sábado, 11 de diciembre de 2010

Gaspard de la nuit, de Aloysius Bertrand




Desde Fausto a Medardo, pasando por Melmoth y varios más, la reaparición del Diablo tuvo en el final del siglo XVIII y el principio del XIX uno de sus mayores auges en la memoria colectiva literaria. Casi siempre caracterizado de manera naturalista, cotidiana, dentro de los cánones de comportamiento de la Edad Media, marco más que recurrente y obsesivo en los escritores del momento.

No escapa a esta presentación la breve obra de este autor de origen italiano pero francés de adopción. Gaspard es ese diablo que, con apariencia de monje, tomará posesión de nuestro escritor para dejar unas breves pinceladas de su visión del mundo, bajo la disoluta impostura del bufón. Divididas en seis partes, y a su vez aquellas divididas en varios relatos más o menos poéticos, Bertrand viaja en ellas por el Medievo francés, español o italiano, con los ojos del Barroco holandés (Rembrandt) poniendo la forma y el color. Así, en “La escuela flamenca” predomina la descripción, el detalle y el diálogo corto y costumbrista, tornándose decididamente fantástica en capítulos como “Camino del aquelarre”. Scarbo, gnomo y saltimbanqui, es el protagonista de “La noche y sus prestigios”, la otredad de Gaspard y uno de los principales reclamos del libro, que siente especial predilección por los desfavorecidos, los oscuros o desprevenidos, vampirizándolos ya sea en el crepitar del día o desde la bruma de los sueños.




Tuvo Gaspard, como toda obra única -y en este caso maldita- su particular adaptación musical (Ravel), además de la oportunidad de servir de acicate a todo un género en constante ebullición desde entonces: el poema en prosa. “La obra que inspiró a Baudelaire” reza la banda que acompaña la edición de Artemisa. Y semejante aseveración no parte del capricho empresarial o del señuelo gratuito. Carlos se ocupó de dejarlo bien claro en el inicio de su “Spleen de París” (“al hojear “Gaspard de la Nuit”, se me ocurrió la idea de intentar algo parecido”), influido de manera narcotizante por “El viejo París” de Bertrand, otra de las patas de esta obra ubicua y profética donde la verdadera poesía tomará el timón en su parte final, la de las “Silvas”, por ritmo, entonación e instinto.

Libérrimo, sorteando la catalogación inmediata, el propio Bertrand se ocupó de avisarnos (a través de su epílogo dedicado a Nodier, pues en justicia de su Smarra o de su Trilby nace aquel Scarbo) desmarcándose de cualquier imperativo: “Aquí tienen mi libro, tal y como lo he escrito y tal y como se debe leer antes de que los críticos lo oscurezcan con sus aclaraciones”.

viernes, 5 de noviembre de 2010

The saddest music in the world (Guy Maddin, 2003)




Pobre Maddin. Quizá aún esté soñando con la reputación de otros totémicos autores de las últimas décadas. No en vano comparte el talante onírico y oblicuo de Lynch, la inmediatez tenebrista de Burton o la impúdica dramatización de Von Trier. Actrices fetiche como Isabella Rossellini, el gusto por las adaptaciones más o menos libérrimas de clásicos “góticos” como Drácula, o la fijación por la ciudad entendida como un cuerpo presente, palpitante y hosco. Su estrategia está en alterar modales contemporáneos y revolverlos con influencias extemporáneas –el blanco y negro del mudo, la edad dorada del film noir o la cinefilia ‘cultista’ de Hans Richter y los sueños que el dinero pueda comprar-. Mestizaje fílmico postmoderno para últimos mohicanos de ese arte tan ferozmente acorralado y comatoso como es el cine de hoy.

Winnipeg, emblema fantasmagórico y mutante de las ocurrencias de Maddin y objeto de la más cáustica ucronía, como lo será después en el ‘psicodocudrama’ de título homónimo que tuvo a bien ser protagonizado por un auténtico mito del celuloide como Ann Savage –la pérfida embaucadora de la imprescindible “Detour” de Ulmer-, concita un curioso proyecto de festival alternativo –“¿es esto un establo o una sala de conciertos?”- para tratar de dilucidar La Música Más Triste del Mundo, con el prosaico anzuelo de una siempre necesaria y sana embriaguez, más que justificada si estamos dejando los momentos más duros de la Gran Depresión. “La tristeza es el trasero de la felicidad. Es el espectáculo”.




La crueldad teñida de humor pragmático, el humor horneado de amarga turbulencia donde se comercia con el dolor, convertido en moneda de cambio. La nostalgia, siempre caprichosa, de la cual nos vamos a reír al final aunque nos pese, si con ello podemos salvar una bonita melodía, cínica y reconstituyente. Ocupar y amputar: música sentimental y grotesca. Desfile de personajes a un lado indefensos, al otro perversos, enredados en relaciones disparatadas, debatiéndose y pugnando por establecer su tragedia y personificarla en una banda sonora pertinente y brumosa. “Esto sí que es triste”.

El cine de Maddin tiene que estar “lleno de efectos”, rebosante de acción, planos y contraplanos –aunque en cierta manera “The saddest” sea en ese sentido de sus obras más contenidas- peleándose por ocupar sitio en un metraje, aquí también, afortunadamente recogido a la vieja usanza.




La música más triste del mundo es un tributo a la pérdida, a los desaparecidos, a los que dejaron su alma en el campo de batalla, no importa muy bien cuál ni de qué naturaleza está compuesta. Puro espectáculo. Se expresará con ritmos tribales o salves, ecos tailandeses o cante jondo, folk con aromas de Broadway o lamentos balcánicos: campeonato mundial de la pena.

Oblique Strategies



Primera edición:
70. Reverse


Cartas anteriores:

2006
Primera edición:
46. Make a sudden, destructive unpredictable action; incorporate.

2007
Segunda edición:
114. What mistakes did you make last time?

2008
Tercera edición:
8. Ask your body.

2009
Cuarta edición:
40. Go outside. Shut the door.

sábado, 18 de septiembre de 2010

The Farmer´s Boys




Para el buscador de tesoros lo tenían todo en contra de antemano: el nombre del grupo y la portada de su álbum más recordado, una postal no especialmente atrayente incrustada en un fondo de diseño new wave tampoco muy seductor. Pero aunque a menudo las carátulas digan tanto del artista como éste es capaz de expresar, en este caso el continente corría bastante al margen del contenido. El padrinazgo de un oráculo de pedigrí como John Peel, ardiente defensor del grupo, tampoco ayudó a reservarles un lugar de prestigio. La historia, grande o pequeña, les redujo a un punto indiscernible; pero una tercera, secreta, se ocupará de confiarles un sitio bajo el sol.

Y eso que surcaron la requetesabida travesía de la época: primeras grabaciones en sellos ignotos para desembocar en un súbito y ambiguo interés por parte de la major de turno, con el fin de responder a la superpoblada demanda del Top Of The Pops a la vez que se apostaba por competir con la no menos numerosa clientela de los chicos y chicas de la nuevaola que ya para entonces debía llamarse de otra manera. No tuvieron suerte. La competencia fue feroz y su aparente humildad fue eclipsada por otros egos y la insana voracidad de la crítica. La aventura se acabó, por tanto, cuando la todopoderosa EMI decidió que dos álbumes bajo su auspicio eran más que suficientes para dejar constancia de las intenciones del grupo. Buenos chicos, pero no lo suficientemente morbosos o espectaculares.



Tras bregarse en los primerizos singles de rigor, vino su primer álbum de costelliano título, “Get out and walk” (1983). “Matter of fact”, su corte inicial, igual que ocurría con otros como “Who needs it?”, ya ponía sobre pistas: la esforzada melancolía de Edwyn Collins sobre una tarima algo más convencional que la del Zumo de Naranja, pero con similar fervor adolescente. La música de Farmer´s Boys, al igual que la de su homólogo escocés, recoge a la perfección ese estado de conmutación entre la citada New Wave y lo que, tiempo después, con el fin de homogeneizar una generación de grupos muchas veces difícilmente equiparables –que compartían en cualquier caso un sentido hogareño y minimalista del pop- se denominó primera edad del indie moderno. La vitalidad y la sensación eufórica que se desprende de esta colección de canciones, además de la efectividad que acompaña a casi todas, dan como resultado un disco infalible, burbujeante, con material de sobra para amenizar fiestas inagotables, sin poses ñoñas y con los recursos adecuados. Sabían sonar incluso como si estuvieran versionando algún clásico de los sesenta (“Way you make me cry”). Como Undertones, otros niños mimados de Peel, aparentaban discreción formal pero amasaban influencias con sentido cabal y aspiraciones legítimas. Recogían el dinamismo y la urgencia de los últimos setenta, pero a la vez se vestían de una sofisticación que en su caso nunca sonó petulante o vacua -me estoy acordando de grupos como Friends Again y toda su ramplona y estéril elegancia-, sino perfectamente imbricada en sus restallantes composiciones, con la salvedad de “Soft drink”, un intento de colar un electro-funk a lo Heaven 17 que rompe momentáneamente el tono general –sobresaliente- del álbum. En otras, como “Wailing wall” o “Muck it out”, ese veredicto tantas veces compulsado para despachar en una línea su estilo, el que hablaba de que parecían Philip Oakey liderando Orange Juice, consiguió siempre resultados mucho más favorables.



“For you” tenía todas las papeletas para aspirar a la gloria. Uno de esos hits de entusiasmo in crescendo incomprensiblemente relegado al fondo de armario. Bien es verdad que el videoclip del que se hizo acompañar mostraba a un grupo no especialmente interesado porque se les tomara demasiado en serio. La ironía se hacía rodear de un marco grueso.
También cabían pequeñas píldoras de pop-punk como “Drinking and dressing up” o “I don´t know why I don´t like all my friends”, que les daban un punto de despecho nada decepcionante, en todo paso más panorámico al lado del resto. Un disco a reconsiderar de principio a fin.

Pasaron desapercibidos, y a pesar del talento a raudales que atesoraron en toda su concisa trayectoria deciden echar mano, esta vez sí, de aquellos maravillosos años en los que figuras como Cliff Richard despertaban las más desbordantes sensaciones. La actualizada revisión de los Farmer´s del “In the country” debía ser el banderín de enganche para un público en ciernes que pasara por el filtro de un estándar para valorar en su justa medida el potencial de estos chicos. Abría “With these hands” (1985) segundo y último lp del grupo, que contenía un número menor de pildorazos que en su precedente pero que no le iría a la zaga en cuanto a resultados. Pienso mucho en The Bluebells cuando va sonando, en ese espontáneo pop-rock de melodía irretufable, directa. Por “I built the world” se cuelan los redondeados acordes de los Byrds. “Sports for all” es quizá la última oportunidad de compararles con Orange Juice, pasada más que nunca por el tamiz de Smokey Robinson, faltaría más. “Art gallery” y “Whatever is he like” (esta última repescada de su primera época) avanzan ni más ni menos que el método de Paul Heaton y sus Housemartins, llevándose éstos la gloria y los coros sólo unos pocos meses después de que The Farmer´s Boys decidieran tirar la toalla definitivamente. La elegancia de los ochenta no falta, la costelliana -vía “Punch the clock”- “Something from nothing” o “Heartache” son inmejorables ejemplos de que bebieron de su tiempo. Paradójicamente, hasta los anacrónicos violines de “Phew wow” son plenamente disfrutables dentro de un disco seguramente no tan revelador como el primero, pero con el encanto íntegro.



Backs Records, antigua tienda de discos reconvertida en distribuidora y discográfica ocasional que financiara el segundo single en la historia del grupo, mucho tiempo después decide desempolvar, con el grupo liderado por Baz aparcado en la despensa del tiempo, las primeras grabaciones de los de Norwich. “Once upon a time in the East (the early years 1981-1982)” (2003), tiene los primeros sencillos, canciones inéditas y primeras grabaciones de muchas del primer álbum. Aun siendo una recopilación esencialmente dirigida a completistas y fans fatales (como el que suscribe), contiene algún que otro motivo de peso para recomendar incluso a los recelosos o despistados. Dejando a un lado la socorrida estela de los Buzzcocks en piezas como "I lack concentration" o "Or what", “I think i need help”, el particular “Falling and laughing” de The Farmer´s Boys, merece una mención especial. Un himno indie-pop de primer orden que debería sonar en todas las reuniones de voraces seguidores de todo lo que tenga que ver con el género; una maravillosa gragea que no solamente comparte el mismo encanto que las mejores canciones contemporáneas de Felt, Go-Betweens o The Monochrome Set, sino que rivaliza merecida y encarnizadamente con las de todos ellos.

lunes, 30 de agosto de 2010

Los poetas malditos y Poesía simbolista francesa



El primero, inexplicablemente, aún no tiene una reedición acorde con su leyenda, aquella que a través de su principal impulsor hizo de lanzadera y muestreo somero de una corriente tan inasible como paradigmática. El Decadentismo, embrión de otro ‘ismo’ más aglutinador y poderoso, pero tan disperso y contradictorio como su hermano carnal. Por eso leer uno y otro (el segundo es la última compilación en castellano que pone al día la evolución del fenómeno finisecular, que confluirá –y se disolverá- más tarde en las vanguardias y el post-modernismo) es como torcer el tallo y quedarse a ver correr después toda la savia.



Los habituales a la fiesta –Mallarmé, Rimbaud, Corbière o el propio Verlaine- repiten, mientras que del primer encuentro quedan como distanciados visitantes Villiers De L`lisle-Adam y la señora Desbordes Valmore, auténtico descubrimiento e involuntaria forjadora de un movimiento en el que aporta un contrapunto –todo sea dicho- de regio romanticismo un tanto alejado de sus congéneres malditos, una poética más clara y sentimental que la del resto. Pero este compendio iniciático vale la pena, entre otras cosas, por la palpitante y encendida –a ratos tartamudeante- defensa –en muchos casos en tiempo presente- que el pobre Lelian –es decir, Verlaine- hace de quienes, mayormente, fueron amigos y amantes, casi todos ellos figuras indiscutibles de su propia circunstancia, auspiciados por el néctar de la desolación y la ironía, en su particular forma de entender del asesinato. Todo fuera rodear el jarrón, pero nunca probar a tocarlo.



Se extinguió de entusiasmo y murió de pereza;
si vive es por olvido; no por ser en una pieza
él mismo y su querida fue su única tristeza.

No nació de ningún modo;
va donde el viento le deja;
es cual bazofia compleja,
mezcla adúltera de todo.



Luego viene Luis Antonio de Villena –verdadero especialista y entusiasta de la materia- a ponerlo todo en limpio –en una edición encontrada, eso si, con algún que otro sudor-, a trazar un trayecto cabal y apasionante, considerablemente útil, a sacar de la chistera pareceres, conclusiones, y a tirar de baraja con nombres, muchos más nombres, que completan el cuadro de entresiglos, capitaneado por los Valéry o Gide que suelen ser los que normalmente nos traen a la cabeza la palabra Simbolismo, más planificado, metapoético y nostálgico, según el caso. Habla del proceso por el cual la Naturaleza -el Parnaso- pierde enteros y hay que defenderla del humo y el desconcierto industrial, para volver a sentir el apego –sobre todo a través de los belgas, insistencia coyuntural y radar indiscutible del molde parisino- a lo primitivo y ancestral, determinado por lo natal. Del sol, el vino y el mármol a los olores de los días lejanos, siempre fugados.



Quisieras confesarte cosas
de las que te asombrarías en el camino,
y que te harían de una vez por todas
entenderte con tus gestos.

sábado, 24 de julio de 2010

Tras el cristal (Agustí Villaronga, 1987)




Algunos han visto aquí la versión corregida y aumentada del “Arrebato” de Iván Zulueta. Pese a que tratan temas diferentes, formalmente tienen muchos puntos en común. Adolescentes de apariencia narcótica centrados en desestabilizar un determinado entorno más o menos interior, más o menos proyectado, aun movidos en ambos casos por pretextos claramente alejados. Tanto una cinta como otra, salpicadas por el morbo, la amoralidad, la violencia –especialmente en el caso de Villaronga- y la contumacia se han llevado durante años la etiqueta de perdedora, aunque en el caso del vasco la recompensa de un aplauso crítico, aunque aletargado, la hizo vivir una segunda juventud, negada en el caso de “Tras el cristal”.

A pesar de lo que se defiende en el autor de “El mar”, “Tras el cristal” no habla de un tema tan personal como lo pueda ser la pausa cinemática de Zulueta. El tema del debut de Villaronga es, desgraciadamente, y más en días como estos donde la pedofilia no hace más que destaparse a cada instante, una cuestión universal que echa mano de un hecho puntual, como es la sombra del nazismo –aquí algo difuminada- y una de sus innumerables prácticas; toda una toma de conciencia en forma de venganza circular, congénita e insondable. Bajo una arquitectura de grises, azules y negros realmente soberbia, fotografía cuidada con un mimo especial para quien entonces debutaba en largo, la película no pierde en intensidad en casi ningún momento, a pesar de ciertos planos discursivos algo previsibles.



El terror es sólo una cuestión estética, y un afluente sobre el cual encauzar la trama, nunca un fin en si mismo, por eso va más allá de géneros o imposturas. La lucha por el poder es su linterna, caminando sobre una alfombra de atracción/repulsión afortunadamente sostenida. Una pelea que tendrá su momento álgido y de inflexión en ese ahorcamiento de David Sust a Marisa Paredes, mujer del oficial maltratador, único obstáculo de Sust para llevar a cabo todo su despliegue enfermizo y retorcido, todo su espectáculo de crueldad y platos servidos bien fríos. A partir de ese momento, una tortura constante en un desfile de presas incautas y desprevenidas con caras de niños inocentes pasarán por el nicho-máquina donde sobrevive Günter Meisner, el iniciador de la pesadilla, devuelta como un vómito amplificado. Sin compasión. Pero con su punto desengrasante. Como en “Arrebato”, donde entre tanta alucinación y tanta dependencia, Carmen Giralt proporciona el momento desopilante para desentumecer, será en “Tras el cristal” el papel de una Imma Colomer, labriega tan casual como entrañable, el que preste un respiro entre tanta congestión y crudeza.



Que una película así -¿la mejor de los ochenta en España?-, tan bien hecha, tan rotunda y emocionante, perfecta ornamentalmente, siga siendo considerada maldita, ímproba, sin posibilidad de levantar un status absolutamente oscurantista, da la medida de que en algunas cinematografías todavía manda más el caer en gracia que ser gracioso.

domingo, 4 de julio de 2010

The Band Of Holy Joy




Como ocurre con los segundos The Mekons (¿los Fleetwood Mac de ‘post-punk céltico’?) o casos como el de The Men They Couldn´t Hang, The Band Of Holy Joy pertenecen a esa difusa generación de recuperadores del folk tabernario, del orgulloso sentimiento obrero y las interminables noches de alcohol, hermandad y sueños frustrados, convenientemente anti-thatcheriana y sin más pretensión que la de seguir una tradición tan típicamente británica como es la de apegarse, no sin fundamento, a la barra del pub como al regazo de una madre.

Como en todos estos casos, los de Johny Brown, ese poeta del desencanto y del idealismo de pólvora mojada, mantuvieron a lo largo de los años un terco sentido de la supervivencia, pese a contadas satisfacciones comerciales, hasta el punto de seguir hoy mismo en activo ofreciendo recitales comprometidos con el sentido y la sensibilidad.

Tuvieron unos inicios curiosos, ya en pleno castigo ‘tory’ a mediados de los ochenta, con una cinta semi-oficial, sugerentemente titulada “More Favourite Fairytales” (1984), que descoloca a quien primero ha descubierto discos posteriores y tiene una imagen ya muy conformada de los Holy Joy. Y es que a pesar de un primer corte, “First hour of the day”, de melodía nostálgica e instrumentación delgada que simula un bandoneón, nos encontramos de aquí en adelante con una colección de piezas densas de electro oscuro, expresionistas y dominadas siempre, eso sí, por la voraz garganta de Brown, especie de John Lydon lírico o Mark E. Smith prepúber. La cassette, entre el sonido amateur y la de por si tupida propuesta de teclados hirientes y asilvestrados y de martillo pilón –“I´d dream if i could sleep”-, se convierte en una experiencia decadente cercana a lo post-industrial, muy poco que ver con producciones posteriores. Completando esta primera etapa, el diez pulgadas “Had A Mother Who Was Proud And Look At Me Now” reincide en esta línea y se convierte en la primera grabación oficial del grupo.



“More Tales From The City” (1987) ya es otra cosa. Precedido por el portuario mini-álbum “The Big Ships Sails”, que recupera su primer clásico, “First hour” y la letanía épica de “Maybe one day”, “More Tales” marca el punto de inflexión entre los orígenes y el camino a seguir. Ya aparece claramente instrumentación acústica y tradicional –trompetas, acordeón, batería acústica- y el estilo se va afianzando hacia el pop, aunque aquí todavía con la acritud previa y una atmósfera pálida y hasta cierto punto áspera sobrevolando el conjunto del disco. La banda sonora de una feria abandonada que incluye himnos como “Don´t stick knives in babbies´ heads” o emocionantes –y simbólicos- tratados como “Leaves that fall in spring”, tronchado por percusiones electrónicas tropicales, y que titularía un recopilatorio posterior del grupo. Un disco que gana en lirismo, con inspirados y contagiosos fraseos de teclados –“Fishwives”- y que se convirtió con el tiempo en uno de los predilectos de sus seguidores. Le seguirá, sólo unos meses después, el agreste e inencontrable directo de canciones emblemáticas -e inéditas- en su repertorio y rebautizadas en algún caso con nombres de sus heroínas "When Stars Come Out To Play" (1987), de exquisita portada.

Un grito furibundo, un ritmo sintético antillano con recitado incluido. Todo ello nos predispone para “Manic, Magic, Majestic” (1989), para muchos su mejor disco, donde TBOHJ vencen todavía más en expresividad y grandes canciones, y donde han encontrado definitivamente su sonido. Difícil quedarse con algo en particular de este trabajo, donde se incluye su conocida “Tactless”, un medio tiempo in crescendo que podía haber escrito sin pestañear –y aquí entra en escena una de las grandes comparaciones con los londinenses- el mismísimo Shane MacGowan. Bruñidas trompetas en “Killy car thieves”, baladas imperecederas como “What the moon saw”, ritmos trepidantes en “Blessed boy” o turgentes y veraniegos en la canción que da título al disco –MI FAVORITA-. Es folk cristalino, desprejuiciado y elegante, que va haciéndose sutil instrumentalmente con el paso de los cortes, pero que no pierde urgencia, mala uva y emotividad en las sílabas de Brown. Un festín sin igual.



Parecía imposible igualar o superar un disco como “Manic, Magic”, pero la razón por la cual The Band Of Holy Joy siguen sacando discos plenamente disfrutables y reivindicables quizá haya que encontrarla en la absoluta libertad y falta de presión de la que disponen. En Inglaterra son hasta cierto punto conocidos, se les suponen hasta muy entrañables, pero no están sujetos a la expectación de los medios. Es por ello que “Positivery Spooked” (1990), mi álbum favorito de ellos, reincide todavía más en buscar –y encontrar- canciones aún más cabales, comerciales –sí-, y lustrosas. Con este disco hasta llegaron a venir a España a presentarlo, ante la indiferencia de un público quizá por entonces abrumado con sonidos de Manchester y shoegazer. El arranque de este disco es descomunal: la secuencia que conforman “Real beauty passed through”, “Evening world Holiday show” y “Because it was never resolved” llenan de regocijo y alientan la euforia. La primera por suponer una cima personal en su repertorio, exprimiendo al máximo su particular forma de hacer, donde fortaleza y vibración se dan de la mano y que podría recordar lejanamente a Madness. La segunda por acercarse al modus operandi de Dexys Midnight Runners, es decir, potencia soul en prístina cobertura pop, un poco a la manera de lo que Kevin Rowlan practicara sobre todo en “Too-Rye-Ay”. La tercera porque, aun situándola por muchos erróneamente en la línea de Smiths, es una gema pop imperecedera donde todo está en su sitio, con unas estrofas perfectas, un violín acariciante y un estribillo refulgente. Lástima de quien no se recomponga con una canción así. Después están “Unlikey girl”, “Shadows fall” o “Freda Cunningham”, que siguen en la línea Madness: teclados dominadores en una producción deslumbrante. También “Here it comes”, sedoso y magnético pop sofisticado.
Quizá demasiado para los puristas que reclamaban más acidez y queroseno es, sin embargo, un disco delicioso y claro como el agua pura de principio a fin.



Se acortan y aprietan el nombre a Holyjoy para su siguiente asalto, “Tracksuit Vendetta” (1992), un disco que en contra de lo esperado, no decae con respecto a sus precedesores y que contiene maravillas como ese “Ragman” que abre el disco, las aguerridas “Claudia dreams” y “Soultress” o el homenaje absoluto a la figura de Marvin Gaye en la explícita “Marvin in Ostende”, contagiada del raso del autor de “Sexual Healing”. Además, ecos de Aztec Camera en piezas como “Well you´ve met this boy”. Es música maravillosa, sorprendentemente bien construida, coherente y llena de posibilidades que debió merecer mucho más suerte, como –se nos ocurre- las de The Bitter Springs o The Triffids, otros ilustres desclasados con tantas y tan buenas ideas.

Un largo silencio y casi diez años para recobrar el nombre completo e ideas renovadas. “Love never fails” (2001) no es quizá el disco más esperado después haber aparcado una carrera de cuatro fabulosos discos. A pesar de que parece que no ha pasado el tiempo y que la energía sigue intacta nada más escuchar “Capture my soul”. Pero no hundamos el barco antes de haber zarpado, porque en la travesía hay (más) momentos mágicos, como el jazz de “City trams” o el empuje de “The death of love”. Sin embargo, lo que desconcierta es que licencias como “Hugh Grant” (una burla sobre la ‘fashion people’ de la prensa del corazón y similares), que parece una canción de Happy Mondays o “Someone shares my dreams”, que es puro Pulp, sean los momentos más remarcables de un disco especialmente irregular si se compara con lo ya ofrecido, pero sin dejar de ser un buen disco, quizá un poco lejos de la frescura de los viejos tiempos. Cierra el disco y hasta ahora su trayectoria “And then real thing comes along”, un más que digno resumen de lo que ha podido significar la vida de estas genuinas semillas del bien y del mal, de esta orquesta formada a la vez por los ángeles y demonios de tiempos vertiginosos en un mundo equivocado.



P.D.: A la espera de ese nuevo disco que está a punto de publicarse –para finales de este mes de julio-, de título “Paramour” y que supone un nuevo retorno otra década después, aquí les dejo ese “Love never fails” que, pese a no ser su disco más destacado, es uno de los más difíciles de conseguir por ahí. De nada.

http://rapidshare.com/files/404783901/Love_Never_Fails.rar

jueves, 17 de junio de 2010

El poeta asesinado, de Guillaume Apollinaire




Como ocurre con precursores, espíritus afines como Remy de Gourmont (tras conectar lecturas recientes y casi paralelas, casos de “Relatos sombríos. Historias mágicas” de Remy y el que titula esta entrada), la prosa corta de Apollinaire contiene una variedad de registros realmente admirable, caja de sorpresas cada vez que uno finaliza un relato y acude a ver por dónde saldrá el siguiente, a pesar de que cualquiera de ellos forme parte de un todo conceptual de lógica interna. Es el caso de “El poeta asesinado”, aventuras y desventuras de un joven Don Juan (especie de trasunto del propio Apollinaire), fruto de una accidental estirpe, venido al mundo en mitad de un coloquio y aquejado de un mal ubicuo y endémico: la Poesía, que hará funcionar como arma en una confrontación entre arte y ciencia, difícilmente reconciliables. Penosa existencia canjeada en mal de amores que no desaprovecha el espectáculo burlesco y el humor negro.



Más momentos destacables y que aparecen después del relato principal: “El adiós de una sombra” o la quiromancia impalpable a través de esa extensión que nos persigue toda la vida. Si la perdemos estamos predestinados. No olviden estar atentos y llevarla siempre encima, pues. “La novia póstuma”, que se anticipa a la ley posterior en Francia en la que se permite el matrimonio entre vivos y muertos. Otra cosa es que esa fuera la intención del protagonista, sorprendido por unos padres realmente caprichosos en su de por sí delirante intención. “El ojo azul” o la presencia inquietante de un órgano solitario que aparece por los pasillos, vivo o muerto, acechante o impasible, todo sea por crear un cuadro ambiguo con el fin de hacer multiplicar las interpretaciones. Y el amor ‘fou’ de “Santa Adorata”, mártir por accidente y reconvertida en objeto de veneración, dejando en evidencia la credibilidad de los expertos en reliquias religiosas.
Hay, como ya se anunció al principio, muchas más facetas, pero las aquí representadas parecen las más logradas y precisas, dentro de una obra especialmente entretenida y reveladora (con jugoso prólogo que se adentra en una biografía no menos significativa), pese a esta edición –que incluye el poemario “Alcoholes”- de áspera apariencia.

domingo, 6 de junio de 2010

La casa del ángel (Leopoldo Torre Nilsson, 1957)




“Me dirijo a él, ya se ha levantado de la mesa, mis ojos llegan hasta el nudo de su corbata y se detienen: nunca han pasado de allí. Ese silencio, el no agradecerme la taza de café, es entre nosotros la única boda. Significa su posesión absoluta sobre mí.”

No solamente queda influido por el primer Bergman (“Prisión”), por “Cumbres borrascosas” o el desasosiego lorquiano, sino que Torre Nilsson sirve a su vez de referente, entre otros, para el Buñuel que sólo unos pocos años más tarde convertirá su ángel exterminador en el icónico callejón sin salida dentro de su filmografía. Y es que quién si no se atrevería a negar la inspiración que tuvo el aragonés en el episodio coral en la casa de citas, acabando todo en un incendio del que, en este caso, sus puntuales protagonistas logran salir.



Dejando aparte detalles cara a la galería –algo irrelevantes pero lo suficientemente descriptivos-, Leopoldo Torre -ubicuo autor que compaginó sin aparente esfuerzo géneros tan diversos como la comedia, el melodrama o el panegírico patriótico- dotó a “La casa del ángel” de un marcado trazo sórdido, regándola de personajes ataviados con una doble (o triple) moral, anegados por un destino fatal, impenetrable. Se mezclan en ella curiosos alegatos ideológicos de la era pre-peronista (“yo siempre leo sus discursos, ¡son muy lindos!, pero dicen cosas que no entiendo sobre los pobres”) con un férreo y atosigante escrúpulo religioso, que cubrirá con el negro más tormentoso la vida de su protagonista, una joven formada en el más extremo convencionalismo, en el paroxismo espiritual más brutal, donde la muerte y su sombra son manejadas con soltura y afán deportivo desde el minuto uno. La espada del pecado queda suspendida en todo momento sobre su cabeza. También la mala conciencia sobre las mentes de los que la rodean, incapaces, como ella, de saltarse la psicológica valla hacia una aventura verdadera, ya sea sentimental o política, vital en cualquier caso.

Los atractivos travellings de las primeras secuencias y el siempre incisivo recorrido de la cámara en los planos intermedios consiguen dar una sensación de irrealidad cercana a la fantasmagoría en esta película cruel e inflexible, repleta de personajes cínicos y desencantados, flor silvestre e irredenta dentro de ese espeso bosque que es el cine argentino de los años cuarenta y cincuenta.

miércoles, 17 de marzo de 2010

Louis Philippe



Por aquí cerca sólo se le conoce, y muy de oídas, por ser el responsable de los arreglos de "Soidemersol", uno de los incunables del pop español de todos los tiempos. Pero también es responsable de una cantidad ya ingente de deliciosos -y no lo suficientemente (re)conocidos- álbumes donde es casi imposible encontrar baches. Nuestro cocinero favorito es uno de los gourmets más respetados y meticulosos del indie de cualquier edad, poseedor de un criterio musical ex-qui-si-to, cuasiperfecto, que no deja de reflejarse en todas y cada una de sus composiciones, sean en inglés, sean en francés, tanto da.

Lo que viene a continuación es un somero repaso al grueso de su discografía -nos falta "Nusch" (98), inédito en nuestros oídos aun a día de hoy, y dejamos para otra ocasión sus discos para niños con pseudónimos varios-. Son anotaciones a vuela pluma -que no pretenden sentar cátedra en ningún caso-, según se van repasando sus trabajos, mezcladas con algunas pistas y constantes que el propio Philippe Auclair ha ido diseminando por su recomendabilísima página web official -www.louisphilippe.co.uk, echen un vistazo al apartado de canciones ajenas favoritas y pásmense del despliegue: conocerlo es amarlo-. Otro de nuestros héroes de melodías preciosas y rutilantes como cristal de Bohemia.


Larga vida al pop (hiper)romántico, prácticamente lo único que (nos) queda en esta vida. Larga vida a Louis Philippe, por tanto.



Appointment with Venus (1986)

Aunque no se parecen mucho entre sí, este primer disco en solitario de Louis Philippe tiene conexiones indirectas con el primer disco en solitario de Nick Currie, aka Momus ("Circus Maximus"), ya que ambos se publican el mismo año, y ambos beben principalmente del folk -desde un ángulo exclusivamente indie- en unos años donde el estilo no está pasando precisamente por uno de sus momentos de mayor popularidad. Y tiene conexiones directas: no en vano el propio Momus se encarga de colaborar tocando y haciendo coros en tres canciones.
Muchas de las futuras constantes de Philippe ya se reflejan en este espléndido debut: hay espacio para el pop barroco de "Man Down The Stairs" o "The Orchard", para un amago de hit -"Heaven Is Above My Head"-, para momentos al piano -"Rescue The Titanic", "Ballad Of Sophie Scholl"-, sin olvidar ecos mexicanos en "Touch Of Evil" y, en definitiva, talento para la melodía y el arreglo más sofisticado. Incluye el instrumental "Aperitivo", que diera nombre a uno de los recopilatorios del sello Siesta y cuyo sonido también alumbrara grupos como Daily Planet. Uno de sus álbumes más importantes y deliciosos, si no el que más.

Un año más tarde se publicaría con diferente título: "Passport to the Pogie Mountains" en Japón y "Passport to Pamplona" en España, este último a través del sello Grabaciones Accidentales, eso sí, con un listado considerablemente diferente, esto es, canciones del primer disco y temas inéditos editados en single o alguna maqueta. Variaciones en todo caso que no rebajan el nivel, como la encantadora "You Mary You" o el "The Rubens Room" que hiciera popular -es un decir- uno de nuestros héroes predilectos, Simon Fisher Turner, más conocido como The King Of Luxembourg, en el disco de versiones de este último proyecto.



Ivory Tower (1988)

Se abre con "Guess I'm Dumb", una maravillosa canción de Brian Wilson que cedió en su día a Glen Campbell, Beach Boy provisional. La beatlémana "Mindreader", la jazzística "Ulysses & The Siren" o la 'exótica' "Monsieur Leduc" lo van alejando del folk, pero lo reafirman en la variedad que siempre lo caracteriza. Y por fin una canción pimpante entre tanta balada y medio tiempo, la convenientemente titulada "Smash hit wonder", su canción más 'bubblegum'. Muchas canciones (excelentes "Every Word Meant Goodbye" y su pequeño clásico "Endless September") y generalmente muy cortas, (con)centradas en lo esencial, pero interminables en su detallismo. Algunas con su correspondiente versión instrumental, así "Domenica" pasa a titularse al final del disco "Simon Bolivar Airport".


Yuri Gagarin (1989)

En momentos puntuales ("Diamond", "Sunday Morning Camden Town", "Another Boy") a lo que más recuerda es a Microdisney. De acuerdo, sin la ferocidad de Cathal Coughlan, pero con esa elegancia para hacer pop urgente entre sedas que tan bien sabían impregnar los irlandeses por aquellos años, sobre todo a partir de "Croocked Mile". No en vano, el propio Louis Philippe se ha encargado de confesarlo en alguna ocasión: estaba convencido de que Microdisney iba a ser el grupo que cambiaría el mundo, aunque al menos sí que cambió el suyo. Su canción estrella, la más inmediata, es "Jean And Me". Con este disco cierra su periodo Él Records, década y una primera etapa artística absolutamente esencial.


Rainfall (1991)

Philippe estrena década, y concepto. Un disco especialmente cinematográfico, echando mano de "Sirens call" (ya incluida en su primer disco) y con la wilsoniana "I Just Wasn't Made For These Times" como banderín para un disco en la antítesis de lo inmediato, con el piano -cortesía de su escudero habitual Dean Brodrick- y la querencia por los juegos de voces marca de la casa pilotando la nave. Las excepciones vienen al final, con la electrónica "Chelsea Bridge", llena de cambios de ritmo, o la gospel "The Corncible Dance" o "Shoot", que mezcla sonoridad indú con raggtime, entre otras lindezas. ¿Un resbalón?. No, simplemente la muestra fehaciente de un autor con personalidad propia e irrenunciable y muchas ganas de ampliar horizontes.


Jean Renoir (1992)

Ritmos africanos y chanson bogando por el maridaje abren este disco que retoma donde se había quedado la cosa en "Rainfall". Aparentemente, porque "Lazy English Sun" tiene una vena más inmediata -ergo percusiva- que todo el disco anterior. "True Men" bebe del soul-pop de mediados de los ochenta, "Hunters" del jazz-pop más atmosférico y en general buena parte del disco del aroma al estándar reinventado -el "Tout Bas" de Kurt Weill o "Nowhere Square"-. Como extra un "Eusébio" que ya le hubiese gustado firmar entonces -y siempre- a Green Gartside, el jefe de Scritti Politti. Tanto fue el cántaro a la fuente: Cathal Coughlan colabora haciendo coros en "True Men" y "Hunters".



Delta Kiss (1993)

Después de lo que fueron quizá dos discos que supusieron sendos acercamientos a terrenos menos previsibles y más autocontemplativos, vuelve el pop de fantasía. Empezando por la alargada sombra de XTC en "Wonder-full", que parece un bonus track del soberbio "Nonsuch", por no hablar del estribillo de "Anna´s Garden" o "Wichi Tai To" -sedimento folkie-, que podría haber estado incluida sin ningún problema en "English Settlement" o "Mummer". ""Jealous" podría ser un cruce perfecto entre Pet Shop Boys y The Blue Nile. Hay más chanson -"L'Aventure"-, más exótica -"Haida"- o 'shibuya sound' en francés -"A Paris"-. Uno de sus mejores y más completos discos.


Sunshine (1994)

Buena parte de la culpa de la inexacta apreciación que se suele tener de la música de Louis Philippe la tiene un disco como "Sunshine". La vinculamos inconscientemente al 'easy-listening', y si bien es cierto que lo ha venido practicando a lo largo de toda su carrera en momentos concretos, su música es mucho más rica y expansiva que la etiqueta de marras. De hecho, como ya había ocurrido anteriormente y como tendremos oportunidad de comprobar en posteriores producciones, sus discos no son a menudo precisamente de 'fácil escucha'.
Sin embargo, ahí está "Sunshine" para mostrar su perfil más 'cocktail', más accesible. "Raffaella" es quizá la canción más rítmica que había hecho jamás. Los trucos de Carl Tjader o Nelson Riddle acaparan unas canciones deliciosas de un disco especialmente luminoso (de ahí el título), uno de los ideales para iniciarse. El espíritu XTC vuelve a hacerse evidente en "Roll Back The Years" o "Bus #13", el de Gainsbourg en "L´hiver Je Va Bien" y el de Jobim en "Our Beat Can Wait".


Let´s Pretend (1995)

Como indica el subtítulo del disco, se trata de un recopilatorio que incluye todas las grabaciones, fechadas entre 1985 y 1986 y en riguroso lo-fi, del grupo previo en el que militó Philippe, The Arcadians. Es decir, el único lp, "Mad Mad World", una canción navideña, una cara bé inédita y "Angelica My Love", que pasó a formar parte de su primer disco en solitario. Las canciones son todas formidables -imposible destacar alguna respecto a las demás-, y desde los primeros compases se advierte el estratosférico dominio melódico de Louis Philippe, donde su fervor escolástico ya está plenamente consolidado. Imprescindible.



Jackie Girl (1996)

La influencia de los de Swindon -esto es: XTC- va creciendo tan exponencialmente -ahí están "Mr. Songbird" y "Teacher´s Pet" que podrían ser del volumen inicial de "Apple Venus", un "Everyday Gone By" en la línea "Orange & Lemons" o ese "Oiseau De Paradis" que remite a los tiempos de "Black Sea"- que no le va a quedar más remedio a Auclair que contar con el mismísimo Dave Gregory (el "tercer" XTC) como invitado estrella en otro disco variado, quizá el único realmente conocido en nuestro país gracias a la distribución del sello madrileño Siesta. "She Means Everything To Me" tiene ese 'girl in the Attic' tan The Lilac Time, mientras "La Pointe Du Jour" tira -de nuevo- de instrumental 'à la Jobim'. Bacharach queda presente en "Il Ne Reste Plus Rien De L'Ete", y "Venus" pone el cielo más soleado, con ese tempo teenager tan finales de los cincuenta. En estas, "Deauville" o la propia "Girl In The Attic" preconizan la orientación del siguiente disco, trufada de arreglos de cuerda y dramatismo.


Azure (1998)

Quizá su disco más oscuro y complejo armónica y estructuralmente, además uno de lo más ambiciosos. En el colmo de la melomanía y el no va más en su conexión con XTC, Auclair incluye una -excelente- versión de la inconmensurable "I Can´t Own Her"... ¡un año antes de que los propios XTC la publicasen oficialmente en el primer "Apple Venus"!. Sólo por este gran homenaje merece muy mucho el disco, aunque haya más razones para acercarse a él, como la gloriosa "Peace At Last", "Partir" (muy Brel) o la juguetona "An Ordinary Girl" (que recuerda a The Divine Comedy).


9th & 13th (2002)

Lanzado realmente a nombre del novelista Jonathan Coe, contiene variaciones sobre canciones ya conocidas como "Fires Rise And Die" (ya incluida anteriormente en "Appointment With Venus") o un "Destination Moon" (de "Delta Kiss") donde se añaden extractos 'spoken-word' a cargo de Coe, como en buena parte del resto del disco (ahí está como mejor ejemplo la propia "9th & 13th", extensa y sin red). Hermosos pasajes victorianos en "Une Courte Promenade À Bicyclette". Interesante pero un tanto arduo, está dirigido principalmente a aventureros experimentados, completistas y fans obsesivos.


My Favourite Part of You (2003)

Despues del tono crepuscular de "Azure", retorno a la luminosidad y a la efervescencia. "My Favourite Part Of You" es un soplo de aire fresco realmente excitante, sensual, inspirado y contagioso. Posiblemente junto con "Appointment with Venus", "Yuri Gagarin" y "Delta Kiss", el mejor disco. "Cicely" es quizá la canción hacia la que gravita el disco, por culpa de un estribillo flamante y diamantino. Pero la joya de la corona viene al final: "Lucia" es mi canción favorita de Philippe, una rotunda y emocionante pieza que acaba en secuestro aun muchos minutos después de haberse apagado en el recuerdo. Como se suele decir, canción de la vida.



The Wonder of it All (2004)

¿Qué podemos decir, aunque solamente sea escuchando la canción titular del disco?, pues que Auclair sigue en plena forma, de lleno en una serena madurez sobre la que perfeccionar sus intenciones, tan embriagadoras como en "A Wiser Fool". El cointreau folk de "This Puzzle Of Mine", la presente nostalgia de "Songs like these" (culpable en buena parte del sobrio tono de las mismas el ex-Microdisney y High Llamas Sean O'Hagan) son buenas pruebas del interminable instinto para la belleza de nuestro principal protagonista. ¿Quieren ritmos tropicales?, agárrense a su balsa: "An Ordinary Street".


An Unknown Spring (2007)

El "Smile" particular de Louis Philippe. Una sinfonía trenzada con mimo, sentido y no poca sensibilidad. En la línea de acritud atmosférica de "Azure", con sorpresas, coros panorámicos, varios cambios de registro dentro de una misma canción -"The Hill And The Valley"-, en definitiva, todo lo necesario para construir una pequeña gran epopeya pop, no exenta en ningún momento de aspiración clásica. Mundos inmensos comprimidos en tres minutos. Highlight: "When The Love Has Gone". Pura épica.

lunes, 8 de marzo de 2010

Rusia gótica



Partiendo de un relato a la manera de “El manuscrito encontrado en Zaragoza” –bien podría parecer “El anillo” un capítulo de aquella obra multidimensional-, a propósito de una maldición que se propaga como una infección misteriosa, siguiendo con una fábula explícitamente titulada “El hombre lobo” –y orientada como tal-, con todo el mecanismo propio del mito, y continuando con una charla algo extraña pero también locuaz y distendida con sorpresa final –“Los invitados inesperados”-, esta reveladora compilación de cuentos rusos con la que casi se estrenó la nueva editorial Nevsky Prospects el año pasado -editorial especializada en la literatura de aquél país y en todo aquél que algún vez se adentró en su composición cirílica-, esta reveladora compilación cubre con estos tres primeros ejemplos un paisaje estepario, de profunda raigambre rural, condensada en supersticiones y hechizos, para pasar al escenario más bullicioso y urbanita de “La vendedora de pasteles”, el relato más largo e intenso de todo el lote, con los destellos más genuinamente góticos –entendidos como fascinación por lugares cerrados y opresivos- de la colección. Como extras, un inacabado y algo surrealista Lérmontov –quizá a priori el autor más conocido de esta selección, aquél con el que ilustró el bueno de Edwyn Collins su "Dr. Syntax"- con un “Stuss” que juega con soluciones espacio-temporales y pistas incompletas en lo que podría presuponerse –echando mano de elucubración personal- como un precursor involuntario de aquella “La casa en el confín de la tierra” de Hodgson. “La isla de Bornholm”, bucólica y truculenta, romántica e inasible, cierra este muestreo de lo que fue un pedazo de esa Rusia neblinosa y folclórica, oculta y despiadada que ahora aflora en nuestro idioma, como otras tantas obras –abarcando todo tipo de géneros, disciplinas y épocas- que promete Nevsky, empeñada en dar a conocer el perfil menos conocido de autores ya consagrados (Pushkin, Dostoievsky), así como de otros mucho menos ubicuos y no por ello desdeñables, como bien prueba esta breve pero provechosa antología -todo primera mitad del XIX-, rigurosa y ajustada en su criterio.

martes, 2 de marzo de 2010

Macario (Roberto Gavaldón, 1959)




Otras cosas quizás, pero hipocresías con el más allá, las justas. El pueblo mexicano siempre tuvo a gala una orgullosa capacidad para convivir algremente con sus muertos, como bien refleja este poema épico dedicado a Tánatos. Desde el contacto ancestral de dicho pueblo, mucho antes de las invasiones transatlánticas, mezclado con la simbología y el rigor del Cristianismo, el día de los muertos se convierte en una fiesta pagana, donde el humor negro encuentra en ella una balsa de aceite donde poder mostrar su lado más desternillante y lúcido: “porque pasamos más tiempo muertos que vivos…”.



De la extrema pobreza en la que se verá envuelto el protagonista -sueños hiperbólicos incluidos: la Muerte, como Saturno, devorando a sus hijos-, le quedará como tabla de salvación una curiosa solución suicida: comerse un guajolote él sólo y reventar hasta la extenuación en dicho acto. A partir de ese momento, el destino le conminará a un juego funesto: tener que ceder ante las presiones externas en lugar de sucumbir a la tentación bulímica. Empezando por su propia prole, una caterva de niños obstinados e inmisericordes, que en algunos momentos recuerdan a otros como los de “El pueblo de los malditos” o “¿Quién puede matar a un niño?”. Salvando este primer escollo, Macario tendrá que ir sorteando nuevas tentaciones, la del Diablo (encarnado en un hilarante bandido), el mismo Dios (en la figura de un incierto peregrino) y, finalmente, la del Judío Errante o la propia Muerte, que estará precedida de un fundido que funcionará como ilusoria etapa en la experiencia del leñador protagonista. Una transición que devendrá en pasaje hoffmanesco (ecos de “El elixir del diablo”), faústico, cuando la última aparición, después de una difícil solución salomónica por parte de Macario, le concede el don de la curación a través de un agua bendita que le proporcionará a este último grandes riquezas, aunque difícilmente infinitas.



A partir de ese momento, Macario logrará vencer recelos, tacañerías (representadas en una nobleza amasadora de todas las riquezas) y desplazará a profesionales tan influyentes como médicos y enterradores, a los que momentáneamente dejará en paro cuando los veredictos sean la salvación de los moribundos (si el errante hace acto de presencia a los pies del enfermo y no a la cabecera), así como el interés de la iglesia, atraída por tanta prosperidad originada por tanto milagro. Demasiada traca para quedar impune delante de la Santa Inquisición (detallada en una cuidada puesta en escena: los miembros de dicha orden hablarán en el castellano de la piel de toro), inflexible y todopoderosa, que intentará poner freno a tanta sospecha de herejía suelta.
Excelente obra (que algunos relacionarán con el Buñuel de "Simón del desierto"), con un final hondo y poético, de este meticuloso y académico autor, del que ya tenemos en la recámara otras películas míticas de la cinematografía azteca como “La diosa arrodillada” o “La noche avanza”.

jueves, 14 de enero de 2010

The Particles



Uno de los grandes discos de los ochenta, nunca lo suficientemente reconocido, es el “Midnight Shift” de Dislocation Dance, uno de los numerosos combos de pop elegante y pulido que poblaron el panorama de las Islas Británicas en los primeros ochenta. Aquel disco fue la cumbre dentro de la trayectoria de un grupo que se inició en las tuberías del post-punk, es decir, con un sonido más áspero e imbuido de guitarras cortantes y ritmos sincopados. Sin embargo, esa etapa representada principalmente por el disco “Music music music”, a pesar de ser tenida en consideración, es poco menos que anecdótica o incluso desmerecedora -por poco intensa y roma en el resultado final- respecto a la refinada, intuitiva y deliciosa mixtura de aires sesenteros –Bacharach pasado por el filtro de Dolly Mixture o Trixie´s Big Red Motorbike en el punto de mira- y dance pop. Lo que a mi me gusta denominar como ‘lunch pop’ o las canciones ideales para un día en el campo o de barbacoa junto a una piscina privada.



De todo esto último se nutrieron los australianos The Particles, con la particularidad de haber empezado a hacerlo cuando Dislocation Dance aún andaban rumiando su “Music music music” y aún no se habían desenvuelto del traje rugoso. Pero, ¿por qué tanto interés en traer a colación a los británicos para hablar de The Particles?. Porque la primera vez que escuché a éstos, se me ocurrió trazar una imaginaria discografía perfecta juntando la evolución completa de Particles (tres ep´s repartidos entre los años 1979 y 1983) y el disco de emancipación de los primeros, ojo, de 1984. ¿Razones?, además de influencias comunes, muchísimas más similitudes. Las voces femeninas tienen un tono sorprendentemente muy parecido. El uso de la trompeta –en el caso de Particles a partir del 3er ep, “I Luv Trumpet”- sobre un fondo de guitarras pulcras y baterías que parecen –si es que en algún caso no lo son- programadas. Todo eso, y algo más, en lo que desembocaría, para entendernos desde el punto de vista comercial, en Swing Out Sister.



Y es que se puede concluir en que The Particles -antes de diluirse en otras formaciones como Cannanies, sin la cuarta parte de gracia- fueron ni más ni menos que Dislocation Dance sin sofisticar, su versión primeriza y definitivamente más válida que la de los propios autores de “I’m doing fine”. ¿Llegarían a escuchar éstos a los de las antípodas a la hora de diseñar canciones como “Show me” o “Violette”?. Sea como sea, una asociación casi casi estremecedora.