domingo, 13 de enero de 2019

99 River Street (Phil Karlson, 1953)





“Hay cosas peores que un asesinato. Se puede matar pulgada a pulgada”

El estadounidense Phil Karlson se bregó desde mediados de los años cuarenta en todo tipo de géneros: comedia, western, deportes, mascotas, musical… pero fueron sus incursiones en la intriga de serie B y sus aportaciones puntuales a las sagas de Charlie Chan y La Sombra las que acabarían de alguna manera por mostrarle el camino hacia su etapa más recordada y fructífera artísticamente. Hablamos de los años cincuenta, donde Karlson se convirtió en uno de los pesos pesados del cine negro de esa década, empezando por “Scandal Sheet” (1952), película de chantajes y problemas irresueltos en el pasado sobre un trasfondo de periodismo sensacionalista falto de más mínimo escrúpulo –algo tan a la orden del día-, a la carrera de un crimen del que su responsable trata de zafarse a contrarreloj. En el mismo año dirigiría “Kansas City Confidential”, otra cumbre de una manera de filmar seca, realista, directa al grano y ausente de sentimentalismo gratuito, obra que sería en buena parte “apropiada” –el recurso de las caretas para realizar ambos atracos, por ejemplo- por el siempre petulante y sobrevalorado Stanley Kubrick de “The Killing” (1956), curiosamente una de las escasísimas películas defendibles del realizador mamotreto por excelencia. “99 River Street” y la despiadada y desesperanzada “The Phenix City Story” (1955) completarían una improvisada tetralogía “negra”, aunque la lista podría extenderse a otros títulos si no tan impactantes como estos, sí aconsejables en cualquier caso, como ocurre con “Tight Spot” (1955), con el duelo Edward G. Robinson y Ginger Rogers y “The Brothers Rico” (1957), con un Richard Conte volviendo a explotar su idiosincrasia italiana.






“99 River Street” es quizá la más completa y tajante de todas. Protagonizada por el actor fetiche de Karlson en su etapa dorada –John Payne- y reincidiendo en esos planos contrapicados con rostros aceitosos y severos que ya había desarrollado en “Kansas City Confidential” –en "99" ya perfeccionados en su expresividad-, “99 River Street” empieza directa a la mandíbula: Payne es un boxeador acabado –impresionantes las escenas del combate que inauguran la cinta: de una crudeza y verosimilitud casi inéditas en la época- que revisa en un programa de archivo de televisión su última pelea, la que le llevó a la retirada después de una trayectoria prometedora. Payne se ha reciclado en taxista para ganarse la vida y sueña con salir de la frustración de un trabajo esclavo y mal pagado ahorrando para poder tener su propio negocio: una gasolinera. Su mujer, Peggie Castle –una de las hijas de la desalmada Bette Davis en la significativa “Payment on Demand”, escrita y dirigida por Curtis Bernhardt en 1951- está harta de su fracaso y de la vida miserable en común y ha empezado a frecuentar a un tentador chico malo de la mafia, que la corteja con la promesa de lujo fácil e inmediato. Payne, que contará con el apoyo en principio moral de la actriz Evelyn Keyes -también curtida en el noir con títulos como “The Face Behind the Mask” (la obra maestra de Florey del 41) o las muy estimables “Johnny O'Clock” de Rossen (1947) y “The Prowler” de Joseph Losey (1951)- necesita reencarrilar su relación con Castle y pretende darle una sorpresa con un detalle romántico: sin embargo descubre la infidelidad de su mujer y sucumbe a una espiral de desmoralización y violencia, apuntalada con otra historia dentro de la historia a la que le arrastra la propia Keyes, en un viraje del guión francamente valioso, que dará al conjunto de la película una riqueza y personalidad formidables y que pondrá a prueba los nervios ya de por sí desquiciados del protagonista.






Robos que no salen como se preveían, ajustes de cuentas, denuncias por lesiones, femmes fatales, calles desiertas, puertos amenazadores, fiambres en la parte de atrás del coche… todos los ingredientes prototípicos del género orquestados con suma destreza, inesperada frescura -sin florituras accesorias- y talento para crear una tensión siempre recubierta de puñetazos inmisericordes. Karlson radiografió un Nueva York anguloso, nihilista y agresivo con la inminencia como seña de identidad: el pasaje a la eternidad del mejor thriller de aquel momento (y de cualquiera).

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