Benjamin R. Tucker (1854 - 1939) fue, ante todo,
un apasionado de las ideas anarcoindividualistas, en consonancia con muchas de
las de Max Stirner o Josiah Warren (erigiéndose a su vez avanzadilla de las de Émile
Armand) pero también con el modelo clásico de Pierre-Joseph Proudhon. La labor
periodística de Tucker al frente del diario-panfleto norteamericano Liberty a
través de la cual pudo exponer todas sus opiniones nos habla de un pensador
valiente y lo más riguroso posible con el desmontaje del capitalismo y del
comunismo estatalista, así como defensor a ultranza la libertad de expresión y
férreo enemigo de la homofobia. Su encomiable labor periodística, por la que se
filtraban todas sus teorías y los correspondientes desarrollos, nos hace añorar
implicaciones profesionales de semejante enjundia, coronadas por una innegable
elocuencia.
Partiendo de Adam Smith, que se quedó a medias en
su diagnóstico y recetario, Tucker nos recuerda que el socialismo “extiende sus funciones a la descripción de
la sociedad tal y como debe ser –más allá de particularidades meramente
industriales y comerciales desde el punto de vista económico- y al descubrimiento de los medios necesarios
para lograr ese objetivo”. Apasionado del libre mercado, se sigue
distinguiendo radicalmente de liberales de palo y demás contumaces demagogos
economicistas en la erradicación de lo que él llamaba “la trinidad de la usura: interés, renta y lucro” , defendiendo la
libre circulación sin semejantes alforjas. Abogó por la propiedad colectiva
–nunca estatal- de los medios de producción: “el individuo solo debe poseer los productos para ser consumidos, pero
no los medios para producir esos productos”, abogando por la extirpación
absoluta del monopolio –incluido el de clase- que tanto seduce a centralistas
de todo pelaje. También por la erradicación de “el privilegio dado por el gobierno a ciertos individuos, o a quienes
detentan ciertos tipos de propiedad, a poner en distribución los medios de
cambio” que supone una ventaja inadmisible que luego estos aplican a
intereses y precios. En definitiva, la máxima por antonomasia del anarquismo:
ausencia de dominio, que no necesariamente de orden.
Dibujó de manera implacable la función del Estado (“causa eficiente de tiranía”) como
usurpador e invasor de voluntades pacíficas –en mayor o menor grado por procedimientos
violentos coercitivos como es “regular
los hábitos personales”- desacreditando a Rosseau y, por extensión a otros
teóricos libertarios en la obligatoriedad moral como motor de actuación y sí en
cambio en la social, cuyo contrato no es el origen sino “el resultado de una larga experiencia, el fruto de sus tonterías y
desastres”.
“La relocalización que se necesita
no es la de las personas en el espacio, sino la del poder en las personas”
Esta recopilación de artículos y textos para
conferencias publicadas por la editorial Stirner se complementa, entre otras,
con interesantísimas reflexiones acerca de la propiedad intelectual –que jamás
debe ser a perpetuidad, pues desemboca así misma en monopolio y tiranía- y con defensas
en tiempo real de autores como Oscar Wilde -y su impresentable juicio por obscenidad
y por participar en relaciones no coaccionadas- desde un punto de vista que a
día de hoy hasta nos parece todavía descorazonadoramente avanzado, desde una
posición lejos de estar plenamente normalizada.