“Hay cosas peores que un asesinato.
Se puede matar pulgada a pulgada”
El estadounidense Phil Karlson se bregó desde
mediados de los años cuarenta en todo tipo de géneros: comedia, western,
deportes, mascotas, musical… pero fueron sus incursiones en la intriga de serie
B y sus aportaciones puntuales a las sagas de Charlie Chan y La Sombra las que
acabarían de alguna manera por mostrarle el camino hacia su etapa más recordada
y fructífera artísticamente. Hablamos de los años cincuenta, donde Karlson se
convirtió en uno de los pesos pesados del cine negro de esa década, empezando
por “Scandal Sheet” (1952), película de chantajes y problemas irresueltos en el
pasado sobre un trasfondo de periodismo sensacionalista falto de más mínimo
escrúpulo –algo tan a la orden del día-, a la carrera de un crimen del que su
responsable trata de zafarse a contrarreloj. En el mismo año dirigiría “Kansas
City Confidential”, otra cumbre de una manera de filmar seca, realista, directa
al grano y ausente de sentimentalismo gratuito, obra que sería en buena parte
“apropiada” –el recurso de las caretas para realizar ambos atracos, por ejemplo-
por el siempre petulante y sobrevalorado Stanley Kubrick de “The Killing”
(1956), curiosamente una de las escasísimas películas defendibles del
realizador mamotreto por excelencia. “99 River Street” y la despiadada y
desesperanzada “The Phenix City Story” (1955) completarían una improvisada
tetralogía “negra”, aunque la lista podría extenderse a otros títulos si no tan
impactantes como estos, sí aconsejables en cualquier caso, como ocurre con “Tight
Spot” (1955), con el duelo Edward G. Robinson y Ginger Rogers y “The Brothers
Rico” (1957), con un Richard Conte volviendo a explotar su idiosincrasia
italiana.
“99 River Street” es quizá la más completa y
tajante de todas. Protagonizada por el actor fetiche de Karlson en su etapa
dorada –John Payne- y reincidiendo en esos planos contrapicados con
rostros aceitosos y severos que ya había desarrollado en “Kansas City
Confidential” –en "99" ya perfeccionados en su expresividad-, “99 River Street”
empieza directa a la mandíbula: Payne es un boxeador acabado –impresionantes
las escenas del combate que inauguran la cinta: de una crudeza y verosimilitud
casi inéditas en la época- que revisa en un programa de archivo de televisión su última
pelea, la que le llevó a la retirada después de una trayectoria prometedora.
Payne se ha reciclado en taxista para ganarse la vida y sueña con salir de la
frustración de un trabajo esclavo y mal pagado ahorrando para poder tener su
propio negocio: una gasolinera. Su mujer, Peggie Castle –una de las hijas de la
desalmada Bette Davis en la significativa “Payment on Demand”, escrita y
dirigida por Curtis Bernhardt en 1951- está harta de su fracaso y de la vida
miserable en común y ha empezado a frecuentar a un tentador chico malo de la
mafia, que la corteja con la promesa de lujo fácil e inmediato. Payne,
que contará con el apoyo en principio moral de la actriz Evelyn Keyes -también
curtida en el noir con títulos como “The Face Behind the Mask” (la obra maestra
de Florey del 41) o las muy estimables “Johnny O'Clock” de Rossen (1947) y “The
Prowler” de Joseph Losey (1951)- necesita reencarrilar su relación con Castle y
pretende darle una sorpresa con un detalle romántico: sin embargo descubre la
infidelidad de su mujer y sucumbe a una espiral de desmoralización y violencia,
apuntalada con otra historia dentro de la historia a la que le arrastra la
propia Keyes, en un viraje del guión francamente valioso, que dará al conjunto
de la película una riqueza y personalidad formidables y que pondrá a prueba los
nervios ya de por sí desquiciados del protagonista.
Robos que no salen como se preveían, ajustes de
cuentas, denuncias por lesiones, femmes fatales, calles desiertas, puertos
amenazadores, fiambres en la parte de atrás del coche… todos los ingredientes
prototípicos del género orquestados con suma destreza, inesperada frescura -sin florituras accesorias- y talento para crear una tensión
siempre recubierta de puñetazos inmisericordes. Karlson radiografió un Nueva
York anguloso, nihilista y agresivo con la inminencia como seña de identidad: el pasaje a
la eternidad del mejor thriller de aquel momento (y de cualquiera).
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