lunes, 21 de enero de 2019

Libertad individual y otros escritos, de Benjamin R. Tucker





Benjamin R. Tucker (1854 - 1939) fue, ante todo, un apasionado de las ideas anarcoindividualistas, en consonancia con muchas de las de Max Stirner o Josiah Warren (erigiéndose a su vez avanzadilla de las de Émile Armand) pero también con el modelo clásico de Pierre-Joseph Proudhon. La labor periodística de Tucker al frente del diario-panfleto norteamericano Liberty a través de la cual pudo exponer todas sus opiniones nos habla de un pensador valiente y lo más riguroso posible con el desmontaje del capitalismo y del comunismo estatalista, así como defensor a ultranza la libertad de expresión y férreo enemigo de la homofobia. Su encomiable labor periodística, por la que se filtraban todas sus teorías y los correspondientes desarrollos, nos hace añorar implicaciones profesionales de semejante enjundia, coronadas por una innegable elocuencia.




Partiendo de Adam Smith, que se quedó a medias en su diagnóstico y recetario, Tucker nos recuerda que el socialismo “extiende sus funciones a la descripción de la sociedad tal y como debe ser –más allá de particularidades meramente industriales y comerciales desde el punto de vista económico- y al descubrimiento de los medios necesarios para lograr ese objetivo”. Apasionado del libre mercado, se sigue distinguiendo radicalmente de liberales de palo y demás contumaces demagogos economicistas en la erradicación de lo que él llamaba “la trinidad de la usura: interés, renta y lucro” , defendiendo la libre circulación sin semejantes alforjas. Abogó por la propiedad colectiva –nunca estatal- de los medios de producción: “el individuo solo debe poseer los productos para ser consumidos, pero no los medios para producir esos productos”, abogando por la extirpación absoluta del monopolio –incluido el de clase- que tanto seduce a centralistas de todo pelaje. También por la erradicación de “el privilegio dado por el gobierno a ciertos individuos, o a quienes detentan ciertos tipos de propiedad, a poner en distribución los medios de cambio” que supone una ventaja inadmisible que luego estos aplican a intereses y precios. En definitiva, la máxima por antonomasia del anarquismo: ausencia de dominio, que no necesariamente de orden.





Dibujó de manera implacable la función del Estado (“causa eficiente de tiranía”) como usurpador e invasor de voluntades pacíficas –en mayor o menor grado por procedimientos violentos coercitivos como es “regular los hábitos personales”- desacreditando a Rosseau y, por extensión a otros teóricos libertarios en la obligatoriedad moral como motor de actuación y sí en cambio en la social, cuyo contrato no es el origen sino “el resultado de una larga experiencia, el fruto de sus tonterías y desastres”.

“La relocalización que se necesita no es la de las personas en el espacio, sino la del poder en las personas”


Esta recopilación de artículos y textos para conferencias publicadas por la editorial Stirner se complementa, entre otras, con interesantísimas reflexiones acerca de la propiedad intelectual –que jamás debe ser a perpetuidad, pues desemboca así misma en monopolio y tiranía- y con defensas en tiempo real de autores como Oscar Wilde -y su impresentable juicio por obscenidad y por participar en relaciones no coaccionadas- desde un punto de vista que a día de hoy hasta nos parece todavía descorazonadoramente avanzado, desde una posición lejos de estar plenamente normalizada.

domingo, 13 de enero de 2019

99 River Street (Phil Karlson, 1953)





“Hay cosas peores que un asesinato. Se puede matar pulgada a pulgada”

El estadounidense Phil Karlson se bregó desde mediados de los años cuarenta en todo tipo de géneros: comedia, western, deportes, mascotas, musical… pero fueron sus incursiones en la intriga de serie B y sus aportaciones puntuales a las sagas de Charlie Chan y La Sombra las que acabarían de alguna manera por mostrarle el camino hacia su etapa más recordada y fructífera artísticamente. Hablamos de los años cincuenta, donde Karlson se convirtió en uno de los pesos pesados del cine negro de esa década, empezando por “Scandal Sheet” (1952), película de chantajes y problemas irresueltos en el pasado sobre un trasfondo de periodismo sensacionalista falto de más mínimo escrúpulo –algo tan a la orden del día-, a la carrera de un crimen del que su responsable trata de zafarse a contrarreloj. En el mismo año dirigiría “Kansas City Confidential”, otra cumbre de una manera de filmar seca, realista, directa al grano y ausente de sentimentalismo gratuito, obra que sería en buena parte “apropiada” –el recurso de las caretas para realizar ambos atracos, por ejemplo- por el siempre petulante y sobrevalorado Stanley Kubrick de “The Killing” (1956), curiosamente una de las escasísimas películas defendibles del realizador mamotreto por excelencia. “99 River Street” y la despiadada y desesperanzada “The Phenix City Story” (1955) completarían una improvisada tetralogía “negra”, aunque la lista podría extenderse a otros títulos si no tan impactantes como estos, sí aconsejables en cualquier caso, como ocurre con “Tight Spot” (1955), con el duelo Edward G. Robinson y Ginger Rogers y “The Brothers Rico” (1957), con un Richard Conte volviendo a explotar su idiosincrasia italiana.






“99 River Street” es quizá la más completa y tajante de todas. Protagonizada por el actor fetiche de Karlson en su etapa dorada –John Payne- y reincidiendo en esos planos contrapicados con rostros aceitosos y severos que ya había desarrollado en “Kansas City Confidential” –en "99" ya perfeccionados en su expresividad-, “99 River Street” empieza directa a la mandíbula: Payne es un boxeador acabado –impresionantes las escenas del combate que inauguran la cinta: de una crudeza y verosimilitud casi inéditas en la época- que revisa en un programa de archivo de televisión su última pelea, la que le llevó a la retirada después de una trayectoria prometedora. Payne se ha reciclado en taxista para ganarse la vida y sueña con salir de la frustración de un trabajo esclavo y mal pagado ahorrando para poder tener su propio negocio: una gasolinera. Su mujer, Peggie Castle –una de las hijas de la desalmada Bette Davis en la significativa “Payment on Demand”, escrita y dirigida por Curtis Bernhardt en 1951- está harta de su fracaso y de la vida miserable en común y ha empezado a frecuentar a un tentador chico malo de la mafia, que la corteja con la promesa de lujo fácil e inmediato. Payne, que contará con el apoyo en principio moral de la actriz Evelyn Keyes -también curtida en el noir con títulos como “The Face Behind the Mask” (la obra maestra de Florey del 41) o las muy estimables “Johnny O'Clock” de Rossen (1947) y “The Prowler” de Joseph Losey (1951)- necesita reencarrilar su relación con Castle y pretende darle una sorpresa con un detalle romántico: sin embargo descubre la infidelidad de su mujer y sucumbe a una espiral de desmoralización y violencia, apuntalada con otra historia dentro de la historia a la que le arrastra la propia Keyes, en un viraje del guión francamente valioso, que dará al conjunto de la película una riqueza y personalidad formidables y que pondrá a prueba los nervios ya de por sí desquiciados del protagonista.






Robos que no salen como se preveían, ajustes de cuentas, denuncias por lesiones, femmes fatales, calles desiertas, puertos amenazadores, fiambres en la parte de atrás del coche… todos los ingredientes prototípicos del género orquestados con suma destreza, inesperada frescura -sin florituras accesorias- y talento para crear una tensión siempre recubierta de puñetazos inmisericordes. Karlson radiografió un Nueva York anguloso, nihilista y agresivo con la inminencia como seña de identidad: el pasaje a la eternidad del mejor thriller de aquel momento (y de cualquiera).