sábado, 28 de octubre de 2017

Pursued (Raoul Walsh, 1947)





Principios del siglo XIX: el territorio de Nuevo México libra una batalla infatigable contra los españoles por su legítima independencia y es en los estertores de dicha contienda cuando reciben, además de más apoyo logístico, el definitivo reconocimiento por parte de los Estados Unidos.

Jeb Rand (Robert Mitchum) es uno de los ganaderos que, voluntariamente, se alista en las guerrillas yanquis para enfrentarse al Virreinato de Nueva España. Logra volver a su hogar como combatiente victorioso, pero a su regreso volverá a enfrentarse a un oscuro pasado y a diversos problemas pendientes que lleva acarreando desde su más tierna infancia.





“Pursued” (“Perseguido”) es el reputado western psicológico conducido por uno de los directores más poderosos del periodo clásico. Walsh, autor de una extensa y recia filmografía en la que destacan portentos del cine de gánsteres como “The Roaring Twenties” o “White Heat”, clásicos del cine negro como “High Sierra” o “Background to Danger” y auto-remakes como “Colorado Territory” –una vuelta de tuerca a su propia “High Sierra”, adaptándola al lenguaje del Lejano Oeste- dio de alguna manera con “Pursued” el pistoletazo de salida a un necesario matrimonio entre western y film noir o, si lo prefieren, entre drama rural americano y thriller. Títulos inmediatos en el tiempo como “Ramrod” (Andre de Toth), la propia “Colorado Territory”, “Winchester 73” o  “The Furies” (estas dos últimas a cargo de Anthony Mann) ahondarán en la misma concepción intimista, trágica y repleta de claroscuros que logrará dar otro tipo de profundidad a las producciones vaqueras.





Jeb Rand vive constantemente perseguido por un capítulo de su niñez que le obsesiona –pues no recuerda con exactitud-, que supone un punto de fuga en su existencia, un impactante momento que marca un antes y un después: recogido entonces por una viuda (Judith Anderson, la legendaria ama de llaves de “Rebeca”) que le adopta, pasa a ser otro miembro más de la familia -formada además por sus dos hijos naturales-, y tendrá que asumir un buen número de perspicacias, inconvenientes y reacciones en su contra. Entre ellas la competencia con el hijo de aquella por llevar las riendas del rancho, la defensa a ultranza de su propio apellido y lucha por el amor de su “hermanastra”. Flotando sobre todo ello la persecución del cuñado de Anderson, el muy inquietante Dean Jagger –“Dark City”, “Rawhide” (otro western noir muy a tener en cuenta), “X… The Unknown” o “Private Hell 36”-, un villano sádico e inmoral que carga injustamente en Rand toda su venganza y animadversión.




Estructurada a partir de un prolongado flashback, “Pursued” es una película diferente, más allá del género y más cercana al tormentoso conflicto personal de obras como “The Wind” de Victor Sjöström –otro heterodoxo western del periodo mudo forjado en el instinto de autoprotección dentro de un ambiente hostil-, a la contemporánea “The Red House” de Delmer Daves –con la que comparte la obsesión por una casa abandonada donde se esconde un secreto sobrecogedor- o a la despiadada resurrección de todas las tensiones entre familias del caso Puertohurraco que a cualquier western arquetípico.

Espacios abiertos pero opresivos, donde se mezcla la alucinación con el miedo bajo un ejército de nubes infinitas perdiéndose en la lejanía, marcan a fuego las entrañas de esta apasionante –y apasionada- película. El espléndido e impecable guión de Niven Busch –autor de novelas llevadas al cine como “Duel in the sun” o la citada “The Furies” y casado en la vida real con la otra protagonista femenina, Teresa Wright- gana aún más en estilización con la aportación en la partitura del imprescindible Max Steiner, traduciendo magistralmente las intuiciones y reacciones de los actores con música incidental que refuerza los elementos temperamentales de todos ellos.





No podemos renunciar a destacar la presencia siempre imponente de Mitchum, con ese estilo suyo tan característicamente ausente y descreído –de la misma escuela que otro actor cantarín, Dean Martin- al que, como guinda, añade para su lucimiento personal algún número musical donde poder hacer valer sus dotes como intérprete –ahí queda su versión a capella del mítico “The Streets of Laredo”-. Un Mitchum cercado aquí por el infortunio constante, casi dejará hacer al resto – como solo pueden permitirse los más grandes- la resolución de esa de esta cinta crepuscular y edípica absolutamente memorable.

domingo, 1 de octubre de 2017

El placer, de Gabriele D’Annunzio






D’Annunzio fue una especie de Gainsbourg de la literatura: talentoso, excesivo, refinado, caprichoso, ligón, hortera, confundido… Después de una carrera llena de éxitos de crítica y público, acabó por asomar en los últimos años de su vida el perfil más polémico, belicoso y diletante, ese que, en su caso coqueteó con el nacionalismo más exacerbado y que acabó convirtiéndole, quizá demasiado a su pesar, en icono intelectual de la Italia fascista de Mussolini y en una caricatura de sí mismo, esto último muy trasladable al autor de “Histoire de Melody Nelson”.

A pesar de estas execrables consecuencias, no se puede esquivar la constatación de que hay un D’Annunzio atractivo para los que seguimos interesados en una corriente literaria aún hoy tan hipnopómpica como influyente como es el Decadentismo. Así “El placer” –debut en novela tras algunos libros de poemas, algún otro de cuentos y muchas reseñas periodísticas-, publicada en 1889, bebe directamente de las evocaciones interminables que marcaran tendencia a partir del “À rebours” de Huysmans (publicada cinco años antes) y a su vez allana el camino para otras como “El Deseo y la Búsqueda del Todo” de Frederick Rolfe (a.k.a. Barón Corvo), ya concebida en el siglo XX.




D’ Annunzio coincide con Huysmans en el gusto suntuoso por la decoración, el coleccionismo artístico y la predisposición de la luz y las sombras en las estancias, derrochando descripciones en forma de filigranas metafóricas dedicadas incluso al más nimio detalle y desplegando una erudición solo al alcance de alguien que, como él, procedía de una familia acomodada y con desahogada capacidad de movimiento e información dentro del espectro cultural y filosófico del momento. Con el Barón Corvo comparte la obsesión por la exposición de una ciudad –en este caso Roma; en el caso de Rolfe sería Venecia- llena de historia y seducción, haciendo inventario de un rico caudal de monumentos, pinturas, escritos, calles y ángulos de la ciudad eterna. Así, podemos disfrutar el periodo barroco -Palacio Barberini- mientras leemos el pre-Renacentismo de “El Decamerón”, para subir después a la Villa Médicis o a la vía Sixtina (por poner algunos ejemplos escogidos al azar). Casi en cualquier página, Gabriele D’Annunzio nos obsequia con una referencia arquitectónica, musical, literaria, iconográfica u ornamental, haciéndonos palpitar esteticismo desde cualquier rincón de su obra.






El argumento de “Il piacere” combina suficientes elementos autobiográficos como para hablar de un retrato bastante representativo del propio autor, un bon vivant (en la ficción Andrea Sperelli, el Dorian Gray italiano) alistado en las filas de la promiscuidad sentimental y sexual, de la preeminencia del continuo equívoco afectivo o del interés egocéntrico y antojadizo que no dejan de esconder una inseguridad y una ligereza éticas condimentadas además con autoconscientes alusiones edípicas y monólogos interiores.
“El placer”, por tanto, funciona como una más que válida guía de viaje, como documento esteticista e ilustrado y como una sugestiva novela cuasi-erótica (esto es, que sugiere más que muestra) que, en cualquier caso y paradójicamente, no se detiene en profusas e interminables explicaciones o concesiones sobre los temas a tratar -o sentir-, logrando un equilibrio natural no exento del barroquismo, de la levedad lumínica o la conspiración temperamental que se le presupone al Simbolismo.