ligeramente lúgubre.
Los arreglos discurren, se imponen o interrumpen siempre en las fases pertinentes. En “Kamień” por ejemplo, el contrabajo se convierte en atinado -y afinado- solista que luego da al pie certeramente al resto de instrumentos; similar función se le otorga a un sutil piano en “No I Cóż, Chyba Wiosna". Lo que viene a ser jugar sabiamente con los tempos y los silencios.

El pop pastoral de “Czas Twojego Życia” y la cabaretera “Poruszam Się Na Pograniczu Kiczu” son dos de los números más animados del tramo final, donde la pasmosa inspiración para armar unas melodías afortunadamente opulentas y distinguidas permanece equidistante respecto al resto de la obra.







Ya en los ochenta, y coincidiendo con su aportación para la radio y la televisión polacas, sus canciones siempre estilosas añaden producciones más acordes con los tiempos, sumando –mal que le pese a la facción más rockista y tradicional- sutiles arreglos electrónicos que jamás enturbian su impecable sentido de la belleza. A partir de los noventa su presencia se va evaporando poco a poco, para volver por todo lo alto en 2009 con otra obra maestra: “Zbieram Siebie”, un disco de madurez en toda la extensión de la palabra –mayormente pianos y acordeones en ristre- con algunas de las partituras más terriblemente hermosas y profundamente serenas de los últimos años. Los asistentes a su retorno a los escenarios ya por aquel entonces pudieron certificar el inmejorable estado de forma de esta esencial dama de la canción. Que siga derrochando maestría por muchos años más.




sábado, 22 de julio de 2017

Curse of the undead (Edward Dein, 1959)






Era cuestión de tiempo que el sincretismo entre dos géneros en apariencia tan opuestos como el western y el cine de terror (más concretamente el de vampiros) probara a ensamblarse para dar nueva savia a ambas temáticas. Ocurrió a finales de los cincuenta, un momento determinante para el cine del oeste con títulos como “Horizontes de grandeza” (William Wyler, 1958), “Río Bravo” (Howard Hawks, 1959) o “Centauros del desierto” (John Ford, 1956), que corría en paralelo al resurgimiento de los “chupasangres” gracias a la Hammer con el “Drácula” de Terence Fisher (1958).

Los presupuestos para esta primera incursión bastarda no podían ser más adversos: la encargada de inaugurar el tránsito entre inquietantes vampiros y rudos vaqueros no fue otra que Universal Pictures, sumida en una de sus etapas de mayor decadencia, antes de ser absorbida por MCA. Así nace “Curse of the undead”, más cercana técnicamente al “The Vampire” de Lew Landers o a “Cinco pistolas” de Roger Corman que a cualquiera de los títulos citados al principio de esta reseña. Es decir: parámetros de serie B para un experimento que, no obstante, acabará saldándose con un apañado registro que logrará atenuar sin demasiados problemas sus limitaciones logísticas.






El encargado de asumir tamaña responsabilidad será Edward Dein, guionista de títulos tan referenciales como “The Leopard Man” (Jacques Turneur, 1943) o “Calling Dr. Death” (Reginald Le Borg, 1943), esta última película inaugural de la serie de terror psicológico “Inner Sanctum” para lucimiento del inefable Lon Chaney Jr. Para el momento de la realización de “Curse of the undead”, Dein ya se había puesto previamente al frente de las cámaras como director en lugares tan insospechados en teoría como España o México, reincorporándose ya a mediados de los cincuenta al mercado doméstico con “Shack out on 101”, melodrama playero que escondía en sus sótanos una peligrosa amenaza nuclear en ciernes, justo en el mismo año que Robert Aldrich planteaba un trasfondo similar –pero mucho más arriesgado e iconoclasta- en la perturbadora “Kiss me deadly”. Completa la improvisada trilogía personal de películas visionadas –y recomendadas-, a falta de disfrutar con su temprana etapa hispanoamericana, “The Leech Woman” (1960), una excéntrica cinta de terror aún más barato con la pócima de la juventud eterna supurando en el departamento de maquillaje.

Escrita -al igual que la citada “Shack out on 101- a medias con su mujer Mildred Dein, “Curse of the undead” tiene todos los ingredientes que se le presuponen a tan ambicioso maridaje cinematográfico: la lucha entre el bien y el mal –ciencia y religión, esta vez, a un lado; superstición, tinieblas y osadía vital, de otro), la lucha por el poder terrenal –ejemplificado en la especulación del suelo rústico-, la (normalizada) corrupción al margen de la ley –que el sheriff local tratará de arrebatar al terrateniente- y una maldición ancestral revoloteando por todo el metraje.






La familia del médico del pueblo es asediada por el latifundista de turno, acusado este último de una sucesión de extrañas muertes ocurridas tanto dentro como fuera del entorno doméstico del galeno. Es en el conflicto entre ambos bandos cuando entra en escena Drake Robey, un misterioso asesino a sueldo que sumirá aún más en la zozobra a todos ellos, empujándolos a un caos que él mismo parece haber provocado.


Soberbia, necrofilia, concupiscencia, celos, codicia y remordimientos imposibles en una película sugerente en las escenas nocturnas y convenientemente enrarecida en las que se suceden a la luz del día o alrededor del alumbrado de la taberna. Actores mayormente convincentes –a la cabeza el histórico John Hoyt en un papel demasiado breve- y diálogos concisos y certeros (“Sin el diablo usted no tendría profesión”, le dice el llanero solitario al pragmático sacerdote o “no falla: basta con haber infringido la ley y contratar un abogado para defenderse”, le canta el tipo de negro al mafioso local) que, sumados a un final no por esperado menos freak hacen de “Curse of the undead” un competente film –esforzadamente pionero- que logró aunar con eficacia estacas importadas de Transilvania con duelos al sol en plena expansión colonial.