jueves, 26 de septiembre de 2013

Patrik Fitzgerald




La placa tectónica del punk, logísticamente ceñida al ‘DIY’, la acritud expresiva y la denuncia existencial, no tenía otra que albergar también espíritus libres que compartieran con la corriente su espontaneidad, minimalismo y capacidad comunicativa. Si a todo esto le añadimos una preocupación literaria confrontada y el uso de los recursos acústicos, tendríamos en este caso como resultado a Patrik Fitzgerald (no confundir con el líder de Kitchens Of Distinction), quizá el primer songwriter de facto del imperdible. A continuación se subirían al carro (discograficamente hablando) otras luminarias de semejantes presupuestos sonoros y retóricos como Billy Childish o Jim Carroll. Con este último, por ejemplo, Patrik compartía sus orígenes estrictamente proletarios de cuna irlandesa. Las adscripciones con respecto a Fitzgerald no se hicieron esperar: los plumillas ya habían encontrado su particular “nuevo Woody Guthrie”.




Armado tan sólo con una acústica y muchas ganas de espolear, Patrik Fitzgerald se brega en un primer momento en un pequeño pero pujante sello independiente, Small Wonders, que llegaría a contar en su escudería con primeras referencias de nombres tan ilustres como The Cure (“Killing an Arab”) o Crass. “Safety-pin stuck in my heart”, canción de peculiar inclinación amorosa, daba título al primer ep, adueñado en su totalidad por el espíritu lo-fi y gamberro del momento.

“Backstreet Boys”, el segundo de los 7’’, se movía por premisas similares al anterior, pero justamente su canción titular incorporaba un matiz más lírico y sosegado melódicamente con una marcada predisposición crepuscular y unos tímidos efectos de estudio: lo someramente cósmico de un hipotético David Bowie adolescente. Todavía no había más arreglos, que conste. Llegarían con la siguiente grabación, el mini-lp “The Paranoid Ward” (como el anterior, de 1978), que incorpora bajo y batería (“Irrelevant battles”), teclados pop (“The Bingo Crowd” en su versión instrumental, muchos años después revisada por The School en el disco homenaje a Fitzgerald). Por lo demás destacan las dos canciones con más brío argumental: “Cruellest crime” (su primera gran canción, con saxo incluido) y “Live out my stars”.




1979 está reconocido como el año en que murió el punk, y no precisamente por ser el mismo en que el fraudulento Syd Vicious expirara, sino más bien por producirse el fichaje de nuestro protagonista por la major Polydor. Que respiren los talibanes: el matrimonio de Fitzgeral con el mainstream se redujo a una sola referencia, y además en edición compartida con el sello que había estado financiando sus soflamas hasta ese momento. “Grubby Stories”, el primer lp, gana –hasta cierto punto- en fidelidad. Como en los eps inmediatamente anteriores, se compaginan canciones sólo con la acústica con otras de variada instrumentación, siempre dominadas por la voz medidamente histriónica de Patrik. Clásicos como “Don’t Tell Me Because I’m Young” (himno new wave donde los haya con esos teclados que recuerdan a Subway Sect) o epifanías folk como “Lover’s Pact”. La paleta estilística se abre definitivamente gracias a piezas como “All the years of trying”, de ambiente taciturno, con pianos y teclados en primer término, alejando a Fitzgerald de convenciones predecibles y militancias baratas. Asumiendo sin atisbo de rencor o titubeo el glam, Magazine o las enseñanzas de la escuela de Canterbury (“Lover´s pact”) y anticipando la amarga dialéctica de los Television Personalities o la figura contestataria de Billy Bragg. Crónica social (que no rosa) y arrebatos vitales siempre teñidos de una ironía nada enmascarada.




El rotundo fracaso que supuso “Grubby Stories” para las arcas de Polydor (que sólo se atrevieron a financiarle un par de singles más, autónomos de aquél) trajo consigo una relativa inactividad del londinense, que iría rompiendo, mientras se hacía cargo de las heridas, con un “Tonight ep”, ya en los ochenta, de teclados neogóticos (“Animal mentality”) y saxos viscerales que, resonancias freak-folk mediante, le emparenta inmediatamente con prebostes de la talla de Paul Roland.

“Gifts and telegrams” (1982) es su reconciliación con el formato de larga duración y, podemos decir, el comienzo de la era electrónica para Fitzgerald, lo que llaman ahora los cursis y pomposos minimal wave. Publicado en Red Flame, Patrik se mantiene ya a una considerable distancia del esputo inicial, y a través de dicho sello entabla amistad con la gran Anne Clark, que devendrá en alguna que otra colaboración posterior entre ambos. Las programaciones del momento (de saldo, obviamente, y bastante esquemáticas en su configuración) nutren de un desusado fulgor sus composiciones. “One little soldier” se empapa de los consiguientes ritmos marciales y “Personal loss” se hace acompañar de un sombrío tejido de sintetizadores con un texto muy acorde a tan post-apocalíptica estimación. Con sólo arañar superficialmente la causticidad de una letra como “World is Getting Better” podemos oler in situ el frustrante ambiente resultante de una de las etapas más negras en las islas británicas: el thatcherismo, del que, huelga decir, Patrik Fitgerald fue uno de sus más encendidos denunciantes (véase “Work”). Sólo “Island Of Lost Souls” (que acabaría convertido en clásico de su repertorio) hace una apuesta por remedios más o menos acústicos dentro de un disco donde Patrick se recrea en experimentos con las primeras máquinas para combatir el exilio comercial y el atosigante panorama colectivo.






Experimentos que quedan aparcados en “Drifting Towards Violence” (1983), donde mayormente recupera el pulso más de cantautor -en sentido clásico- con fortuitos adornos de xilófono, saxo o clarinete. Siguiendo la hoja de ruta de “Backstreet boys”, Fitgerald se rebela como un certero poeta e instrumentista de la desolación, no dejando en ningún momento espacio para veleidades electrónicas.

“Tunisian Twist” (1986) –firmado como Patrik Fitzgerald + 3- será su última grabación oficial antes de una retirada momentánea y su primer gran disco de pop sofisticado, pleno en pasajes intrigantes. Más Magazine que nunca o, quizá, más Howard Devoto en solitario que nunca, pero sin caer jamás en la imitación o la deuda, cada canción es mimada hasta el detalle con la instrumentación necesaria en cada caso. Refinamiento no exento del acostumbrado tono incisivo en sus letras. “Poor John”, por ejemplo, parece un cruce entre Japan y los futuros Coloma, con su astuta sección de viento. La canción que da título al disco queda embebida de ritmos sha’abi cruzados con dub infeccioso.





“Pillow tension” (1995) –como Patrik Fitzgerald Group- supuso un feliz retorno donde Fitzgerald lo había dejado con “Tunisian Twist”. Post-punk atenuado y a la vez circunspecto (muy hermanado a las maneras de Robyn Hitchcock), un poco como insinúa el propio título, que consigue driblar al anacronismo. Deliciosamente angulosas, descatan “Tears” o “Charlie Leads a Life Of Crime”, y el conjunto constata la definitiva madurez de un autor crecido, sobrepuesto a la rígida impostura del punk, haciendo prosperar su convencimiento ‘working class’ con inteligentes aderezos.





¿Después?, algunos episodios migratorios que incluyen una estancia prolongada en Nueva Zelanda, y vuelta a los escenarios y a grabaciones tan dispares como “Room Service” (tomas caseras de nuevas canciones), discos compartidos con otros irremediables perdedores (Attila The Stockbroker, Pog) ya sea con material clásico o inédito, demostrando en todo momento su proverbial dominio de la causticidad, vistiéndola de seda si es necesario. Además, varios recopilatorios panorámicos (“Treasures From The Wax Museum” a la cabeza) y el homenaje correspondiente para celebrar la vigencia de un cronista reivindicativo auspiciado por un mantra de thriller imperecedero.

lunes, 23 de septiembre de 2013

Kirsty MacColl, “Tropical brainstorm” (2000)






Ejemplo palmario donde una segunda oportunidad tiene una merecida recompensa. De Kirsty MacColl empecé por “Kite” (1989). Y empecé mal: a excepción de “Fifteen minutes” (co-escrita con Johnny Marr) y la sugerente “Dancing in limbo”, el resto del disco (aupado por diferentes medios como el más representativo de su carrera: ya ven para lo que sirven algunas corrientes de opinión…) me fastidió, como suele pasar en casos así, por su manifiesta medianía melódica revestida de una necesidad imperiosa por redimirse artísticamente por el lado del rock adulto más, ejem, respetable. Todo en “Kite” sonaba muy bien –gracias al contrastado buen hacer de Steve Lillywhite, ya por aquel entonces marido de MacColl-, todo como muy ambicioso, pero falto de verdadera pegada, tanto dramática como argumental. Desde luego, no era el “Spike” femenino que a algunos nos hubiera encantado pregonar.






Tampoco “Desesperate character”, su álbum anterior (de 1981) se dejó querer de cara a una reivindicación: desesperadamente anacrónico, funciona sólo como una curiosidad de añeja sonoridad sesentera en plena Baja Nueva Ola. Visto lo visto, de los años ochenta sólo cabía reclamar canciones sueltas, felizmente recopiladas en artefactos como “The one and only” o “Galore”. “Terry”, “They don´t know” (su primer single, de 1979), “Patrick” o sus revisiones de clásicos de Billy Bragg como “New England” pueden considerarse, sin miedo a error u omisión, como lo más rescatable de Kirsty MacColl en una década donde, por lo demás, ofició de musa del momento gracias a colaboraciones destacadas con Pogues (“‘Fairytale Of New York’) o Talking Heads (“(Nothing But) Flowers”).

Los noventa le sentaron mejor. “Electric landlady” y “Titanic days” son sus dos comparecencias en dicho decenio y, francamente, mucho más convincentes e esperanzadoras. Pop-rock adulto, aquí sí, con variados recursos y suficiente inspiración. Vaciladas como “All i ever wanted”, contundencias como “Titanic days” o puntales sentimentales como “Halloween”, “Last day of summer”  o “Soho Square” dan la verdadera medida de una artista (algo así como el equivalente británico a Kate Pierson, salvando las debidas distancias) en plenitud de registros y expresividad. Le empezaban a salir canciones (muy) bonitas de inusitada madurez.




Siete años después de “Titanic days” llegaba “Tropical brainstorm”, la liberación caribeña y festiva que, por otro lado, nadie podía imaginar que acabaría siendo el testamento de una Kirsty MacColl que encontraba ahí el perfecto acomodo para su radiante capacidad vocal, sexy y desprejuiciada.

A Kirsty siempre le pudieron los ritmos latinos y sus poliédricas posibilidades de hibridación con las texturas del lado anglófilo. Y cómo nos congratulamos por ello. “I’m going out with an 80 year old millonaire” en los ochenta o “My affaire” dentro de “Electric Landlady” ya daban pistas más que fiables sobre hacia dónde podría devenir en cualquier momento la carrera de la de Croydon. En ambos casos, por ejemplo, las letras  ya mostraban una visión hedonista, emancipadora e individualista de nuestra diva, dispuesta a competir –sobre todo en el segundo ejemplo- en descaro y desinhibición con cualquier vocalista del trópico que se le pusiese por delante. Y en su disco del 2000 todo ello se cristalizaba a cielo abierto. Ya pudiera ser Carmen Miranda (“Mambo de la luna”) o Celia Cruz (“Teachery”) el guante estaba lanzado. Explosión de sabores afrocubanos, algo de samba y, por debajo, electrónica funcional para compensar a oídos neófitos… ¿les suena?: tras los pasos de David Byrne, Kirsty tendía aquí más a “Rei Momo” que a “Naked”, pero resultaba tan disfrutable como ambos ejemplos. El orgullo colonialista a despecho de tabúes maldicientes y aprensiones estúpidas.






Grandes canciones, avezadas y sin complejos: “Autumngirlsoup”, haciendo del dream pop un territorio cálido y confortable. “Celestine” (la mejor del lote) y su electro-tribalismo con coros de banda sonora ‘sixties’, la intriga funk de “Nao esperando” o el mbaqanga de “US Amazonians”; el mpb de “Wrong again”, la bossa de “Designer life” o el jazz vocal tintado con más electrónica de “Head”. Hay incluso experimentos imprevistos cercanos al drum’n’bass como “Alegría”.

Pero si hay algo que hace ya de por sí aún más disfrutable “Tropical brainstorm” son los extras de su edición postrera, la ‘deluxe’. Más bossa (“Golden heart”), pop acústico de cinco estrellas (“Things happen”) y sophisti-pop nocturno y sibarita (“Good for me”). Tres canciones inéditas, arrebatadoras, tanto o más que las del disco titular; tres sorpresas definitorias que ensanchaban sus marcas previas –y encantaban los oídos- hasta límites sólo soñados por unos pocos elegidos.





Lo que vino después es, desgraciadamente, de sobra conocido: víctima de un homicidio durante unas vacaciones en Cozumel, amigos íntimos como el propio Billy Bragg aún siguen luchando por un juicio justo y por encausar debidamente al sátrapa mexicano que se llevó por delante la vida de Kirsty tras atropellarla con su embarcación, saltándose todas las medidas y licencias habidas y por haber, segando para siempre una trayectoria en ascenso, dominada por una voz sensual, poderosa y siempre entusiasta. La de una compositora, además, cada vez más audaz, persuasiva y segura.

viernes, 6 de septiembre de 2013

Alraune (Arthur Maria Rabenalt, 1952)





A la altura de los cincuenta ya se había contado varias veces la historia de La Mandrágora, así que al menos lo que quedaba era hacer la versión sonora definitiva, dado el fiasco de la adaptación previa en los años treinta.

Para ello Rabenalt no escatimó en recursos, tanto puramente cinematográficos como de reparto (se contó, por ejemplo, con un hombre de cine tan versátil, consagrado y quintaesencial como Erich Von Strohem, ya en el crepúsculo de sus días). Esta Alraune tiene un arranque muy gótico, prefigurando un puente entre algunas producciones de Cocteau (“La bella y la bestia”, el gusto por la insistencia en los primeros planos) y otras futuras de la Hammer. Para ello se contó con uno de los presupuestos más holgados de una República Federal aún en plena reconstrucción tanto moral como estructural.




Una muy carnal Hildegard Knef -la elegida esta vez como Alraune- oficia de impenitente viuda negra empeñada (muy a su pesar, pues ha encontrado a su verdadera razón de ser al comienzo del film) en inocular a todo su ejército de pretendientes del veneno fatal con el que segar sus vidas, ya sea provocando un intento de suicidio en su contrincante femenina (sobredosis de somníferos) o veneno que se torna en beso, beso fatal con el que certifica la desaparición de otro de sus admiradores.




A medida que la película avanza hacia una cierta austeridad en la puesta en escena, en contraposición a lo abigarrado de sus comienzos, el personaje de Alraune crecerá en intensidad a medida que su amor por el sobrino del doctor ten Brinken, Frank Braun (Karlheinz Böhm, memorable años después en su papel protagonista de psicópata inquietante en “El fotógrafo del pánico”).




Con los dos actores principales (Knef y Von Strohem) se producirá un muy poco disimilado efecto boomerang respecto a sus intenciones iniciales: Alraune hace acto de aparición cual sirena libidinosa (¿no funciona su canción en el fondo como una oda a la masturbación?) para acabar viendo aparecer a todo aquél a quien ella arruinó su existencia como visión fatalista y engañosa. 




Por otro lado, al doctor ten Brinken (cuya Alraune le va ganando terreno hasta terminar seduciéndole, si bien no de una manera tan manifiesta como en las otras versiones, tanto literarias como cinemagráficas) también se la juega el destino acudiendo a un ahorcado para experimentar con su esperma -el mismo que dará como resultado a La Mandrágora-, para acabar también (spoiler) camino del cadalso tras matar a la criatura que él inventó y protegió con esfuerzo expedito. La maldad intrínseca, finalmente, quedando por encima de un frágil e incierto sentimiento de redención.

martes, 3 de septiembre de 2013

Alraune (Henrik Galeen, 1928)





La historia (evolucionada respecto a, por ejemplo, la versión de Maquiavelo) es bien conocida: un científico entre preclaro y esquizofrénico (Paul Wegener), decide experimentar trayendo a la vida una criatura lo más alejada posible de condicionamientos genéticos, hereditarios y estudiar su evolución. Para ello deberá dar cobertura a la inseminación artificial producto del semen de un ahorcado dentro del vientre de una víctima propiciatoria. Es importante llamar la atención de que, mientras en la novela de Ewers se aclara que esta última es una prostituta, en nuestra película este dato queda marcado por la ambigüedad, ya que el médico (cuya casa revela puntualmente la fascinación por cierta anomalía y exotismo en la decoración) pide a alguien “entre la escoria de la sociedad”, lo que no debería interpretarse tan presumiblemente como en el libro, sino tratarlo simplemente como alguien de estrato social bajo o muy bajo, pero no necesariamente involucrado en el comúnmente catalogado como oficio más viejo del mundo. Dicha mujer “debe ser igual a la tierra fertilizada bajo la horca”, esto es, familiarizada con el delito, la impureza o la mezcolanza de ambos y un indeterminado reguero de antecedentes de semejantes connotaciones.




El paso inmediato es adoptar por parte de Jakob ten Brinken (nuestro doctor) al ser nacido de ese proceso. Sin cortapisas genético-sentimentales y partiendo de una procreación intervencionista y atípica se intentará dar vía libre a la trayectoria empírica de Alraune (una siempre perturbadora Brigitte Helm), producto de dicha inseminación.




Sobre todo no lo llamen expresionismo. La tercera en discordia en el podio galeeniano (más recordadas son El Golem o El Estudiante de Praga) pone sus cimientos en lo que podríamos llamar el fantastique naturalista. Y no, tampoco se trata de un oxímoron. Desviada de aproximaciones sobrenaturales más o menos recargadas, más o menos oblícuas (las escenas circenses en nada se parecen, por ejemplo, a las de las atracciones iniciales de “El Gabinete del doctor Caligari”), “Alraune” profundiza en el campo psicológico de su protagonista, exenta de implicaciones afectivas o más bien haciéndose valer de las mismas (una conducta en apariencia “artificial”) para introducir de manera subrepticia su verdadero carácter: maligno, manipulador, fatal. Todo aquel hombre que se cruza en su camino recibe los inevitables fogonazos de incandescencia pasional, para acabar sucumbiendo en la ignominia o el rechazo.



Sólo una cosa provocará en Alraune una cierta desestabilización en su temperamento: descubrir sus verdaderos orígenes (desde el principio se los han maquillado de manera más dulce y previsible). Cuando esto ocurre ella se da cuenta de que no solamente ha vivido engañada, sino que no es la única que ha manejado a su antojo todo aquello que había a su alrededor, sino que ella es la primera que ha estado dirigida. Su vergüenza tornará en venganza, en la meta final para su dominio absoluto. Derrotar a su creador, astuto y enardecido alquimista, valiéndose de la más potente arma con la que cuenta: la seducción.




Caprichosa y desafiante incluso ante la cámara, “La hija del destino” (como también se conoce al film) maquinará con todo y contra todo, incluso contra sí misma, como deja entrever un final especulativo en el que no se descarta que las recaídas conspirativas y las coyunturas sensuales puedan volver a hacer acto de presencia.