domingo, 29 de enero de 2023

Poemas, de Mary Shelley






Hace unos pocos años uno tuvo que asistir anonadado a una patética diatriba acerca de la presunta sobreexposición editorial que en la actualidad tienen las escritoras del siglo XIX, en concreto las adscritas de una u otra manera al Romanticismo. Se supone que ahora mismo casi monopolizan ese espectro de mercado donde los autores masculinos se hayan (pobrecitos) discriminados y no sé qué otras estupideces de semejante calibre. Y esto te lo soltaba un supuesto librero, coreado por un amigo común autoproclamado desde siempre como adalid y férreo preservador de aquella corriente literaria.

Huelga decir que dicha argumentación es radicalmente falsa, además de una patraña propia de esa carcunda mesetaria, herida en el orgullo patriarcal alimentado desde eones, que hoy se revuelven como gato panza arriba por miedo a ver arrinconada su visión cerril y estúpida. Keats, Gautier, Nerval, el propio Percy B. Shelley, Byron, Wordsworth, Coleridge, Blake, etc., etc., son reeditados y traducidos al castellano con puntualidad prusiana y detallismo en el juicio, además de que siguen copando casi en exclusiva cualquier recopilación retrospectiva sobre el movimiento de marras. Que Sand, las hermanas Brönte, Barrett Browning o la propia Mary Shelley tengan cada vez más presencia y valoración (y aun así siguen por debajo), aparte de ser de justicia tiene que ser motivo de regocijo y no, lógicamente, de suspicacia reaccionaria.






Prueba de todo lo dicho es este volumen de Mary W. Shelley, mundialmente conocida por "Frankenstein", de la que a duras penas se conocen o estiman otras obras de su producción (a lo sumo el relato fantástico "El Sueño"). Y no digamos ya en lo concerniente a sus poemas, "inéditos en vida de la autora (...), desconocidos para el gran público (...), dispersos a través de sus diarios (...), con ninguna edición crítica y rigurosa". Desgraciadamente los que han llegado a nuestros días son contados (muchos, escritos durante su adolescencia, se perdieron), pero eso no quita para que el presente volumen dispuesto por Visor, aun siendo muy breve en espacio, resulte sabroso en sensaciones, en potencia lírica. Además de los poemas sobre la pérdida y la distancia que suponen mayoría dentro del listado -en especial "El Elegido", donde recrea dolorosamente su memoria sobre Percy-, destacan algunos de sus poemas político-filosóficos, como esa "Oda a la ignorancia" cuyos versos tienen una vigencia total y ratifican la orientación revolucionaria y consecuente de quien tuvo los padres -y la pareja- que tuvo.






La anecdótica discusión a la que me referí al principio de estas líneas es, que yo recuerde, la última que he tenido realmente tensa con cualquiera de mis amistades (y no tan amistades). A estas alturas es poco probable que vaya a tener alguna de semejante cariz. El sentido común me dice que ante el ciego fanatismo es mejor torcer el rumbo, o seguirlo en línea recta haciendo oídos sordos a la estulticia.

domingo, 22 de enero de 2023

Antología de una anarquista olvidada, de Lucy Parsons

  




Aunque su trayectoria como activista quedó marcada por las ejecuciones de los mártires de Haymarket (o Mártires de Chicago) de 1887, uno de los cuales -Albert Parsons- era pareja de Lucía González (nombre heredado en su infancia como esclava), aquellos hechos -consecuencia de la revuelta acaecida un año antes por la reivindicación de la jornada laboral de ocho horas y por la cual, apreciad@ lector/a, puedes celebrar puntualmente el 1º de mayo- no vinieron a determinar un compromiso con las clases más desfavorecidas, con las mujeres y en contra del capitalismo, pues ya venía conformándose en sus inquietudes tiempo atrás. Lo que supusieron esos acontecimientos fue simple y llanamente munición para radicalizar aún más sus posturas ante el sempiterno conflicto social con las élites en todas sus posibles combinaciones.




Esta "Antología de una anarquista olvidada" es un primer acercamiento en castellano a su figura a través de algunos (pocos) textos correspondientes a discursos y artículos que Parsons fue articulando a lo largo de toda su vida. Con un punzante sentido de la ironía (el arranque de "Todas somos anarquistas") y una indisimulada toma de conciencia hacia la acción directa -ese "¡Aprende a usar explosivos!" de "A las personas vagabundas, las desempleadas, las desheredadas y las miserables"-, Lucy colaboró sin vacilaciones para seguir asentando el ideario anarquista y difundirlo tanto entre la generación que vivió Haymarket como entre las que vinieron después y, por supuesto, entre las que tengan que llegar.




Firme defensora del sindicalismo más combativo, nos recordó que ni partidos políticos, ni policía, ni ejército, ni despotismos económicos ni teísmos varios están constituidos para la emancipación de los individuos, sino todo lo contrario: son formas de represión, crimen, adoctrinamiento y coerción incompatibles con la libertad, el apoyo mutuo y el desarrollo higiénico de las sociedades. Porque a pesar de las capas de codicia, abuso y violencia estatal Lucy Parsons apostaba, como Rosseau, por la generosidad intrínseca del ser humano ("razonablemente", apostillaba, dejando margen para la autodefensa): es cuestión de dotar a cada individuo de una educación continuada basada en "la responsabilidad y el autocontrol".

Debido a la brevedad del volumen se echan en falta, por ejemplo, declaraciones o pasajes detallados que dieran cuenta de sus legendarias y encendidas polémicas con Emma Goldman -y que quedan esbozadas en la preciada biografía que sirve de preámbulo al resto de páginas-. Gracias no obstante a Marta Romero-Delgado y a la editorial Imperdible ya estamos en condiciones de acercarnos a la palabra de esta incansable luchadora y llenar un hueco imprescindible en la formulación libertaria.

sábado, 14 de enero de 2023

El testimonio de los soles y otros poemas, de George Sterling






Fue un caso prototípico de autor desmesurado en vida al que, como se suele decir vulgarmente, "se lo acabó comiendo el personaje". Hay múltiples ejemplos mediáticos con cierta similitud para elegir: Avida Dollars, el Sátrapa Patafísico o Gainsbarre conocieron ese paso hacia el abismo de una popularidad tan desorbitada -en detrimento muchas veces de sus méritos creativos- que fueron confundidos con monos de feria o talismanes que imantaban a la opinión pública por el morbo del exhibicionismo verborreico, acompañado en más de un caso de cierta fanfarronería excéntrica en los hábitos diarios.

George Sterling (1869-1926), más que como clarividente y destacado poeta 'a la contra' -proclive al arcaísmo y a la emoción desatada-  en un periodo de la lírica estadounidense centrado en el puritanismo y el ensimismamiento conservador de los versos, quedó a la postre fundamentalmente como el 'rey de la bohemia' y gurú iniciático de la voluptuosidad existencial, con la playa de Carmel en California como centro neurálgico de su celebridad desinhibida para con la escena artística del momento. Para combatir ese reduccionismo -y, de paso, introducir el nombre del neoyorquino en la crítica hispana- la editorial Verbum -gracias a la valiosa iniciativa académica de Ariadna García Carreño- ha apostado por presentar en este volumen la primera etapa poética de este autor incrustado entre la tutela que sobre él ejerció Ambrose Bierce y la que posteriormente el propio Sterling profesó sobre Clark Ashton Smith, autores de referencia de quien humildemente aún mantiene a duras penas este blog. Sin olvidar la estrecha complicidad con su compañero de fatigas literarias, inclinaciones ideológicas y muchas otras cosas más: el señor Jack London.






Sterling, al que a primera vista pudiéramos resituar vitalmente entre Thoreau y Kerouac (es decir, entre el espiritualismo biófilo del primero y el liberalismo conductista del segundo) estuvo fuertemente influido por los poetas románticos ingleses, por la propia poesía de Bierce y por el inevitable Edgar Allan Poe. De hecho su poema más recordado, que protagoniza el título de su primera colección que nos ocupa aquí, "The Testimony of the Suns", comparte mucha de la imaginería que el talento de Boston desplegó en su ensayo "Eureka" con esa teoría de la Unidad que alberga la Causa y, a su vez, el Germen de toda Aniquilación. En esa revelación cósmica amparada en el cambio -y, por tanto, en la negación de cualquier deidad o, al menos, de su carácter decisorio- se fundamenta el extenso poema: 


"¿Soñáis que se sometió el Infinito
por capricho, problema resuelto
en tan solo un segundo de Su día?
¿Pensáis que [Dios] interrumpió así Su sueño
para arrasar su Inmensidad con imponente poder,
que heredaría el Hombre un hogar eterno?
¡Del desear le surgiría la necesidad!
¡Para nada! Inalterable es su Infinito,
ajeno a todo cambio o deseo"


El vértigo estelar engendra una batalla incomprensible, inaprensible y demoledora, desconocida en su origen e imprevisible en su hipotético futuro, en la que el ser humano y su flácida presunción de una entidad superior que gestiona el Todo no suponen en esencia más que insignificantes elementos de un juego inane, pérfido y ridículo.






Otros poemas francamente importantes de este periodo inicial -además de los dedicados explícitamente a Poe o a Bierce- son dos de los tres sonetos que componen la serie "Three Sonnets on Oblivion", en concreto "Olvido" y "La noche de los dioses", destinados a ejemplificar el mérito inherente de todo bello texto poético: la rotundidad del concepto:


"ninguna congregación divina puede superar su poder:
destrozados, asumen los desamparados Titanes del 
Tiempo su derrota"
("Oblivion")


"siempre que oigo desde silentes cortes y templos emanar
el culto que el Tiempo rinde a la Eternidad,
los lamentos de reinos olvidados y dioses destruidos,
admito ser como aquel cuyo paso a mediodía marcha
hasta una solitaria orilla, aquel que siente liberarse su alma,
y oye el cántico que el cegado mar entona al sol"
("The Night of Gods")


Acercarse a Sterling es sumergirse en el vértigo de la Naturaleza, presentada a través de una intuición impotente que no pasa de autoengaño:


"Confusas son las leyes que dictan los sabios,
pues no ve la Ciencia en cada uno de sus dominios
más que un ilusorio crepúsculo, y en sus manos
más que aforismos de lo Relativo."

viernes, 6 de enero de 2023

The Luckiest Guy in the World (Joseph M. Newman, 1947)






“Crime Does Not Pay” (“El crimen no compensa”), aparte de serial comiquero, fue en los años 40 del siglo pasado serial radiofónico (sin tener ambos nada en común) y también serial de cortometrajes de la compañía MGM que, aquí sí, fue inspiración del radiofónico,  que trató de adaptarlo escrupulosamente. El de películas cortas se implantó a mediados de los años treinta, en un momento clave: el advenimiento reaccionario del código Hays en el cine estadounidense, que cortaba el paso a cierto progresismo que había funcionado a modo de desahogo conductista en Hollywood con la aparición del sonoro. Este Crimes Does Not Pay del celuloide aguantó hasta 1947, y si en sus inicios fijó su conservadurismo en -entre otras muchas cosas- desmitificar la imagen romántica y amoral del gángster que había tenido el favor del periodo anterior, en su última etapa declinó impotente ante el empuje imparable de un film noir ya asentado en perfiles de una ambigüedad no exenta de cierta complejidad especulativa y de una crítica social solapada que, de alguna manera, solo pudo tratar de ser cercenada de raíz posteriormente con la caza de brujas del macartismo. En medio de todo ello, una sucesión de trabajos fuertemente aleccionadores donde el orden y la ley se acababan imponiendo siempre frente a aquellos “parias” que, de muy diferente manera (es de rigor reconocer la versatilidad temática de la serie), trataban de transgredir las buenas costumbres y los mejores comportamientos del buen ciudadano medio yanki.






“The Luckiest Guy in the World” fue la última muestra del ciclo -y, de momento, la mejor con diferencia del lote gracias a la loable y denodada labor de la web especializada Noirestyle, que ha subtitulado en los últimos meses la mayor parte de los cortometrajes- como consecuencia de una atmósfera que subrayaba la mórbida fatalidad del protagonista a través de una sucesión de incidentes azarosos que, de casi pura chiripa, le colocaban en una posición de ventura ilusoria. La historia no era original, y ni tan siquiera el tratamiento: al visualizar los 21 minutos con flashback fantasmal acompañado de música incidental inquietante, con una muerte inesperada y una turbia suplantación de identidad no podemos evitar pensar en la quintaesencial “Detour” de Edgar G. Ulmer perpetrada dos años antes. Y esta referencia, créanme, hace ganar muchos puntos a poco que se logre, como es el caso, “intranquilizar” al espectador. Desempeñada en el papel principal por Barry Nelson -futuro James Bond televisivo-, su rostro aniñado imprimía además al episodio un matiz muy convincente para quien oficiaba de malogrado comisionista inmobiliario carcomido por las deudas y la adicción irrefrenable a las apuestas de las carreras de caballos. Arrastrado por los acontecimientos, se verá envuelto en una pugna, esta sí, cuyo desenlace vendrá del lado y en el momento más imprevistos, después de sortear con alfileres un destino irreal.






Fue dirigida por un todoterreno de la época, Joseph M. Newman, que a partir de 1939 se incorporó a la nómina de realizadores de la serie -incluyendo pesos pesados como Jacques Tourneur, Joseph Losey o Fred Zinnemann- convirtiéndose en asiduo y prácticamente vertebrador del producto. Aprovechó la frecuencia para experimentar temáticas entonces casi inéditas como los alumbramientos clandestinos en el caso de “Women in Hiding” y que años más tarde desarrollaría en uno de los más audaces film noirs de finales de los 40: “Abandoned”. Y es que fue más o menos a partir de “The Luckiest Guy in the World” cuando comenzó la época más fructífera en términos artísticos de Newman: a la citada “Abandoned” (1949) habría que destacar la policiaca “711 Ocean Drive” (1950) o la perturbadora “Dangerous Crossing” (1953), perlas exclusivas en una trayectoria estajanovista que trabajó en muy diversos géneros, pero que tuvo en el western el filón alimenticio principal.






Precisamente es la muy efectiva y ágil “711 Ocean Drive” la que comparte recursos de guión con “The Luckiest Guy”: la desempeñada como primer espada por Edmond O’Brien también está ambientada en el mundo de las quinielas hípicas, su actor principal igualmente sucumbe a la tentación que genera la ambición desmedida por las triquiñuelas y el dinero fácil y, de nuevo, es la fe ciega en el papel protector de la policía la que tiñe a modo de escamosa moraleja los títulos finales de crédito.
Porque, como dice Charles Vurn en “The Luckiest Guy” a modo de coda mefistofélica: “lo único que necesitas es un par de oportunidades, y nada puede detenerte”.